Experiencia

Autor: Padre Carlos G. Valles, S.J.

Web: Carlos G. Vallés

   

  

He estado en la Convención Mundial de Jainistas en Chicago, y entre los muchos bellos recuerdos que de ella me he traído voy a contar uno.

En el inmenso comedor del Rosemont Centre comíamos diez mil personas en organización perfecta. La comida era puramente vegetariana, sin carne ni pescado ni huevos ni nada que creciera bajo tierra como patatas o cebollas, ni tuviera simientes como tomates o berenjenas, ya que las simientes tienen más vida y se trata de evitar lo más posible la violencia en la alimentación.

Había algunas monjas jainistas, de las que llevan un pedacito de tela blanca sobre la boca para no herir al aire al hablar, ya que también consideran que el aire tiene vida (no para no tragarse insectos como se les dice a los turistas en la India). Eso sí, se retiraban el velo para comer sin hablar, pero ellas siempre comen de limosna pidiendo cada vez la comida diaria de casa en casa, aunque naturalmente sólo de familias jainistas cuya pureza culinaria les conste. Aquellos días se les hacía fácil la petición de comida, pues venían al inmenso comedor y los camareros les servían en sus cuencos algo de la comida vegetariana, y ellas lo comían con la mano de pie en silencio.

Yo pasaba por allí en busca de un asiento para mí cuando una de las monjas me vio, me reconoció y por gestos me dijo algo que yo entendí enseguida. Me pedía que fuera yo el que le pusiera la comida en su cuenco en vez del camarero. Esto tenía su sentido. El acto de dar la comida a una monja se considera un acto de mucho mérito religioso para quien la da y para quien la recibe. Ella quiso bellamente ofrecerme a mí ese mérito mientras ella se honraba con que fuera yo quien la servía.

Me llegó al alma el breve momento. Le serví algo mínimo pues ella indicaba por gestos que comía poquísimo, la miré a los ojos mientras ella también me miraba con una gran sonrisa ocultada por su lienzo blanco pero reflejada en sus grandes ojos, nos saludamos con una inclinación de cabeza, y ella se fue a un rincón a comer de su cuenco con la mano, mientras yo buscaba una silla vacía y me disponía a comer mi comida vegetariana con más alegría interior que el menú más gastronómico de cocina mediterránea. Además a los otros comensales como yo se nos supeditaba una cucharilla de plástico en caso de que no quisiéramos comer con la mano. Pero la comida sabía mucho mejor comiendo con los dedos. Casi engordé aquellos días.