Documentos de la Iglesia. 

Textos del concilio Vaticano II

Carta apostólica a lo jóvenes del mundo

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 


Esta carta que S. S. dirige a los jóvenes es un verdadero acierto. La juventud es la etapa vital del hombre, el momento fundamental de la vida humana. Hoy, desgraciadamente, se aprecia en gran parte de los jóvenes un distanciamiento preocupante de todo lo relativo a la Iglesia. Sufren el ataque feroz del laicismo galopante, del hedonismo prometedor y del materialismo imperante con el culto al físico y al dios dinero. El alma se llena de angustia cuando los ve afandos por el éxito efímero, alocados en la vida fácil y destrozados por las sustancias nocivas y engañosas. Eran y siguen siendo alsolutamente necesarias y perentorias las palabras del Papa, para orientar a las familias y a los muchachos hacia enfoques de vida sana y responsable en que busquen vivir en la verdad y la libertad reales y duraderas: "Si permanecéis en mi doctrina, sois de veras discípulos míos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8,31-32); "yo soy el camino la verdad y la vida" (Jn 14,6). Es preciso imbuirles esta verdad de Jesucristo; la juventud es la esperanza, el futuro del difícil caminar por este mundo injusto. Los jóvenes pertrechados de una sólida formación y provistos de un humanismo de plenitud podrán ser los dirigentes idóneos que eliminen la injustica, implanten la paz y conduzcan a la sociedad hacia el amor evangélico. Alcanzar la justicia está en sus manos; a ellos pertenece el futuro. Juan Pablo, con gran entusiasmo y convencimiento, ruega e implora a los jóvenes que den razón de su esperanza a esta humanidad sufriente que confiada espera, en su decidida toma de conciencia, la resolución de muchas lacras que la aquejan. Les hace una llamada urgente a que vivan la vocación cristiana, una vocación que ha de ser de vida comprometida con Jesucristo que, mirándolos a los ojos, con ternura, les ofrece su "ven y sígueme". Esta mirada fue la respuesta de Cristo al testimonio que el joven había dado de su vida hasta aquel momento, o sea, haber actuado según los mandamientos de Dios «Todo esto lo he guar­dado desde mi juventud. ¿Qué queda aún?» (Mt 19,20). Cristo lo miró con amor. Jesús siempre mira con pasión misericordiosa. Su «mirada de amor» fue la invitación a emprender, dejándolo todo, una vida dedicada a empresas más altas. Si­guiendo la redacción de Mateo, fue el mismo joven el que inició la resolución final, pues, habiendo constatado su fidelidad en el cumplimiento de los mandamientos del Decálogo, que señalaba su conducta anterior, le hizo la última y espacialísima pregunta: ¿Qué queda aún?, ¿qué más tengo que hacer? Y Cristo le da la respuesta, que a él no le gustó, y entristecido se marchó; y dejando aquel diálogo, bajo los ojos amorosos de Jesús, frustó y desechó todo el cúmulo de perfección que le ofrecía el seguimiento de Cristo, porque «amaba las riquezas»; por su miopía vocacional, perdió los tesoros del apostolado y los bienes del Reino. La pregunta es de una gran importancia; muestra que, en el espíritu de todo joven, que planifica el camino de su vida, late la aspiración a un «algo más». Es un deseo, que percibido de muy diferentes formas, se siente también por gentes, que a nuestro parecer, andan por otros derroteros y distantes de nuestro modo de entender el impulso religioso hacia Dios. Hay en el mundo hombres fervorosos de religiones no cristia­nas, especialmente en el Budismo, el Hinduismo y el Islamismo, que desde hace miles de siglos y desde su juventud, lo dejan todo para vivir la pobreza y la pureza en la dedicación a la Divinidad, y tratan de alcanzar la libe­ración perfecta, en su entrega a Dios con amor y con­fianza y sólo buscan cumplir su voluntad. Siguen decididos la llamada interior que resuena fuerte allá en las honduras de su alma, casi oyendo las palabras de San Pablo: «Pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7,31), para ir tras lo grande y duradero: «Buscad las cosas de arriba » (Col 3,1), purificando su alma e impartiendo el amor. El ansia de perfección halla su cauce en el Evangelio. Cristo, en las Bienaventuiranzas (Mt 5,3-12), establece la norma moral y, al mismo tiempo, da un sentido nuevo centrado en la caridad, no como man­dato, sino como don: « ... el amor de Dios se ha derramado en vuestros corazones por vir­tud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5); y, así, los manda­mientos, forman el código esencial de la moral cristiana, que se suplementa con las enseñanzas evangélicas, con­cretando, especialmente, la llamada de Cristo a la per­fección, a encumbrarse a la cumbre de la santidad, por los peldaños de la vida diaria, subiendo por al acción del Espíritu Santo, desde una vida según los mandamientos a otra vida consciente del don, que ofrece Jesucristo en su mirada plena de amor, que muestra el camino de perfección: «Si quieres ser perfecto ... y ven y sígueme» (Mt 19.21) 
 
