Documentos de la Iglesia. 

Textos del concilio Vaticano II

Mulieris Dignatem

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 



En la CARTA APOSTÓLICA MULIERIS DIGNITATEM, versión castellana de la Políglota Vaticana. Ed. "San Pablo". 1988. S. S. Juan Pablo II reflexiona sobre la dignidad y vocación de la mujer, en la Iglesia y en la sociedad. Expresa el sentido de agradecimiento, de admiración y de respeto hacia el ser esencial de la verdad femenina. Reconociendo la esencialidad y valores de la mujer, aún no llega a dar el paso definitivo que muestra Cristo en su Evangelio, al tratar y recibir a la mujer entre los "suyos" en orden de igualdad como discípulas, sin trabas ni tabúes sociales que lo arredrasen. Pero, esto llegará. Dios en su infinita sabiduría abrirá el capítulo, pues sus caminos son insondables. 

Esta encíclica desarrolla y actua­liza la enseñanza del Concilio Vaticano II contenida en el capítulo VIII de la constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia. Dicho capítulo lleva un título significativo: "La Santísima Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia". María, íntimamente unida al misterio salvífico de Jesucristo está también de modo muy especial en el misterio de la Iglesia, en Cristo se realiza la unión íntima con Dios y la unidad de toda la humanidad; así, la presencia de la Madre de Dios en la Iglesia nos lleva al vínculo especialísimo de María con el género humano. Se trata de la filiación del hombre en la que se conforma la herencia fundamental de todas las generaciones que evidencia aquel misterio bíblico: "Dios creó al hombre a su imagen y semejanza (Gn 1,27).

La actuación colegial de los obispos bajo la dirección del Papa surge del Evangelio. Los Doce, a los que Jesús llamó Apóstoles (Lc 6,13) constituían un Colegio (Mc 6,7.30), cuyo primado, Él concedió a Pedro (Mt 10,2), para confirmar en la fe, a los hermanos, apacentar las ovejas y completar el Colegio que deberá dar testimonio de Jesucristo hasta los confines de la tierra y el fin de los tiempos. Un concilio ecuménico tiene poder supremo en la Iglesia Universal (Can. 228,1). Pero sus decisiones no tienen valor legal por sí mismas, deben ser confirmadas y contar con la orden de promulgación del Pontífice. 

Los documentos de la Iglesia contienen profunda doctrina teológica y una enorme riqueza evangélica. Así, los textos conciliares han de conocerse y practicar su lectura asidua, tenerlos cerca, para meditar sobre ellos y hacerlos vida en el desenvolvimiento diario de este fragor de vida moderna. Atañen al cristiano que sigue los consejos evangélicos, que busca a Cristo y quiere ser discípulo que aspira a la perfección: Si estáis unidos a mí daréis mucho fruto (Jn 15,5). Sed perfectos, como Nuestro Padre es perfecto (Mt 5,48; 19,21). Tenemos la esperanza de que el roce asiduo con estos textos, materia de examen y meditación, procuren a los seguidores de la luz del Evangelio nuevos bríos que afiancen su vocación, al avanzar por camino tan fascinante como traza el Concilio y les iluminen para conseguir una continua renovación acorde con las exigencias de la vida santa, y alcanzar la gracia y la paz de parte de Dios Nuestro Padre y del Señor Jesucristo (Rm 1,7b). 



Somos conscientes de que los Documentos pontificios están suficientemente publicados y al alcance de cualquiera, pero nosotros no queremos que falten en nuestras paginas dedicadas a la difusión de la doctrina mariana. De ahí, que hoy tomemos esta carta, pues María es la "mujer" de la Biblia (Gn 3,15; Jn 2,4; 19,26) y expongamos al lector alguna consideración de su contenido para suscitar su acercamiento y meditación. 



CARTA APOSTÓLICA MULIERIS DIGNITATEM

VENERABLES HERMANOS, AMADÍSIMOS HIJOS E HIJAS, 

SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA


I. Introducción

UN SIGNO DE LOS TIEMPOS


La dignidad de la mujer y su vocación, objeto constante de la reflexión humana y cristiana, ha asu­mido en estos últimos años una importancia muy par­ticular. Esto lo demuestran, entre otras cosas, las intervenciones del Magisterio de la Iglesia, reflejadas en va­rios documentos del concilio Vaticano II, que en el mensaje final afirma: "Llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzados hasta ahora. Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del evangelio pueden ayudar mucho a que la humanidad no decaiga"'. Las palabras de este mensaje resumen lo que ya se había expresado en el Magisterio conciliar, especialmente en la constitución pastoral Gau­dium et spes y en el decreto Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los seglares.

