Salmo 45, Callad

Autor: Padre Carlos G. Valles, S.J.

Web: Carlos G. Vallés  

  

 

"Callad, y sabed que yo soy Dios."


¡Qué bien me viene ese aviso, Señor! Al escucharlo de tus labios siento que todo mi bienestar espiritual, mi avance y mi felicidad dependen de eso. Si aprendo a callarme, a quedarme tranquilo, a relajarme, a dejar con fe y confianza que las cosas sigan su curso, estaré en disposición de aprender que tú eres Dios y Señor, que el mundo está en tus manos, y yo con él, y que en esa revelación es donde se encuentran la paz y la alegría del alma.

Sin embargo, he de confesar que eso es lo que peor sé hacer: estarme quieto. Siempre estoy moviéndome, apresurándome, ocupándome y preocupándome. Siempre haciendo cosas y trazando planes y urgiendo reformas y volviéndome loco y volviendo loco a todo el mundo con toda clase de actividades sin cuento. Incluso en mi vida de oración, no ceso de pensar y planear y controlar y examinar y tratar de mejorar siempre lo que hago, con el prurito de conseguir mañana más perfección que hoy y asegurarme de que sigo adelante en mi noble empeño. Soy un perfeccionista nato, y quiero tener garantías de que todo lo que yo haga, sea en mi profesión o en la oración, ha de ser, sin falta, lo mejor que yo pueda hacer. Esa misma insistencia destruye el equilibrio de mi mente y me hace imposible encontrarte a ti con paz.

Quiero dirigir mi propia vida, por no decir el futuro de la sociedad y los destinos de la humanidad. Quiero ser yo el que lleve los mandos. Y por eso estoy siempre moviéndome, tanto en la avalancha de mis pensamientos como en el torrente de mis actividades. Y esa misma prisa me ciega para no ver tu presencia y me hace perderme la oferta de tu poder y de tu gracia. No veo, porque estoy demasiado ocupado con verme a mí mismo. Lleno mi día de actividad febril, y no dejo tiempo para estar contigo. Entonces me siento vacío sin ti, y apiño aún más actividades para cubrir mi vacío. ¡Esfuerzo inútil! Mi desengaño crece, y mi distancia de ti aumenta. Círculo vicioso que atenaza mi vida.

Entonces oigo tu voz: "Estáte quieto, y verás que yo soy Dios." Me dices que me calme, que frene, que entre en el silencio y la quietud. Quieres que yo afloje mis controles, que tome las cosas con calma, que invite a la tranquilidad. Me pides que me siente y que te mire. Que vea que mi vida está en tus manos, que tú diriges el curso de la creación, que tú eres Dios y Señor. Sólo en la paz de mi alma podré reconocer la gloria de tu majestad. Sólo en el silencio puedo adorar.

Conozco el sentido de esas palabras cuando tú las dirigiste a Israel: "Dejad de luchar, y veréis que yo soy Dios". Deponed las armas, parad vuestras luchas, dejad de empeñaros en defender vuestros feudos y conseguir vuestras victorias. Dejadme a mí, y veréis entonces que yo soy Dios y os protejo y os defiendo. Mucho he luchado, Señor, por tu causa. Enséñame a dejar de luchar.

Tu brazo extendido calmó las tormentas del mar, Señor. Extiéndelo ahora sobre mi corazón para que clame las tormentas que se incuban en él como en la negrura de un cielo de invierno. Calma mis emociones, cura mi ansiedad, apaga mis miedos. Haz que la bendición de paz descienda a tu mando sobre mi atribulado corazón. Pronuncia otra vez la palabra de consejo y poder que me posea: "Estáte quieto". Y en el silencio de la admiración y la quietud de la fe sabré que eres mi Dios, el Dios de mi vida