Las mujeres del Evangelio

VIII. María Magdalena

Editado por Escuela Bíblica de la Axarquía (Con Licencia Eclesiástica)

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

1. LA MAGDALENA ENCUENTRA A JESÚS (Jn 20,1-18)

Para la tradición neotestamentaria y para los Apóstoles, Jesús y su obra no termina en la cruz; antes bien muestra que pueden iniciar un nuevo camino, la formación de la Iglesia Primitiva, con la predicación de que el Mesías a quien vosotros crucificasteis (Act 2,23) ha resucitado como Redentor y Salvador del mundo. Todo esto se fundamenta directamente en el suceso inicial que se relaciona con el cúmulo de hechos que se designa como resurrección de Jesús. “La fe en la resurrección nunca puede ser una pura fe de autoridad; supone una experiencia creyente de total renovación de vida en la que se produce la afirmación personal de una realidad. El N.T. no describe en ningún texto el proceso de la resurrección; sólo se relatan los encuentros con el Resucitado” (J. Blank). El reencuentro con Jesús es lo que únicamente posibilita el fundamento de una experiencia de gracia; este reencuentro tuvo un carácter tan transcendente que los discípulos sólo pudieron comprenderlo y especificarlo como resurrección de Cristo por acción de Dios.

María Magdalena (“La Mirófora” del gr. “mirón”, perfume y “fero”, llevar), Magdalena, parece que no deriva de la raíz hebrea gadal, grande, con lo que, según Orígenes, se habría querido ensalzar la magnitud moral de su alma entregada a Cristo, sino que es un gentilicio, de su pueblo llamado Magdala en Galilea, hoy el-Medjdel, la torre, a orillas del Lago Tiberíades. 

Los cuatro evangelistas indican la existencia y la asistencia de María Magdalena y ninguno dice que fuese una pecadora, sino que la ponen como mujer virtuosa, un modelo de perfección. Su fama de pecadora, a nuestro parecer, se ha debido a identificarla erróneamente con la pecadora de Lucas 7,36-50. Jesús la había curado librándola de siete demonios, que, en expresión metafórica propia del estilo literario, significa, no que fuera una pecadora, sino que su enfermedad era muy grave, expresada en el número siete que es símbolo de plenitud, de lo que está completo, abarrotado, ya que las dolencias, en especial, las psíquicas y epilépticas, eran atribuidas al diablo. Cuando se vio curada y restablecida, lo dejó todo, se hizo seguidora y discípula del Maestro y, entregando sus bienes a la misión evangélica, se dedicó a su servicio. Parece haber tenido una función destacada entre los discípulos, según distintos textos, canónicos y apócrifos, su significación y ejemplaridad se hacen notables. Es la única que citan los cuatro evangelistas en primer lugar; es a ella a la que primero se aparece Cristo Resucitado y la que lleva la noticia.

La visita de la Magdalena al sepulcro se relata en los cuatro evangelios, pero, con matices y circunstancias diferentes (Mt 28,1-8; Mc 16,1-8; Lc 24,1-12). El evangelista Juan (20,1-18) reelaboró la tradición de la Magdalena en el sentido de su “teología de la exaltación”. Al rayar el alba, María dirige sus pasos hacia la sepultura del Maestro. El evangelista expresa con exactitud el día y la hora: El día primero de la semana, María Magdalena vino muy de madrugada, cuando aún era de noche, al monumento y vio rodada la piedra del sepulcro (Jn 20,1-2). 

El primer día de la semana, en la terminología judía, significa nuestro domingo, es decir, el día primero es el que sigue al sábado. Los días se llamaban por los ordinales, excepto el último que, dedicado al reposo, recibe el nombre de “sábado” (shabbath = descanso). Y la hora es muy temprana, tanto que aún es de noche, está rayando el alba. El amanecer, por esta época de la Pascua, se produce, en Jerusalén, antes de las seis de la mañana.

Según los sinópticos la Magdalena va acompañada de otras mujeres (Lc 24,10). Cosa que parece más lógica si observamos la costumbre de las mujeres de no ir solas a ningún sitio. Por S. Mateo, sabemos que venían para ver el sepulcro (Mt 28,1). Antes de llegar, ya desde lejos, vieron que la piedra no estaba en su lugar. 