CARTA APOSTÓLICA DEL PAPA JUAN PABLO II 
A LOS JÓVENES DEL MUNDO 
 
Queridos amigos: 
VOTOS PARA EL AÑO DE LA JUVENTUD 
 
«Siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (1Pe 3,15). Estos son los votos que formulo para vosotros, jóvenes, desde el comienzo del año en curso. El 1985 ha sido proclamado por la Organización de las Naciones Unidas como Año Internacional de la juven­tud, lo cual reviste un significado múltiple ante todo para vosotros mismos, y también para todas las gene­raciones, para cada persona, para las comunidades y para toda la sociedad. Esto reviste asimismo un par­ticular significado para la Iglesia en cuanto deposi­taria de verdades y valores fundamentales, y a la vez servidora de los destinos eternos que el hombre y la gran familia humana tienen en Dios mismo.Si el hombre es el camino fundamental y coti­diano de la Iglesia, entonces se comprende bien por qué la Iglesia atribuye una especial importancia al período de la juventud como una etapa clave de la vida de cada hombre. Vosotros, jóvenes, encarnáis esa juventud. Vosotros sois la juventud de las nacio­nes y de la sociedad, la juventud de cada familia y de toda la humanidad. Vosotros sois también la juventud de la Iglesia. Todos miramos hacia voso­tros, porque todos nosotros en cierto sentido volve­mos a ser jóvenes constantemente gracias a vosotros. Por eso, vuestra juventud no es sólo algo vuestro, algo personal o de una generación, sino algo que pertenece al conjunto de ese espacio que cada hombre recorre en el itinerario de su vida, y es a la vez un bien especial de todos. Un bien de la humanidad misma. En vosotros está la esperanza, porque pertenecéis al futuro, y el futuro os pertenece. En efecto, la esperanza está siempre unida al futuro, es la espera de los «bienes futuros». Como virtud cristiana ella está unida a la espera de aquellos bienes eternos que Dios ha prometido al hombre en Jesucristo. Y con­temporáneamente esta esperanza, en cuanto virtud cristiana y humana a la vez, es la espera de los bienes que el hombre se construirá utilizando los talentos que le ha dado la Providencia. En este sentido a vosotros, jóvenes, os pertenece el futuro, como una vez perteneció a las generacio­nes de los adultos y precisamente también con ellos se ha convertido en actualidad. De esa actualidad, de su forma múltiple y de su perfil son responsables ante todo los adultos. A vosotros os corresponde la responsabilidad de lo que un día se convertirá en actualidad junto con vosotros y que ahora es todavía futuro. Cuando decimos que a vosotros os corresponde el futuro, pensamos en categorías humanas transi­torias, en cuanto e1 hombre está siempre de paso hacia el futuro. Cuando decimos que de vosotros depende el futuro, pensamos en categorías éticas, según las exigencias de la responsabilidad moral que nos impone atribuir al hombre como persona -y a las comunidades y sociedades compuestas por perso­nas- el valor fundamental de los actos, de los propósitos, de las iniciativas y de las intenciones humanas. Esta dimensión es también la dimensión propia de la esperanza cristiana y humana. En esta dimensión el primer y fundamental voto que la Iglesia, a través de mí, formula para vosotros, jóvenes, en este año dedicado a la juventud es que estéis «siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere».CRISTO HABLA CON LOS JÓVENES Estas palabras, escritas un día por el apóstol Pedro a la primera generación cristiana, están en relación con todo el Evangelio de Jesucristo. Nos daremos cuenta de esta relación de modo más claro, cuando reflexionemos sobre el coloquio de Cristo con el joven referido por los evangelistas (Cf Mc 10, 17-22; Mt 19, 16-22; Lc 18, 18-23). Entre muchos otros textos bíblicos es éste el primero que debe ser recordado aquí. A la pregunta: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?», Jesús responde con esta pregunta: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino sólo Dios ». Y añade: «Ya sabes los mandamientos: No matarás, no adulte­rarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre». Con estas palabras Jesús recuerda a su interlocutor algunos de los mandamientos del Decálogo. Pero la conversación no termina ahí. En efecto, el joven afirma: «Maestro, todo esto lo he guardado desde mi juventud». Entonces -escribe el evangelista- «Jesús, poniendo en él los ojos, le amó y le dijo: Una sola cosa te falta: vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme».En este momento cambia el clima del encuentro. El evangelista escribe del joven que «se anubló su semblante y se fue triste, porque tenía mucha ha­cienda» (Mc 10, 17-22).Hay otros pasajes del Evangelio en los que Jesús de Nazaret encuentra a jóvenes. Particularmente su­gestivas son las dos resurrecciones: la de la hija de Jairo (Cf Lc 8, 49-56) y la del hijo de la viuda de Naín (Cf Lc 7, 11-17). Sin embargo, podemos admitir que el coloquio antes citado es sin duda el encuentro más completo y más rico de contenido. Se puede decir también que éste tiene carácter más universal y ultratemporal; es decir, que vale en cierto sentido, constante y conti­nuamente, a lo largo de los siglos y generaciones. Cristo habla así con un joven, con un muchacho o muchacha; conversa en diversos lugares de la tierra en medio a las diversas naciones, razas y culturas. Cada uno de vosotros es un potencial interlocutor en este coloquio. Al mismo tiempo todos los elementos de la descripción y todas las palabras dichas por ambas partes en tal conversación tienen un significado muy esencial, poseen su peso específico. Se puede decir que estas palabras contienen una verdad particular­mente profunda sobre el hombre en general y, en especial, la verdad sobre la juventud humana. Son en verdad importantes para los jóvenes. Permitidme, por ello, que como línea de fondo relacione mis reflexiones en esta Carta con ese encuentro y con ese texto evangélico. Quizá de esta manera será más fácil para vosotros desarrollar el propio coloquio con Cristo, un coloquio que es de importancia fundamental y esencial para un joven. 
LA JUVENTUD UNA RIQUEZA SINGULAR 
 
