Documentos de la Iglesia. 

Carta Enciclica Veritatis Splendor del Sumo Pontífice Juan Pablo II a todos los Obispos de la Iglesia Sobre algunas cuestiones fundamentales de la enseñanza moral de la Iglesia

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

En opinión de varios expertos, esta encíclica «Veritatis splendor» de Juan Pablo II es el documento más importante de los que se han publicado en este prolífico Pontificado después del Catecismo; fluyendo por el cauce de la recta doctrina, constituye su orientación decisiva a la polémica abierta en torno al liberalismo y a la capacidad humana de decisión autónoma sobre lo que está bien y lo que está mal. 

Ya en 1832, al publicar la encíclica «Mirari vos», el Papa Gregorio XVI, condenando las tesis de Félicité Robert de Lamennais a favor de una aceptación del incipiente liberalismo ideológico, aportaba una solución urgente, y quizá por eso incompleta, a un problema capital que habían suscitado primero los filósofos y escritores de la Ilustración y, a la postre, la sangrienta y decisiva Revolución Francesa. Lamennais respondió al Papa en un libro brillante y doliente -«Paroles d'un croyant»- que mereció otra encíclica condenatoria del mismo Pontífice -la «Singulari nos»- y que dificultó definitivamente la solución de un problema que, de haberse controlado en su momento, habría ahorrado a la Iglesia más de un siglo de incomprensiones y librado a la sociedad de tenebrosas experiencias tan amargas como las dictaduras hitleriana y estalinista. En el «Ensayo sobre la indiferencia», con que Lamennais había iniciado brillantemente su carrera, asentaba que «la sociedad es el estado necesario del hombre» 

-tesis heredada de De Maistre y de Chateaubriand-, y que «la religión es tan necesaria como la sociedad, pues, sin ella, el hombre no podría existir». Por último, Lamennais afirma en su primera gran obra que «toda verdadera legislación parte de Dios, que es el principio eterno del orden y del poder universal de la sociedad. En caso contrario -dice-, sólo veo arbitrariedad y despotismo, la soberanía profanada por la violencia; sólo veo hombres que dominan descaradamente a otros hombres; sólo veo esclavos y tiranos».

Unos años después, este hombre fue condenado por la Iglesia. El asunto superó la simple aventura editorial ligada al periódico «L'Avenir» -que duró poco más de un año-; Lamennais insistió, en una época muy confusa, en reclamar la separación entre Iglesia y Estado; la libertad de religión y de conciencia; la libertad de Prensa, de asociación y de enseñanza. Con ello, se estaba deslizando hacia posiciones netamente políticas en las que coincidía con los enemigos más radicales de la Iglesia y que, precisamente por ello, la Iglesia veía con recelo.

El problema era, en esencia, la relación existente entre verdad y autoridad, entre verdad y libertad y, a la postre, entre verdad y conciencia. Hasta la Revolución Francesa, el sistema de gobierno establecía que el poder procede de Dios, que se lo entrega al Rey, el cual lo ostenta para bien del pueblo; esto implica que el Monarca tiene sobre sí unos principios absolutos -la ética natural- que no puede olvidar sin hacerse culpable de un grave delito y que, si lo hace, puede hacerse merecedor del tiranicidio -justificado incluso por Santo Tomás-. Con la Revolución, el poder queda en manos del pueblo, quien lo delega en unos gobernantes que elige más o menos democráticamente; rápidamente desaparece la referencia a Dios como otorgador de ese poder y, con el paso de los años, se diluye el concepto de ley natural, que no queda sustituido con la misma fuerza por los emergentes «derechos fundamentales» de la persona.