La Magdalena, sin esperar y mirar a ver qué ha ocurrido, concibiendo, a la ligera, la idea del robo del cuerpo, dejó a las otras que llevaban aromas para terminar el apresurado embalsamamiento del día anterior y salió corriendo, hasta la casa donde se encontraban los Apóstoles, a decirle a Pedro que habían robado o escondido el cuerpo del Señor y no “sabemos” dónde lo han puesto. Este modo de dar la noticia significa que hace una suposición pues no llegó a entrar en el sepulcro y, al usar la primera persona del plural, muestra, por elipsis, que iba en compañía de otras personas. 

San Juan la presenta obsesionada por la desaparición del cadáver. Así lo repite en tres momentos sucesivos (Jn 20,2.13.15). En esta inquietud de María, late una polémica contra la maliciosa leyenda de que el hortelano que estaba encargado de la finca en que se hallaba el sepulcro, hubiera ocultado el cadáver de Jesús. El relato, como lo refiere Juan, viene a ser la respuesta a las acusaciones de los judíos y las dudas que sembraban sobre este labriego con la suposición de que hubiera hecho retirar el cuerpo del Señor. Está preocupada por lo que ha venido a ver: el sepulcro y el cuerpo yacente. Únicamente la fe llevará a encontrar al Resucitado. 

Varios hechos prueban la fe en la resurrección: Las apariciones a María: ¡Rabbuní! (18); a los discípulos: ¡Paz a vosotros! (Jn 20,19); a Tomás: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20,28); a los de Emaús: Y sus ojos se abrieron y lo reconocieron (Lc 24,31); el sellado de la piedra y los centinelas de vigilancia ante el sepulcro (Mt 27,62-66) que son curiosamente sobornados por los pontífices, soborno significativamente silenciado por muchos autores y por la historia: Estos, reunidos con los ancianos, acordaron en consejo dar bastante dinero a los soldados, advirtiéndoles: “Decid: ‘Sus discípulos fueron de noche y lo robaron mientras dormíamos” (Mt 28,11-15). Y, en fin, el sepulcro vacío con las vendas tiradas y el sudario ordenado: 


…vio los lienzos tirados y el sudario que había estado sobre su cabeza, no tirado con los lienzos, sino envuelto en un lugar aparte (Jn 20,6-7).


Este texto excluye el robo del cadáver, si alguien se lleva el cuerpo no deja allí los lienzos tirados ni recoge el sudario cuidadosamente envuelto; ello fue señal suficiente a San Juan para pensar en la resurrección, sólo de él se dice que entró entonces y vio y creyó (Jn 20,8); entendió su significado, vio lo que había de ver y, al momento, creyó y recordó las palabras de su Maestro y el anuncio de las Escrituras (Lc 18,31-34). Es como la réplica a la actitud titubeante de Tomás; la fe de este discípulo que entra y cree es fuerte e inmediata, no necesita ningún encuentro con el resucitado: Dichosos los que no vieron y creyeron (Jn 20,29). 

Pedro y el otro discípulo corrían juntos, pero el otro, más joven, llegó el primero, y esperó a que llegara Pedro. Se les asignan en el relato dos funciones: la de Pedro consiste en la representación oficial y el reconocimiento de la tumba vacía, constata los lienzos y el sudario ordenado en otro lugar; la del otro, es la fe, entrar y creer. Responde asimismo al pensamiento jurídico del cuarto evangelio, los dos discípulos comparecen aquí bajo el principio de los dos testigos sobre cuya base puede dictarse una causa. La sola presencia de las mujeres no serviría de testimonio, según la ley judía, no podían testificar, por lo que el autor habría rehecho la historia de modo que tuviera una mayor fuerza probatoria. 

Llama la atención el hecho de que estas mujeres que habían oído a Cristo decir que al tercer día resucitaría, no se les ocurriese ni, por un instante, pensar en ello: lo matarán y al tercer día resucitará (Mt 16,21; 17,23); debía resucitar de entre los muertos (Jn 20,9). Tal vez, no habían comprendido este anuncio profético del Maestro o el impacto de su trágica muerte les tenía obnubilada la mente y, destrozadas por el dolor, no fueron capaces de reflexionar con la debida serenidad (Lc 24,6-8).

No tenemos conocimiento de la hora de la resurrección. Por las indicaciones de la ida de las mujeres, se puede suponer que sucedió antes de llegar ellas y, por tanto, que fue de noche en la madrugada del domingo. La expresión “tres días y tres noches” era una frase hecha, corriente en el vocabulario de la gente que no tiene que significar necesariamente el periodo de veinticuatro horas. 