3. Comenzaremos por lo que se encuentra al final del texto evangélico. El joven se fue triste «porque tenía mucha hacienda».Sin duda esta frase se refiere a los bienes mate­riales, de los que el joven era propietario o heredero. Quizá es ésta la situación propia de algunos, pero no es la típica. Por ello las palabras del evan­gelista sugieren otra visión del problema: se trata del hecho de que la juventud por sí misma (prescin­diendo de cualquier bien material) es una riqueza sin­gular del hombre o de un mu­chacho y en la mayor parte de los casos es vivida por los jóvenes como una específica riqueza. Hay sin embargo razones ---incluso de tipo ­objetivo— para pensar en la juventud como en una singular riqueza que el hombre experimenta precisa­mente en tal período de su vida. Se distingue ciertamente del período de la infancia, como se distin­gue también del período de la plena madurez. Efecti­vamente, e1 período de la juventud es el tiempo de un descubrimiento partícularmente intenso del « yo » humano y de las propiedades y capacidades que éste encierra. A la vista interior de la personalidad en desarrollo del joven se abre gradual y sucesivamente aquella específica --en cierto sentido única e irrepetible- potencialidad de una humanidad concreta, en la que está como inscrito el proyecto completo de la vida futura. La vida se delinea como la realización de tal proyecto, como «autorreali­zación». Se revela precisamente tal per fil y forma de riqueza que es la juventud. Es la riqueza de descubrir y a la vez de programar, de elegir, de prever y de asumir como algo propio las primeras decisiones, que tendrán importancia para el futuro en la dimensíón estrictamente personal de la existen­cia humana y, a1 mismo tiempo, tales decisiones tienen no poca importancia social. 
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SOBRE LA MORAL Y LA CONCIENCIA6. ¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna? A este interrogante Jesús responde: «Ya sabes los mandamientos», y a continuación enumera di­chos mandamientos que forman parte del Decálogo. Moisés los había recibido sobre el monte Sinaí en el momento de la Alianza entre Dios e Israel. Fueron escritos sobre tablas de piedra y constituían para todo israelita una diaria indicación del camino. E1 joven que habla con Cristo conoce naturalmente de memoria los mandamientos del Decálogo; es más, puede decir con alegría; «Todo esto lo he guardado desde mi juventud».Hemos de suponer que en este diálogo que Cristo sostiene con cada uno de vosotros, jóvenes, se repita la misma pregunta: ¿Sabes los mandamientos? Esta se repetirá infaliblemente, porque los mandamientos forman parte de la Alianza entre Dios y la huma­nidad. Los mandamientos determinan las bases esen­ciales del comportamiento, deciden el valor moral de los actos humanos, permanecen en relación orgá­nica con la vocación del hombre a la vida eterna, con la instauración del Reino de Dios en los hombres y entre los hombres. En la palabra de la Revelación divina está escrito con claridad el código de la mora­lidad del cual permanecen como punto clave las tablas del Decálogo del monte Sinaí y cuyo ápice se encuentra en el Evangelio: en el sermón de la montaña y en el mandamiento del amor. Este código de moralidad encuentra al mismo tiempo otra redacción. Dicho código está inscrito en la conciencia moral de la humanidad, de tal manera que quienes no conocen los mandamientos, esto es, la ley revelada por Dios, «son para sí mismos Ley» (Rm 2,14). Así lo escribe San Pablo en la carta a los Romanos; y añade a continuación: «Con esto mues­tran que los preceptos de la Ley están inscritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia» (Rm 2,15). Tocamos aquí problemas de suma importancia