Nobleza nativa

Autor: Padre Carlos G. Valles, S.J.

Web: Carlos G. Vallés

 

   

  

Antonio Ruiz de Montoya fue un jesuita peruano del siglo XVI, fundador de varias de las célebres Reducciones del Paraguay. Así cuenta una de sus experiencias:

"La llave o puerta de toda la provincia era un pueblo distante una jornada. Asegurándome que sería muy bien recibido. Con esto partí por el río en canoas.

Llegué al lugar con sol. Dieron aquel día muestras de recibirme con gusto, pero fueron fingidas. Les signifiqué cómo sólo el deseo de su bien me había traído a sus tierras, para traer sus almas al conocimiento de su creador y de su hijo y redentor de los hombres, Jesucristo, que había bajado del cielo y tomado carne humana en las entrañas de la Virgen para librarnos de las penas del infierno. Y llegando a tratar de la eternidad de éstas, uno de ellos me atajó la plática diciendo a voces: 'Este hombre miente.'

Yo quedé en mi choza, consolado de haber anunciado el Evangelio. Uno de los indios que me acompañaban entró en mi choza rogándome saliese de ella y nos fuésemos de allí, porque sin duda nos armaban alguna traición. Apenas salimos, cuando los enemigos comenzaron por las espaldas a llover sobre nosotros una nube de flechas. Cayeron a mis dos lados muertos siete indios mis compañeros.

Estaba junto a mí aquel indio que me había sacado de la choza, y viéndome cercado de tanta flechería y en manifiesto peligro, y viendo que distinguiéndome por el vestido habían de hacerme todos blanco de sus saetas, con una fineza grande y caridad por salvar mi vida, quiso exponer la suya a mayores riesgos. Sin hablarme palabra me arrebató de los hombros la ropa y de la cabeza el sombrero, y diciendo a los demás indios amigos, 'Meted al Padre en el monte', él, vestido de mi hábito, se puso en huida solo, por un campo a vista de los enemigos, para que, creyendo éstos que aquél era el sacerdote que buscaban corriesen todos en seguimiento suyo y descargasen sobre él la tempestad de sus flechas.

Con esa estratagema que al fidelísimo indio le dictó el amor tierno que me tenía, me dio tiempo para que yo me guareciese con los demás en el vecino bosque, que era muy espeso. En esa retirada oí gritar a los enemigos, viendo a mi buen indio con mi ropa y sombrero: 'Ahí va el sacerdote, todos a él, tiradle y matémosle.' Y fue singular providencia de Dios que, habiendo cargado sobre aquel pobre indio toda la furia de los enemigos, siendo flecheros tan diestros, y llovido una infinidad de saetas, ninguna le tocó. Quedé admirado de su lealtad, y más de la providencia divina."