Los textos no relatan la existencia, en aquella mañana, de ningún terremoto ordinario que pudiera abrir los sepulcros; se trata sólo de un hecho sobrenatural. Que esté abierto no tiene la finalidad de que salga el cuerpo de Jesús resucitado, sino de facilitar la entrada a las mujeres y puedan examinar y comprobar que el cadáver de Cristo no se encuentra allí. Los soldados de la guardia, llenos de miedo, al ver al ángel retirar la enorme piedra y sentarse sobre ella, salen huyendo y van a dar las explicaciones de su abandono del puesto. Los pontífices los sobornaron y les impusieron el silencio y difundir la patraña (Mt 28,11-15). Al no haber quedado constancia histórica de este hecho, que las autoridades ocultaron celosamente, sólo se puede alcanzar la resurrección del Señor por la vía de la deducción a través de los indicios, por los relatos de las apariciones y por la gracia de la fe.



2. LA DISCÍPULA AMADA. 


La Magdalena es la discípula amada porque, al ser curada de su grave enfermedad en Galilea, se convirtió en discípula de Jesús, lo acompañó en su vida pública y se entregó, de lleno, al servicio del Señor y a oír su palabra. Así, en su dedicación, llegó a ser la discípula preferida del Maestro. 

Los discípulos, tras cerciorarse y comprobar los hechos, volvieron a casa. El evangelista, aquí, fija el relato sobre María Magdalena: 

María se quedó fuera, junto al sepulcro, llorando. Sin dejar de llorar, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles con vestiduras blancas, sentados uno a la cabecera y otro a los pies, donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: “Mujer, ¿por qué lloras?” Contestó: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto” (Jn 20,11-13).

Estaba en total soledad al pie del sepulcro, no lograba marcharse, era atraída como por una fuerza ignota y misteriosa. Lloraba y no podía apartar el recuerdo del amado y, sin dejar de llorar, vio a los ángeles; el que sean estos mensajeros de blanco quienes den la buena noticia de la resurrección de Jesús indica que se trata de un hecho sobrenatural, que se le ofrece al hombre desde el cielo; no se trata de un acontecimiento cognoscible por la sola luz natural. Su presencia indica el lugar sagrado que actúa como señal de la resurrección del Maestro en el mundo. La misma tardanza de María en reconocer a Jesús y su confusión muestra de qué manera queda fuera del alcance personal del conocimiento humano un hecho como la resurrección. Ella, a la pregunta de los ángeles, contestó: Se han llevado a “mi Señor”, que es como decir, “al dueño de mi vida”. La Magdalena está convencida del robo; se siente despojada, se tiene por expropiada; y, a la vez, se declara absoluta pertenencia de Jesús. El empleo del posesivo “mi”, en su expresión, indica que se considera propiedad y propietaria, sujeto y objeto de posesión. Mi amado es mío y yo soy suya (Cant. 2,16). Amado con amada, amada en el amado transformada, dice S. Juan de la Cruz. 

Por dos veces, se repite la misma pregunta: Mujer, ¿por qué lloras? Se presentan aquí dos planos de una misma realidad. Es el choque y encuentro de una doble lógica: la del nivel natural en que no se hace tal pregunta ante el llanto que se derrama sobre una tumba, es lógico que llore quien visita al que ha muerto; existía, por lo demás, la costumbre de que las mujeres fueran a llorar el cadáver. La otra es la sobrenatural, ¿cómo es posible llorar ante la resurrección? El “por qué lloras” sugiere que no hay motivos de llanto. La lógica indica que, si el cuerpo no está en su sitio, como profetizó Él mismo, es que ha resucitado y en tal caso el dolor y las lágrimas aquí no tienen razón de ser. Ahora, sólo cabe la alegría y la gloria. ¿No te he dicho que, si creyeres, verás la gloria de Dios? (Jn 11,40). 

Es la colisión entre la razón y la fe. Es la vida vivida a ras de tierra o elevada al luminoso estrato de la luz del Evangelio. Es, en definitiva, vivir el pentecostés personal para saltar desde los lienzos tirados por el suelo hasta las cumbres de la Resurrección de Cristo, entendiendo la Escritura según la cual Él debía resucitar de entre los muertos (Jn 20,9).


¡Rabbuní!


Jesús le dijo: “¡María” Ella se volvió y exclamó en hebreo: “¡Rabbuní!” (es decir, “¡Maestro!”). Jesús le dijo: “Suéltame, que aún no he subido al Padre; anda y di a mis hermanos que me voy con mi Padre y vuestro Padre, con mi Dios y vuestro Dios”. María Magdalena fue a decir a los discípulos que había visto al Señor y a anunciarles lo que Él le había dicho (Jn 20,16-18).