para vuestra juventud y para el proyecto de vida que de ella emerge. Dicho proyecto se conforma con la perspectiva de la vida eterna en primer lugar a través de la verdad de las obras sobre las que será construido. La verdad de las obras halla su fundamento en aquella doble redacción de la ley moral: la que se encuentra escrita en las tablas del Decálogo de Moisés y en el Evangelio y la que está esculpida en la conciencia moral del hombre. Y la conciencia se presenta como testigo de aquella ley, como escribe San Pablo. Esta conciencia -según las palabras de la carta a los Romanos- son «las sentencias con que entre sí unos y otros se acusan o se excusan». Cada uno sabe hasta qué punto estas palabras corresponden a nuestra realidad interior; cada uno de nosotros desde la juventud experimenta la voz de la conciencia. Por tanto, cuando Jesús en el coloquio con el joven enumera los mandamientos: «No matarás, no adulterarás, no robarás, no levantarás falso testi­monio, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre», la recta conciencia responde a las respecti­vas obras del hombre con una reacción interior: ella acusa o excusa. Hace falta, sin embargo, que la conciencia no esté desviada; hace falta que la formu­lación fundamental, de los principios de la moral no ceda a la deformación bajo la acción de cualquier tipo de relativismo o utilitarismo.¡Queridos jóvenes amigos! La respuesta que Jesús da a su interlocutor del Evangelio se dirige a cada uno y a cada una de vosotros. Cristo os inte rroga sobre el estado de vuestra sensibilidad moral y pregunta al mismo tiempo sobre el estado de vuestras conciencias. Es ésta una pregunta clave para el hom­bre; es el interrogante fundamental de vuestra juven­tud, válida para todo el proyecto de vida que, preci­samente, ha de construirse durante la juventud. Su valor es el que está más estrechamente unido a la relación que cada uno de vosotros tiene respecto al bien y al mal moral. El valor de este proyecto depende en modo esencial de la autenticidad y de la rectitud de vuestra conciencia. Depende también de su sensibilidad. De esta manera nos hallamos aquí en un mo­mento crucial, en el que temporalidad y eternidad se encuentran a cada paso a un nivel que es propio del hombre. Es el nivel de la conciencia, el nivel de los valores morales; ésta es la dimensión más impor­tante de la temporalidad y de la historia. En efecto, la historia se escribe no sólo con los acontecimien­tos que se suceden en cierta manera « desde fuera » sino que está inscrita antes que nada « desde den­tro »: es la historia de la conciencia humana, de las victorias o de las derrotas morales. Aquí encuentra también su fundamento la esencial grandeza del hombre; su dignidad auténticamente humana. Este es el tesoro interior con el que el hombre se supera constantemente a sí mismo en dirección a la eter­nidad. Si es verdad que «está establecido que los hombres mueren una sola vez» es también verdad que el tesoro de la conciencia, el depósito del bien y del mal, lo lleva el hombre más allá de la frontera de la muerte para que, en presencia de Aquél que es la santidad misma, encuentre la última y definitiva verdad sobre toda su vida: «Después de esto viene el juicio».Así sucede precisamente con la conciencia: en la verdad interior de nuestros actos se halla, en un cierto sentido, constantemente presente la dimen­sión de la vida eterna. Y a la vez la misma conciencia, a través de los valores morales, imprime el sello más expresivo en la vida de las generaciones, en 1a historia y en la cultura de los ambientes humanos, de la sociedad, de las naciones y de la humanidad entera.¡Cuánto depende en este campo de cada uno y cada una de vosotros!«JESÚS, PONIENDO EN ÉL LOS OJOS,LO AMÓ»
 