Tomas de posición similares se habían manifestaro ya en el período preconciliar, por ejemplo, en varios discursos del papa Pío XII 4 y en la encíclica Pacem in terris, del papa Juan XXIII. Después del concilio Vaticano II, mi predecesor Pablo VI expresó también el alcance de este "signo de los tiempos", atribuyendo el título de doctoras de la Iglesia a Santa Teresa de Jesús y a Santa Catalina de Siena, y además institu­yendo, a petición de la Asamblea del Sínodo de los Obispos en 1971, una comisión especial cuya finalidad era el estudio de los problemas contemporáneos en relación con la "efectiva promoción de la dignidad y de la responsabilidad de las mujeres"'. Pablo VI, en uno de sus discursos, decía; entre otras cosas: "En efecto, en el cristianismo, más que en cualquier otra religión, la mujer tiene desde los orígenes un estatuto especial de dignidad, del cual el Nuevo Testamento da testi­monio en no pocos de sus importantes aspectos (...); es evidente que la mujer está llamada a formar parte de la estructura viva y operante del cristianismo de un modo tan prominente que acaso no se hayan todavía puesto en evidencia todas sus virtualidades".

Los Padres de la reciente Asamblea del Sínodo de los Obispos (octubre de 1987), que fue dedicada a "la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del concilio Vaticano II", se ocuparon nuevamente de la dignidad y de la vocación de la mujer. Entre otras cosas, abogaron por la profundización de los fundamentos antropológicos y teológi­cos necesarios para resolver los problemas referentes al significado y dignidad del ser mujer y del ser hombre. Se trata de comprender la razón y las consecuencias de la decisión del Creador, que ha hecho que el ser humano pueda existir sólo como mujer o como varón. Solamente partiendo de estos fundamentos, que permiten descubrir la profundidad de la dignidad y vocación de la mujer, es posible hablar de la presencia activa que desempeña en la Iglesia y en la sociedad.

Esto es lo que deseo tratar en el presente documento. La exhortación postsinodal, que se hará pública des­pués de éste, presentará las propuestas de carácter pas­toral sobre el cometido de la mujer en la Iglesia y en la sociedad, sobre las que los Padres sinodales han hecho importantes consideraciones, teniendo también en cuenta los testimonios de los auditores seglares -tanto mujeres como hombres- provenientes de las Iglesias particulares de todos los continentes.

II. Mujer - Madre de Dios ("THEOTÓKOS")



UNIÓN CON DIOS

3. "A1 llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer". Con estas palabras de la carta a los Gálatas (4,4) el apóstol Pablo relaciona entre sí los momentos principales que determinan de modo esencial el cumplimiento del misterio "preestablecido en Dios" (cf Ef 1,9). El Hijo, Verbo consustancial al Padre, nace como hombre de una mujer cuando llega "la plenitud de los tiempos". Este acontecimiento nos lleva al punto clave en la historia del hombre en la tierra, entendida como historia de la salvación. Es sig­nificativo que el Apóstol no llama a la Madre de Cristo con el nombre propio de "María", sino que la llama "mujer", lo cual establece una concordancia con las palabras del Protoevangelio en el libro del Génesis el (cf 3,15). Precisamente aquella "mujer" está presente en el acontecimiento salvífico central, que decide la plenitud de los tiempos" y que se realiza en ella y por medio de ella.

De tal manera inicia el acontecimiento central, acon­tecimiento clace en la historia de la salvación: la Pascua del Señor. Sin embargo, quizá vale la pena considerarlo a partir de la historia espiritual del hombre entendida de un punto más amplio, como se manifiesta a través de las diversas religiones del mundo. Citamos aquí las palabras del Concilio Vaticano II: "Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, ayer como hoy, conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hom­bre? ¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué es el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio y cuál la retribución después de la muerte? ¿Cuál es, finalmen­te, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia el cual nos dirigimos?" "Ya desde la antigüedad y hasta nues­tros días se encuentra en los distintos pueblos una cierta percepción de aquella fuerza misteriosa que se halla presente en la marcha de las cosas y en los acon­tecimientos de la vida humana, y a veces también el conocimiento de la Suma Divinidad e incluso del Padre".

