Salmo 47, La cuidad de Dios

Autor: Padre Carlos G. Valles, S.J.

Web: Carlos G. Vallés  


Sión es Jerusalén, la de la tierra y la del cielo, la patria del Pueblo de Dios, la Iglesia, la Tierra Prometida, la Ciudad de Dios. Me regocijo al oír su nombre, disfruto al pronunciarlo, al cantarlo, al llenarlo con los sueños de esta patria querida, con los paisajes de mi imaginación y los colores de mi anhelo. Proyección de todo lo que es bueno y bello sobre el perfil en el horizonte de la última ciudad en los collados eternos.

Grande es el Señor y muy digno de alabanza
en la ciudad de nuestro Dios.
Su Monte Santo, una altura hermosa,
alegría de toda la tierra;
el monte Sión, vértice del cielo,
ciudad del gran rey.
Entre sus palacios, Dios descuella como un alcázar.


Una ciudad tiene baluartes y monumentos y jardines y avenidas, y la ciudad de mis sueños tiene todo eso en perfección de dibujo y en arte de arquitectura. Símbolo de orden y de planificación, de convivencia humana en unidad y de utilización de lo mejor que puede ofrecer la naturaleza para el bienestar de los hijos de los hombres. La ciudad encaja en el paisaje, se hace parte de él, es el horizonte hecho estructura, los árboles y las nubes mezclándose en fácil armonía con las terrazas y las torres de la mano del hombre. Ciudad perfecta en un mundo real.

Me deleito en mi sueño de la ciudad celeste, y luego abro los ojos y me enfrento al día, dispuesto a recorrer en trajín necesario las calles de la ciudad terrena en que vivo. Veo callejuelas serpenteantes y rincones sucios, paso al lado de oscuros edificios y tristes chabolas, me mezclo con el tráfico y la multitud, huelo la presencia pagana de la humanidad sin redimir, oigo súplicas de mendigos y sollozos de niños, sufro en medio de esta burla trágica y viviente de la Ciudad, la "polis", la "urbs", que ha transformado el sueño en pesadilla y el modelo de diseño en proyecto para la miseria humana. Lloro en las calles y en las plazas de la atormentada metrópolis de mis días.

Y luego vuelvo a abrir los ojos, los ojos de la fe, los ojos de saber y entender con una sabiduría más alta y un entender más profundo... y veo mi ciudad, y en ella, como signo y figura, discierno ahora la Ciudad de mis sueños. Sólo hay una ciudad, y su apariencia depende de los ojos que la contemplan. También esta ciudad mía, con sus callejones angostos y su atormentado pavimento, fue creada por Dios, es decir, fue creada por el hombre que fue creado por Dios, que viene a ser lo mismo. Dios vive en ella, en el silencio de sus templos y en el ruido de sus plazas. También esta ciudad es sagrada, también a ella la santifican el humo de los sacrificios y el bullicio de las fiestas. También es ésta la Ciudad de Dios, porque es la ciudad del hombre, y el hombre es hijo de Dios.

Ahora vuelvo a alegrarme al pasar por sus calles, mezclarme con la turba y quedarme atascado en los embotellamientos de tráfico. Esté donde esté, canto himnos de gloria y alabanza a plano pulmón. Sí, ésta es la Ciudad y el Templo y la Tienda de la Presencia y la morada del Gran Rey. Mi ciudad terrena brilla con el resplandor del hombre que la habita, y así como el hombre es imagen de Dios, así su ciudad es imagen de la Ciudad celestial. Este descubrimiento alegra mi vida y me reconcilia con mi existencia urbana durante mi permanencia en la tierra. ¡Bendita sea tu Ciudad y mi ciudad, Señor!

Dad la vuelta en torno a Sión, contando sus torreones;
fijaos en sus baluartes, observad sus palacios,
para poder decirle a la próxima generación:
"Este es el Señor nuestro Dios".
Él nos guiará por siempre jamás.