Salmo 70, Juventud y vejez

Autor: Padre Carlos G. Valles, S.J.

Web: Carlos G. Vallés

 

Tú, Dios mío, fuiste mi esperanza
y mi confianza, Señor, desde mi juventud.
En el vientre materno ya me apoyaba en ti;
en el seno, tú me sostenías;
siempre he confiado en ti.
No me rechaces ahora en la vejez;
me van faltando fuerzas; no me abandones.


Tú eres parte de mi vida, Señor, desde que tengo memoria de mi existencia. Me alegro y me enorgullezco de ello. Mi niñez, mi adolescencia y mi juventud han discurrido bajo la sombra de tus manos. Aprendí tu nombre de labios de mi madre, te llamé amigo antes de tener ningún otro amigo, te abrí mi alma como no se la he abierto nunca a nadie. Al repasar mi vida, veo que está llena de ti, Señor, en mi pensar y en mi actuar, en mis alegrías y en mis penas. He caminado siempre de tu mano por senderos de sombra y de luz, y esa es, en la pequeñez de mi existencia, la grandeza de mi ser. Gracias, Señor, por tu compañía constante a lo largo de toda mi vida.

Ahora los años se me van quedando atrás, y me pongo a pensar, aun sin quererlo, en los años que me quedan .La vida camina inexorablemente hacia su término, y mi mirada se fija en las nubes de la última cumbre, que parecía tan lejana, y ahora, de repente, se asoma cercana e inminente. La edad comienza a pesar, a hacerme sentirme incómodo, a dibujar el molesto pensamiento de que los años que me quedan de vida son ya menos de los que he vivido. Apenas había salido de la inseguridad de la juventud cuando me encuentro de bruces en la inseguridad de la vejez. Mis fuerzas ya no son lo que eran antes, la memoria me falla, los pasos se me acortan sin sentir, y mis sentidos van perdiendo la agudeza de que antes me gloriaba. Pronto necesitaré la ayuda de otros, y solo el pensar eso me entristece.

Más aún que el debilitarse de los sentidos, siento el progresivo alargarse de la sombra de la soledad sobre mi alma. Amigos han muerto, presencias han cambiado, lazos se han roto, mentalidades han evolucionado, y me encuentro protestando a diario contra la nueva generación, sabiendo muy bien que al hacerlo me coloco a mí mismo en la vieja. Cada vez queda menos gente a mi lado con quien compartir ideas y expresar opiniones. Me estoy haciendo suspicaz, no entiendo lo que otros dicen, ni siquiera oigo bien, y me refugio en un rincón cuando los demás hablan, y en el silencio cuando dicen cosas que no quiero entender. La soledad se va apoderando de mí como el espectro de la muerte se apodera, una a una, de las losas de un cementerio. La enfermedad que no tiene remedio. La marea baja de la vida. El peso del largo pasado. La vecindad de la última hora. Tonos grises de paisaje final.

Me da miedo pensar que, de aquí en adelante, el camino no hará más que estrecharse y no volverá ya a ensancharse jamás. Tengo miedo de caer enfermo, de quedarme inválido, de enfrentarme a la soledad, de mirar cara a cara a la muerte. Y me vuelvo a ti, Señor, que eres el único que puede ayudarme en mis temores y fortalecerme en mis achaques. Tú has estado conmigo desde mi juventud; permanece conmigo ahora en mi vejez. Tú has presidido el primer acto de mi vida; preside también el último. Sosténme cuando otros me fallan. Acompáñame cuando otros me abandonan. Dame fuerzas, dame aliento, dame la gracia de envejecer con garbo, de amar la vida hasta el final, de sonreír hasta el último momento, de hacer sentir con mi ejemplo a los jóvenes que la vida es amiga y la edad benévola, que no hay nada que temer y sí todo a esperar cuando Tú estás al lado y la vida del hombre descansa en tus manos.

¡Dios de mi juventud, sé también el Dios de mi ancianidad!

Dios mío, me instruiste desde mi juventud,
y hasta hoy relato tus maravillas;
ahora, en la vejez y las canas,
no me abandones, Dios mío.