Desde la perspectiva de este vasto panorama, que pone en evidencia las aspiraciones del espíritu humano a la búsqueda de Dios -a veces casi como "caminando a tientas" (cf Act 17,27)-, la "plenitud de los tiem­pos", de la que habla Pablo en su carta, pone de relieve la respuesta de Dios mismo, "en el cual vivimos, nos movemos y existimos" (cf Act 17,28). Éste es el Dios que "muchas veces y de muchos modos habló en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo" (cf Heb 1,1-2). El envío de este Hijo, consus­tancial al Padre, como hombre "nacido de mujer", constituye el punto culminante y definitivo de la auto­rrevelación de Dios a la humanidad. Esta autorrevela­ción posee un carácter salvífico, como enseña en otro lugar el concilio Vaticano II: "Quiso Dios con su bon­dad y sabiduría revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf Ef 1,9): por Cristo, la Pa­labra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la natu­raleza divina (cf Ef 2,18; 2Pe 1,4)".

La mujer se encuentra en el corazón mismo de este acontecimiento salvífico. La autorrevelaeión de Dios, que es la inescrutable unidad de la Trinidad, está con­tenida, en sus líneas fundamentales, en la anunciación de Nazaret. "Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo". "¿Cómo será esto puesto que no conozco varón?" "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios (...). Ninguna cosa es impo­sible para Dios" (Lc 1,31.37). Según los Padres de la Iglesia, la primera revelación de la Trinidad, en el Nuevo Testamento, ya se había dado en la anunciación. En una homilía atribuida a san Gregorio Taumaturgo se lee: "Estás llena de luz, oh María, en tu sublime reino espiritual. En ti el Padre, que no tiene principio y cuyo poder te ha cubierto, es glorificado. En ti el Hijo, que has llevado según la carne, es adorado. En ti el Espíritu Santo, que ha obrado en tu seno el nacimiento del gran Rey, es celebrado. Gracias a ti, oh llena de gracia, la Trinidad Santa y Consustancial ha podido ser conocida en el mundo" (Hom. 2 in Annuntiat. [-'irg. Martáe: PG 10,1169). Cf también SAN ANDRÉS DE Creta, In Annuntiat. B. Muriae: PG 97,909.

Es fácil recordar este acontecimiento en la perspecti­va de la historia de Israel -el pueblo elegido, del cual es hija María-, aunque también es fácil recordarlo en la perspectiva de todos aquellos caminos en los que la humanidad desde siempre busca una respuesta a las preguntas fundamentales y, a la vez, definitivas que más le angustian. ¿No se encuentra quizá en la anun­ciación de Nazaret el comienzo de aquella respuesta definitiva mediante la cual Dios mismo sale al encuentro de las inquietudes del corazón del hombre?'' Aquí no se trat solamente de palabras reveladas por Dios a través de los profetas, sino que con la respuesta de María realmente "el Verbo se hace carne" (cf Jn 1,14). De esta manera, María alcanza tal unión con Dios que supera todas las expectativas del espíritu humano. Supera incluso las expectativas de todo Israel y, en particular, de las hijas del pueblo elegido, las cuales, basándose en la promesa podían esperar que una de ellas llegaría a ser un día madre del Mesías. Sin embargo, ¿quién podía suponer que el Mesías prometido sería el "Hijo del Altísimo"? Esto era algo difícilmente imaginable según la fe monoteísta veterotestamentaria. Solamente en virtud del Espíritu Santo, que "extendió su sombra sobre ella, María pudo aceptar lo que era "imposible­ para los hombres, pero posible para Dios" (cf Mc 10,27).

FIIEOTÓKOS"

4. De esta manera "la plenitud de los tiempos" manifiesta la dignidad extraordinaria de la "mujer". Esta dignidad consiste, por una parte, en la elevación sobrenatural a la unión con Dios en Jesucristo, que de­termina la finalidad tan profunda de la existencia de cada hombre tanto sobre la tierra como en la eternidad. Desde este punto de vista, la "mujer" es la represen­tante y arquetipo de todo el género humano, es decir, representa aquella humanidad que es propia de todos los seres humanos, ya sean hombres o mujeres. Por otra parte, el acontecimiento de Nazaret pone en evi­dencia un modo de unión con el Dios vivo, que es propio sólo de la "mujer", de María, esto es, la unión entre madre e hijo. En efecto, la Virgen de Nazaret se convierte en la Madre de Dios.

Esta verdad, asumida desde el principio por la fe cristiana, tuvo una formulación solemne con el concilio de Éfeso (a. 431). La doctrina teológica sobre la Madre de Dios (Theotókos), sostenida por muchos Padres de la Iglesia, aclarada y definida en los concilios de Efeso (DS 251) y de Calcedonia (DS 301), ha sido propuesta de nuevo por el concilio Vaticano II, en el c. VIII de la const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium 52-69. Cf carta encíc. Redernptoris Mater 4,31-32, y las notas 9,78-83: l.c., 365, 402, 404. En contraposición a Nestorio, que consideraba a María exclusivamente como madre de Jesús-hombre, este concilio puso de relieve el signifi­cado esencial de la maternidad de la Virgen María. En el momento de la anunciación, pronunciando su "fiat", María concibió un hombre que era Hijo de Dios, con­sustancial al Padre. Por consiguiente, es verdaderamente la Madre de Dios, puesto que la maternidad abarca toda la persona y no sólo el cuerpo, así como también la "naturaleza" humana. De este modo, el nombre "Theo­tókos" -Madre de Dios- viene a ser el nombre pro­pio de la unión con Dios, concedido a la Virgen María.