María se queda fuera, junto al sepulcro. Está completamente sola. La narración fluye, con exquisito estilo literario, viva y cargada de candor. Primero llora cuando no encuentra el cuerpo yacente que busca, después, asomándose hacia el monumento, ve dos ángeles, y, al poco, volviéndose, allí de pie, muy cerca, tiene al mismo Jesús, que confunde con el hortelano, sin que Él portara tal apariencia y del modo más natural e ingenuo, llevada por su obsesión, le dice que, si él se lo ha llevado, le diga adónde lo ha puesto, para ella ir a recogerlo. Es entonces cuando oye pronunciar: ¡María! La emisión de su nombre evoca tono y timbre conocidos. Identifica recuerdos. Reconoce a su amigo. Hubo, en esas sílabas, resonancias dulces e íntimas, había sentimientos y añoranzas en aquella voz conocida y familiar. Ella, extasiada en la realidad triunfante, exhala su ¡Rabbuní! Es su expresión de emoción, de reconocimiento y de gozo.

El Señor sólo pronuncia su nombre: ¡María! y ella, sólo, responde también con una palabra en arameo: ¡Rabbuní!, que significa ¡Mi maestro amado!, ¡Mi querido Rabí! Lo normal era usar rabbí, pero más respetuoso es rabbuní. Las dos palabras pronunciadas ¡María!, ¡Rabbuní! del encuentro, según J. Blank, sirven a San Juan para describir la voz del “amado que llama a la amada y ella le responde”. Ciertamente, evocan el lirismo simbólico del “Cantar de los Cantares”: 

Lo busqué pero no lo encontré.

Me encontraron los centinelas,

‘¿Habéis visto al amado de mi corazón?’ 

Apenas los había pasado 

cuando encontré al amado de mi corazón.

Lo abracé y no lo he de soltar (Cant 3,2-4).


Y los bellísimos versos del “Cántico Espiritual” de San Juan de la Cruz: 


¿Adónde te escondiste,

Amado, y me dexaste con gemido?

……………… 

Salí tras ti clamando y eras ido.



La Magdalena, pronuncia esta palabra, y, en su sorpresa y emoción, abraza al Señor. Abrazo en el que es muy posible ver el entronque del matrimonio espiritual, la fusión mística del alma en el enlace con el amado que es el último peldaño en el camino de perfección hacia la unión con Dios. 

Lo encontré, lo abracé y no lo he de soltar, la Magdalena encontró a Jesús y se abrazó a él y ya ni quería ni podía soltarlo: 


Entrado se ha la esposa 

en el ameno huerto deseado,

y a su sabor reposa,

el cuello reclinado

sobre los dulces pechos del amado. 


El mismo San Juan de la Cruz, en la glosa que hace a sus inspirados versos, añade: "El abrazo de la Magdalena con Jesús simboliza el estado espiritual más alto de que en esta vida se puede gozar; porque es una transformación total en el Amado en que se entregan ambas las partes por total posesión de la una a la otra con cierta consumación de amor" (C 22,3). 

El ameno huerto deseado, simbolizado en el huerto, en que dieron sepultura a Jesús, es Dios mismo, “cuyo amor es tan inmenso que, como dice el libro de la Sabiduría, toca desde un fin hasta otro fin, y el alma que de Él es informada y movida, en alguna manera, lleva esa misma abundancia e ímpetu en sí”, de modo que el matrimonio espiritual con el Amado llega a sus cimas más altas: "Bien así como ya colocada en los brazos del esposo, con el cual ordinariamente siente el alma tener un estrecho abrazo espiritual, que verdaderamente es abrazo, por medio del cual vive el alma en Dios" (C 22,6). "Reclinar el cuello en los brazos de Dios es tener ya unida su fortaleza, mejor su flaqueza, en la fortaleza de Dios ... lo cual sólo es en el matrimonio espiritual que es el beso del alma" (C 22,8).


En soledad vivía

y en soledad ha puesto ya su nido.

Y en soledad la guía

a solas su querido,

también de soledad de amor herido.

(San Juan de la Cruz, C 35)


"Es extraña esta propiedad que tienen los amados en gustar mucho más de gustarse a solas de toda criatura, que con alguna compañía. La razón es porque el amor, como es unidad de dos solos a solas se quieren comunicar ellos" (Ib 36,1). 

