Las mujeres del Evangelio

VII. Discípulas y seguidoras

Editado por Escuela Bíblica de la Axarquía (Con Licencia Eclesiástica)

Autor: Camilo Valverde Mudarra 

 

 

           

1. DISCÍPULAS DEL MAESTRO (Lc 8,1-3)

 

            El relato de las mujeres que siguen a Jesús lo trae propiamente San Lucas, los otros tres evangelistas hacen alguna referencia en la Pasión. Recopilando entre los textos de los cuatro evangelistas, encontramos cinco nombres: María Magdalena; María, la madre de Santiago el menor y de José; Salomé, esposa de Zebedeo; Juana y Susana (Mc 15,48; Lc 8,2; Mt 27, 56; Jn 19,25). Después añaden: y otras más. Es fácil que el nombre de estas mujeres sea el reflejo de diferentes tradiciones que perduraban vivas en la comunidad de Palestina, expresión firme de que estaban ligadas unánimemente, desde los orígenes, con el ministerio de Cristo y su resurrección.

Dice Lucas que iba Jesucristo por el territorio de Palestina predicando el Evangelio del Reino de Dios y que lo acompañaban los Doce y algunas mujeres. Añade que las había curado de sus enfermedades y lo servían con sus bienes. El evangelio de Marcos, que es el primero que se escribe, señala que, …desde que estaba Jesús en Galilea, lo seguían y lo servían; y otras muchas que habían subido con Él a Jerusalén (Mc 15,41).

            Es una información de gran interés, pues muchas veces se ha pensado, que mientras Jesús y sus Apóstoles van de ciudad en ciudad, de qué viven y se mantienen. Sabemos que, cuando los llamó, lo dejaron todo y lo siguieron (Mt 4,19s) y el mismo Jesús explica, que no tiene nada: el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza (Mt 8,20; Lc 9,58).

            Pues he aquí que un grupo de mujeres seguidoras, desde el principio de su misión en Galilea hasta su crucifixión en Jerusalén, han puesto su fortuna al servicio del Maestro y que atraídas por su doctrina se han convertido en discípulas de su palabra. El que aparezcan nombradas en el Evangelio revela que la primitiva tradición las considera parte importante del discipulado, por lo que eran conocidas y reconocidas en la cristiandad palestinense; y el aplicarles la idea del “servicio” y del “seguimiento” les concede el carácter de discípulas. No hay ningún problema en llamar discípulas a quienes fueron muy de cerca en compañía de Jesús y lo atendieron. Ha indicado France Quéré, que el evangelio, no canónico, de Pedro les concede exactamente el título de discípulas. En los textos se aprecian dos grupos de mujeres: uno reducido y escogido, las citadas; y otro más amplio, “otras muchas” que lo han dejado todo y subido con Él a Jerusalén, camino de la cruz; cumplen, pues, la nota más característica del discípulo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mc 8,34; Lc 9, 23); que os améis unos a otros, como yo os he amado, en esto conocerán que sois mis discípulos (Jn 13,34).

El incorporarlas a su itinerante labor misional, vinculadas con los doce, muestra la extraordinaria libertad de Jesús y el nivel de dignidad que les concede. Su disposición hacia las mujeres es renovadora; en ese tiempo, ningún maestro permitía mujeres en su séquito. Formado en la tradición judía, que tiene a la mujer como un ser menor de edad, Jesús no se dejó llevar ni influir por aquel ambiente cultural que devaluaba a las mujeres. Muy al contrario, les concede el rango de persona humana, sin jerarquía de valores. Jesús asienta con claridad que todos, hombre o mujer, deben recibir la misma dignidad, sin distinción de sexo, en plena igualdad. Los mismos apóstoles se extrañarán frecuentemente por esta actitud liberada de Jesús que no se deja esclavizar por normas o corrientes sociales. Es Él quien establece los cauces en que el ser humano es reconocido, con toda justicia y amor, en la filiación de Dios. Su postura es innovadora; propone al cristiano hacerse propulsor en la libertad transmitida por el Espíritu.

            Pronto ellas se ocuparían de atender los asuntos materiales del grupo, mientras Jesucristo predicaba y los Doce aprendían. San Jerónimo indica que, en la antigüedad, esto era habitual y a nadie extrañaba que se alimentase y vistiese a maestros y guías espirituales. Esta mentalidad es la que atestigua también San Pablo (1 Cor 9,5). Ellas le estaban enormemente agradecidas, por haberlas curado de diferentes enfermedades y espíritus malignos, en el sentir de la época “endemoniadas”, que, en realidad, serían epilepsias o trastornos psíquicos más o menos graves.