La unión particular de la "Theotókos" con Dios -que realiza del modo más eminente la predestinación sobrenatural a la unión con el Padre concedida a todos los hombres ("filii in Filio")- es pura gracia y, como tal, un don del Espíritu. Sin embargo, y mediante una respuesta desde la fe, María expresa al mismo tiempo su libre voluntad y, por consiguiente, la participación plena del "yo" personal y femenino en el hecho de la encarnación. Con su "fiat" María se convirtió en el sujeto auténtico de aquella unión con Dios que se realizó en el misterio de la encarnación del Verbo consustan­cial al Padre. Toda la acción de Dios en la historia de los hombres respeta siempre la voluntad libre del "yo" humano. Lo mismo acontece en la anunciación de Na­zaret.



"SERVIR QUIERE DECIR REINAR""

Este acontecimiento posee un claro carácter interersonal: es un diálogo. No lo comprendemos plenamente si no situamos toda la conversación entre el ángel y María en el saludo: "llena de gracia". Todo el diálogo de la anunciación revela la dimensión esencial del acontecimiento: la dimensión sobrenatural (kejaritoméne). Pero la gracia no prescinde nunca de la naturaleza ni la anula, antes bien la perfecciona y la ennoblece. Por tanto, aquella "plenitud de gracia" concedida a la Virgen de Nazaret, en previsión de que legaría a ser "Theotókos", significa al mismo tiempo la plenitud de la perfección de lo "que es característico de la mujer", de "lo que es femenino". Nos encontramos aquí, en cierto sentido, en el punto culminante, el arquetipo de la dignidad personal de la mujer.

Cuando María, la "llena de gracia", responde a las palabras del mensajero celestial con su "fiat", siente la necesidad de expresar su relación personal ante el don que le ha sido revelado diciendo: "He aquí la esclava del Señor" (Lc 1,38). A esta frase no se le puede privar ni disminuir de su sentido profundo, sacándola artificialmente del contexto del acontecimiento y de todo el contenido de la verdad revelada sobre Dios y sobre el hombre. En la expresión "esclava del Señor" se deja traslucir toda la conciencia que María tiene de ser criatura en relación con Dios. Sin embargo, la palabra esclava", que encontramos hacia el final del diálogo de la anunciación, se encuadra en la perspectiva de la historia de la Madre y del Hijo. De hecho, este Hijo, que es el verdadero y consustancial "Hijo del Altísi­mo—, dirá muchas veces de sí mismo, especialmente en el momento culminante de su misión: "E1 Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir" (Mc 10,45).

Cristo es siempre consciente de ser el "Siervo del Señor", según la profecía de Isaías (cf 42,1; 49,3.6; 52,13), en la cual se encierra el contenido esencial de su misión mesiánica: la conciencia de ser el Redentor del mundo. María, desde el primer momento de su maternidad divina, de su unión con el Hijo que "el Padre ha enviado al mundo, para que el mundo se salve por él" (cf Jn 3,17), se inserta en el servicio mesiánico de Cristo. Precisamente este servicio constituye el fundamento mismo de aquel reino, en el cual "ser­vir" (...) quiere decir "reinar"". Cristo, "Siervo del Señor", manifestará a todos los hombres la dignidad real del servicio, con la cual se relaciona directamente la vocación de cada hombre.

De esta manera, considerando la realidad mujer­Madre de Dios, entramos del modo más oportuno en la presente meditación del Año Mariano. Esta realidad determina también el horizonte esencial de la reflexión sobre la dignidad y sobre la vocación de la mujer. Al pensar, decir o hacer algo en orden a la dignidad y vocación de la mujer, no se deben separar de esta pers­pectiva el pensamiento, el corazón y las obras. La dignidad de cada hombre y su vocación correspondiente encuentran su realización definitiva en la unión con Dios. María -la mujer de la Biblia- es la expresión más completa de esta dignidad y de esta vocación. En efecto, cada hombre -varón o mujer-, creado a ima­gen y semejanza de Dios, no puede llegar a realizarse fuera de la dimensión de esta imagen y semejanza.