En la escena, se hallan solos la Magdalena y su Rabí. Los ángeles del sepulcro, cumplida su misión, han desaparecido, para que ninguna persona ni cosa ocasione perturbación al goce de la entrega mutua, "porque esta es la propiedad de esta unión del alma con Dios en matrimonio espiritual: hacer Dios inteligencia en ella y comunicársela por sí solo, no ya por medio de ángeles, pues el alma ha alcanzado el estado perfecto de la vía unitiva" (Ib 35,6).

El ímpetu del amor y la alegría de encontrar vivo al que creía muerto, la impele a abrazarlo y a quedar fusionada en el abrazo. Es el instante en que Jesús expresa la famosa exclamación del ¡Noli me tangere! (“No me toques”), que es una mala traducción del griego, Me aptou: “No me retengas más”, “no me entretengas más”. Y, como explicación, le brinda la causa: porque aún no he subido al Padre, esto es, seguiré aquí, tendremos ocasión de volvernos a ver. Cuando haya subido y esté con el Padre, le enviará su Espíritu y ese será el momento de disfrutar de su enlace espiritual, puesto que el Espíritu Santo actuará de “llama viva, de cauterio suave, de toque delicado que a eterna vida sabe”. 

Realmente, al resucitado no se le puede retener en este mundo, su contacto se realiza en otro plano, en la fe, por la palabra, en espíritu. Así pues, Jesús ha encumbrado a la Magdalena a la cima más alta de la perfección. 


3. MISIÓN APOSTÓLICA


María Magdalena es nombrada Apóstol de los Apóstoles. La envía en función apostólica a los que van ser confirmados en el apostolado: anda y di a mis hermanos. Y obediente a la vocación recibida, dejándolo todo (Lc 5,11), fue a decir a los discípulos (Jn 20,18) la extraordinaria noticia y a anunciarles el mensaje que Jesús le ha dado. En las apariciones del Señor, hay un elemento esencial: asigna la vocación, envía a una misión. El mensaje que ha de comunicar a los discípulos es la fundación de una comunidad escatológica de Dios por la vuelta de Jesús al Padre. El Señor la elige para que sea su mensajera y la divulgadora de la noticia. Lo que ella ha visto ni siquiera lo creerán todos (Jn 20,25); porque lo que ha visto y oído, sólo desde la fe y por la fe puede creerse. 

Es designada apóstola porque es enviada. El término apóstol es el adjetivo verbal con sentido pasivo: “enviado” del verbo “apostéllo”, enviar. Así, en el mundo judío, en la literatura del entorno y en el primitivo cristianismo, es usado con el mismo significado de enviar, en latín, “mitto”, de donde procede “misión”. Por tanto, apóstol es un legado, un encargado, un representante; es un enviado con una misión. Por eso, San Pablo se proclama: apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios. Por Jesucristo, hemos recibido la gracia del apostolado (Rm 1,1.5).

Pero la cuestión fundamental está en que María Magdalena es la Elegida. Lo sorprendente es la elección del Señor: ¿Por qué, en los Sinópticos, prefiere que las mujeres sean las primeras en verlo resucitado? ¿Por qué, en el cuarto evangelio, esta mujer especial es la primera que contempla la maravilla de la resurrección? La respuesta no es fácil, pero habrá que deducir, que si así ocurre es porque así lo quiso el Señor, otorgando al hacerlo un alto honor y privilegio a María Magdalena y, en su persona, a todas las mujeres creyentes, escogidas para altas misiones. Los cuatro evangelios coinciden en que ellas son las destinatarias de las primeras apariciones y los primeros testigos y mensajeras del hecho más trascendente y definitivo de la fe; lo que, inequívocamente, indica que este hecho constaba con firmeza en la tradición y que no puede ser inventado, dada la intransigencia contra la mujer, ni responder a un recurso redaccional que contradiría por completo los usos y costumbres culturales de la época. La Magdalena ha sido escogida y privilegiada para desempeñar su especial misión apostólica. 

En su calidad de servicio y entrega al Señor, la mujer ha recibido del Creador hermosas facultades y potencialidades imprescindibles. El Maestro la sitúa, en su evangelio, en un lugar de preeminencia. La mujer es elegida -el evangelio de Marcos afirma: se apareció primero resucitado a María Magdalena (Mc 16,9)- en ocasión crucial para el cristianismo y para la historia.