Salma 63, Flechas

Autor: Padre Carlos G. Valles, S.J.

Web: Carlos G. Vallés   


Flechas en el aire son mensajeros de muerte. Calladas, afiladas, envenenadas. El arma que más temían los guerreros de Israel. No se ven, no se oyen. Vienen de lejos, derechas e imparables, con la muerte en sus alas, y encuentran con puntería mortal el blanco humano en las sombras de la noche. La espada puede rechazarse con la espada, y la daga con la daga, pero la flecha llega sola y traicionera desde una mano anónima en la distancia segura del territorio enemigo. Su vuelo mortífero hiere sin piedad la carne del hombre, y su punta de acero desgarra en un instante el manantial de sangre que se lleva la vida. Las flechas son muerte alada cabalgando en vientos de odio.

La palabra del hombre es flecha certera. También ella vuela y mata. Lleva veneno, destrucción y muerte. Una breve palabra puede acabar con una vida. Un mero insulto puede engendrar la enemistad entre dos familias, generación tras generación. Palabras desencadenan guerras y traman asesinatos. Las palabras hieren al hombre en sus sentimientos más nobles, en su honor y en su dignidad; hieren la paz de su alma y el valor de su nombre. Las palabras me amenazan en un mundo de envidia ciega y competición a muerte; y entonces rezo:

Escucha, oh Dios, la voz de mi lamento,
protege mi vida del terrible enemigo;
escóndeme de la conjura de los perversos
y del motín de los malhechores.
Afilan sus lenguas como espadas
y disparan como flechas palabras venenosas,
para herir a escondidas al inocente,
para herirlo por sorpresa y sin riesgo.


Pido protección contra las palabras de los hombres. Y la protección que se me da es la Palabra de Dios. Contra las flechas de los hombres, la flecha de Dios.

Una flecha les ha tirado Dios,
repentinas han sido sus heridas;
les ha hecho caer por causa de su lengua,
menean la cabeza todos los que los ven.


Una flecha contra todas. La Palabra de Dios contra las palabras de los hombres. La Palabra de Dios en la Escritura, en la oración, en la Encarnación y en la Eucaristía. Su presencia, su fuerza, su Palabra. Ilumina mi mente y afianza mi corazón. Me da valor para vivir en un mundo de palabras sin temer sus heridas. La Palabra de Dios me da paz y alegría para siempre.

El justo se alegra con el Señor, se refugia en él,
y se felicitan los rectos de corazón.