El mismo Concilio Vaticano II ofrece, sobre todo con la constitución «Gaudium et Spes» una respuesta a la relación entre libertad y verdad, entre moralidad y democracia. Es la argumentación había esbozado Juan XXIII en la «Mater et Magistra» y en la «Pacem in Terris» y que lo fue también por Pablo VI en su interesante y rico magisterio -sobre todo en «Pulorum progressio»-. La diferencia de Juan Pablo II al hacer pública la «Veritatis splendor» en su decimoquinto año de gobierno, cuatro años después de la caída del marxismo y en plena crisis económica y de valores -con un pasotismo generalizado y un orden mundial manifiestamente inoperante para corta rlas masacres de aquí y de allá y la hambruna de medio mundo- es que puede hablar desde la experiencia y hacer comprender que la Iglesia está en lo cierto no sólo porque argumenta con razones más o menos discutibles, sino porque los hechos y la propia realidad así lo han venido a demostrar. Por esto, la «Veritatis splendor» no sólo aduce argumentos acerca de la validez de la ley natural, sino que constantemente hace recordar y ver las consecuencias que acarrean las erróneas tesis que condena: el subjetivismo que mina las relaciones sociales, la manipulación de las conciencias por los medios de comunicación, el servilismo de esas mismas conciencias a favor de lo más cómodo y no de lo más justo, la utilización de la libertad para justificar incluso la opresión de las minorías por las mayorías.

Posiblemente, el núcleo básico de la encíclica se halle en la clarificación que el Pontífice establece en la relación entre democracia y derechos fundamentales de la persona. El capítulo tercero, sobre «la moral y la renovación de la vida social y política», expresa cuestiones de verdadero fundamento. Expone que «el totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo; si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás. La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social ni la Nación o el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría, marginándola, oprimiéndola, explotándola o incluso intentando destruirla».

Con estas palabras Juan Pablo no dice nada que no haya afirmado antes, así en la encíclica «Centesimus annus», publicada en 1991, pero aquí lo expresa en un contexto más amplio y referido explícitamente a las consecuencias que, para el gobierno justo de los pueblos, tiene la omisión de los derechos inalienables de la verdad, de los cuales dependen los derechos no menos inalienables de la persona y que están por encima incluso de los derechos de la libertad. Plantea con toda franqueza que, por encima de los poderes públicos, igual que en las antiguas monarquías, debe existir una ley natural -llámese en lenguaje moderno «derechos fundamentales de la persona» que no pueden ser violados por nadie, por mucha mayoría absoluta que se tenga en los Parlamentos, y que si se vulneran legislando en su contra o aplicando la fuerza al margen de la ley, quedan fuera de fa legitimidad aunque se mantengan dentro de la legalidad.

Juan Pablo II recuerda a los fieles que el magisterio tiene el derecho y el deber de establecer normas morales y no sólo de opinar con autoridad en cuestiones estrictamente de fe; añade que es !a única instancia que tiene esa prerrogativa y que los creyentes deben de conocer el magisterio moral de la Iglesia y de practicarlo, pues la libertad de la conciencia no es con respecto a la verdad -y la verdad interna de la Iglesia es revelada, no deducida o consensuada-, sino en la verdad. Y exhorta, como San Pablo, a los obispos que velen para que estos derechos de la verdad se respeten, por desagradable e impopular que esto les pueda resultar o parecer. 

En resumen, la colisión entre verdad, libertad y conciencia se plantea en la «Veritatis splendor» en toda su intensidad, de modo, que el punto nuclear de la encíclica. El Papa establece que, sin mermar en nada los derechos legítimos de la libertad y de la conciencia individual, la primacía está en la verdad objetiva. Condena las «doctrinas que atribuyen a cada individuo o a los grupos sociales la facultad de decidir sobre el bien y el mal: la libertad humana podría crear los valores y gozaría de una primacía sobre la verdad, hasta el punto que la verdad misma sería considerada una creación de la libertad; la cual reivindicaría tal grado de autonomía moral que prácticamente significaría su soberanía absoluta». Es la verdad la que hace libre al hombre y por eso existe la obligación moral de buscar la verdad y de seguirla, «solamente mediante la obediencia se permanece en la verdad» y es por esta soberanía de la verdad objetiva por lo que los poderes públicos no pueden convertirse en absolutos y totalitarios.