7. Continuando en el examen del coloquio de Cristo con el joven, entramos ahora en otra fase. Esta es-nueva y decisiva. El joven ha recibido la respuesta esencial y fundamental a su pregunta: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». Y esta respuesta coincide con todo el camino reco­rrido hasta ahora en su vida: «Todo esto lo he guar­dado desde mi juventud». ¡Cómo deseo ardiente­mente para cada uno de vosotros que el camino de vuestra vida recorrido hasta ahora coincida de igual modo con la respuesta de Cristo! Más aún, deseo que la juventud os dé una base robusta de sanos principios; que vuestra conciencia consiga ya en estos años de la juventud aquella transparencia madura que en vuestra vida os permitirá a cada uno ser siempre «personas de conciencia», «personas de principios», «personas que inspiran confianza», esto es, que son creíbles. La personalidad moral así formada constituye a la vez la contribución más esencial que vosotros podréis aportar a la vida comunitaria, a la familia, a la sociedad, a la actividad profesional y también a la actividad cultural o polí­tica, y, finalmente, a la comunidad misma de la Iglesia con la que estáis o podréis estar ligados un día.Se trata aquí a la vez de una plena y profunda autenticidad de la humanidad y de una igual auten­ticidad en el desarrollo de la personalidad humana, femenina o masculina, con todas las características que constituyen el rasgo irrepetible de esta persona­lidad y que al mismo tiempo provocan una múltiple resonancia en la vida de la comunidad y de los ambientes, comenzando por la familia. Cada uno de vosotros debe contribuir de algún modo a la riqueza de estas comunidades, en primer lugar, mediante lo que él es. ¿No se abre en esta dirección la juventud que es la riqueza «personal» de cada uno de voso­tros? El hombre se lee a sí mismo, su propia huma­nidad, tanto como el propio mundo interior, cuanto como el terreno específico del ser «con los demás», «para los demás».Justamente aquí asumen un significado decisivo los mandamientos del Decálogo y del Evangelio, especialmente el mandamiento de la caridad que abre al hombre hacia Dios y hacia el prójimo. La caridad es el vínculo de la perfección. (...)Si buscamos el principio de esta mirada debemos volver al libro del Génesis, en que tras crear al hombre  «varón y hembra», Dios vio que «era muy bueno». Esta primera mirada del Creador se refleja en la mirada de Cristo que acompaña la conversación con el joven del Evangelio.Sabemos que Cristo confirmará y sellará esta mi­rada con el sacrificio redentor de la Cruz, puesto que precisamente por medio de este sacrificio, aquella «mirada» ha alcanzado una particular profundidad de amor. En ella está contenida una tal afirmación del hombre y de la humanidad de la que sólo Cristo, Redentor y Esposo, es capaz. Solamente El conoce lo que hay en el hombre: conoce su debilidad pero conoce también y sobre todo su dignidad. Deseo a cada uno y cada una de vosotros que descubráis esta mirada de Cristo y que la experimen­téis hasta el fondo. No sé en qué momento de la vida. Pienso que el momento llegará cuando más falta haga; acaso en el sufrimiento, acaso también con el testimonio de una conciencia pura como en el caso del joven del Evangelio, o acaso precisa­mente en la situación opuesta: junto al sentimiento de culpa, con el remordimiento de conciencia. Cristo, de hecho, miró también a Pedro en la hora de su caída, cuando por tres veces había negado a su Maestro. Al hombre le es necesaria esta mirada amorosa; le es necesario saberse amado, saberse amado eter­namente y haber sido elegido desde la eternidad. Al mismo tiempo, este amor eterno de elección di­vina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de amor de Cristo. Y acaso con mayor fuerza en el momento de la prueba, de la humillación, de la persecución, de la derrota, cuando nuestra huma­nidad es casi borrada a los ojos de los hombres, es ultrajada y pisoteada; entonces la conciencia de que el Padre nos ha anuado siempre en su Hijo, de que Cristo ama a cada uno y siempre, se convierte en un sólido punto de apoyo para toda nuestra existen­cia humana. Cuando todo hace dudar de sí mismo y del sentido de la propia existencia, entonces esta mirada de Cristo, esto es, la conciencia del amor que en El se ha mostrado más fuerte que todo mal y que toda destrucción, dicha conciencia nos permite sobrevivir. Os deseo, pues, que experimentéis lo que sintió el joven del Evangelio: «Jesús, poniendo en él los ojos, lo amó».