Salmo 62, Sed

Autor: Padre Carlos G. Valles, S.J.

Web: Carlos G. Vallés

   

  

Oh Dios, tú eres mi Dios! Por ti madrugo.
Mi alma está sedienta de ti,
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agotada, sin agua.
¡Cómo te contemplaba en el santuario
viendo tu fuerza y tu gloria!


Esa es la palabra, clara y única, que define el estado de mi alma, Señor: sed. Sed física, casi animal, que quema mis entrañas y apergamina mi garganta. La sed del desierto, de las arenas secas y el sol ardiente, de dunas y espejismos, de yermos sin fin y cielos sin misericordia. La sed que se impone a todos los demás deseos y se adelanta a toda otra necesidad. La sed que necesita el trago de agua para vivir, para subsistir, para devolver los sentidos al cuerpo y la paz al alma. La sed que moviliza cada célula y cada miembro y cada pensamiento para buscar el próximo oasis y llegar a él antes de que la vida misma se queme en el cuerpo.

Tal es mi deseo por ti, Señor. Sed en el cuerpo y en el alma. Sed de tu presencia, de tu visión, de tu amor. Sed de ti. Sed de las aguas de la vida, que son las únicas que pueden traer el descanso a mi alma reseca. Aguas saltarinas en medio del desierto, milagro de luz y frescura, arroyos de alegría, juego transparente de olas que cantan y corrientes que bailan sobre la tierra seca y las piedras inertes. Resplandor en la noche y melodía en el silencio. Te deseo y te amo. En ti espero y en ti descanso.

Aumenta mi sed, Señor, para que yo intensifique mi búsqueda de las fuentes de la vida.