El perro critico

Autor: Padre Carlos G. Valles, S.J.

Web: Carlos G. Vallés

   

  

Me disponía yo a dar una conferencia a un pequeño grupo de unas veinte personas sentadas en círculo de sillas en una habitación abierta a un jardín. Casi todas ellas eran desconocidas para mí. Las fui saludando según iban entrando y sentándose. Y de repente algo me sorprendió. Una pareja joven entró con un gran perro negro de compañía bien atado a su correa. Se acomodaron en sendas sillas, soltaron al perro, y éste se tumbó a sus pies entre los dos.

No tengo nada contra los perros, pero no estoy acostumbrado a que formen parte de mi auditorio, y menos tan de cerca. Mi primer impulso fue el pedirles que dejasen el perro fuera en el jardín, por favor, pues me distraía a mí, e iba a entorpecer la charla y el diálogo. ¿Qué hago yo si se pone a ladrar?

Afortunadamente me contuve a tiempo. Si se marchaba el perro, se marchaban sus amos, o se quedarían pero molestos, y el incidente estropearía más aún el ambiente que si se quedaba el animalito. Reaccioné rápidamente y dije textualmente a la pareja en presencia de todos: "Gracias por haber traído el perro. Será el mejor juez de cómo va la charla. Si todos estamos a gusto, él lo estará también, y si el perro se inquieta querrá decir que algo va mal. Bienvenido, perrito." Y comencé la charla.

Lo grande fue que yo mismo me creí al instante lo que había dicho. Caí en la cuenta de que si habían traído al perro era porque se fiaban de su conducta, y que el perro en su sentido certero de juzgar ambientes y personas por instinto infalible, sería el mejor reflejo de cómo iba la charla.

El tal perrito era un ejemplar enorme de pelo negro brillante y larga cola, se tumbó educadamente en el suelo junto a sus amos, y quedó inmóvil. Yo empecé a hablar, mirando a todos en redondo pero sin perder de vista al huésped especial. Me interesaban sus reacciones.

Reaccionaba bien. Cuando yo contaba algún chiste y la gente se reía, él movía la cola. Cuando alguien hacía alguna pregunta, él levantaba la cabeza y miraba al interlocutor. Cuando yo respondía, me miraba a mí y colocaba la cabeza entre las patas como reconociendo que yo era el que mandaba allí. Era verdad que reflejaba bien el ambiente del grupo. Además no hacía preguntas.

Sin embargo al cabo de un rato me decepcionó. Sin decir nada a nadie se levantó, y como estaba suelto se marchó por la puerta y desapareció. Honradamente lo sentí. Yo que antes no hubiera querido que entrara el perro, ahora sentía que se marchase. Vi que ya no le interesaba mi charla, y con una libertad envidiable que ya no tenemos los humanos, sencillamente se levantaba delante de todo el mundo y se marchaba tranquilamente en mis narices. Me daba el plantón. ¡Vaya crítico!

Pero me equivocaba. Al muy poco rato el mismo perro volvió por su cuenta... ¡y con él se traía a otro perro! Aquello fue maravilloso. Los dos perros se sentaron juntos en el suelo, y allí estuvieron hasta el fin de la charla sin moverse ya. No aplaudieron al final, pero fueron los que más me animaron. Me salió una charla muy ecológica.