De la Magdalena, nos ocupamos en el siguiente capítulo.

María, la hermana de la madre de Jesús, parece ser la llamada esposa de Cleofás (Jn 19,25); Hegesipo refiere la tradición por la que era hermana política de María, su cuñada. Es la madre de Santiago el Menor y de José (Mc 15,40) que, para Eusebio de Cesarea, es la esposa de Cleofás. Se puede suponer que no era un grupo constante y cerrado; según los menesteres y las eventualidades propias, habría un ir y venir y se turnarían en los servicios y quehaceres.

Juana (Yahvé es benigno), es la esposa de un servidor de palacio, llamado Cusa, administrador del Rey Herodes Antipas, que fue curada por Jesucristo de unos espíritus malignos, de una enfermedad física o psíquica. Tal vez, el tal Cusa puede ser el funcionario real de Jn 4,46-53, y creyó en Él y toda su familia; en este caso, se puede comprender que su mujer (Juana) no encontrara dificultad alguna en ponerse al servicio de Cristo; formó parte de su séquito, lo asistió con sus bienes (Lc 8,3) y lo siguió hasta la cruz (Lc 24,10). Con ello, no hemos de suponer que todas fuesen adineradas; posiblemente Juana fuese muy rica y muy piadosa, por lo que dejó su casa por el seguimiento de Cristo. Podríamos relacionar, salvando distancias, esta situación con la doctrina paulina que permite la separación del cónyuge no creyente; no hay obligación de mantener el vínculo, pues Dios nos llama a una vida en paz (1 Cor 7,15).

Salomé, la madre de los hijos de Zebedeo (Mt 27,56), es la que pide al Maestro un puesto importante en su Reino para sus dos hijos (Mt 20,20); y una de las que estaban allí, ante la cruz, mirando desde lejos (Mt 27,56; Mc 15,40; 16,1).

Y Susana (Azucena, Lirio) es también seguidora y discípula de Jesús, del grupo femenino, Susana y algunas otras (Lc 8,3) que lo acompañaban junto con los Doce y que habían sido curadas de los malos espíritus y enfermedades. Desde ese momento, dejándolo todo, se pone a su servicio con sus propios bienes. Es, tal vez, una de las que están presentes en el dolor de la crucifixión, sosteniendo a la Virgen María y luego en la visita al sepulcro.

            Hay en este relato, como en otras ocasiones, un rasgo importante de finura y sensibilidad de San Lucas hacia la mujer. En aquel ambiente de la época, en que la mujer es despreciada y tratada en rango de inferioridad, con la consideración de un ser sin derechos, Lucas la considera, le concede un lugar relevante en su evangelio y la coloca a nivel de los Apóstoles: lo acompañaban los doce y algunas mujeres. Se ve que para él tienen la misma dignidad e igualdad. Señala con ello, que la mujer debe realizar en la Iglesia y en la sociedad funciones de primer orden; es la misma idea que expresa San Pablo (Gal 3,28). En el pasaje de Emaús, las considera entre los suyos, las reconoce compañeras, discípulas: …algunas mujeres de nuestro grupo…(Lc 24,22). En los Hechos de los Apóstoles, también les atribuye un papel destacado y significativo, son miembros de la Iglesia que surge (Hch 1,14). La mujer en Lucas ocupa un lugar de preferencia. Se puede decir que San Lucas es el evangelista de la mujer. Incorpora aquí estas mujeres al grupo de Jesús al que ya no abandonan nunca, se mantienen fieles hasta el final (Lc 23,49), lo que, al contrario, no hacen los mismos Apóstoles, que huyen cuando lo detienen (Mc 14,50). Ellas van a cumplir un papel relevante en la muerte, sepultura y resurrección: son los primeros testigos de sus apariciones. Con su testimonio, conservaron viva la gran noticia de la vuelta a la vida de Jesús que vence a la muerte y, convirtiéndose en sus mensajeras, lo anunciaron a los Apóstoles y lo difundieron entre los cristianos.

Hay que señalar que en el Evangelio, a parte de las mujeres que reseñamos con su nombre e identificación, aparecen otras sólo indicadas y sin su denominación. El evangelista, al final de su referencia, añade: y otras muchas que los servían con sus bienes (Lc 8,3); y las demás que estaban con ellas…(Lc 24,10); y Marcos, al citar las mujeres en el Calvario, dice: con ellas había otras muchas que habían subido con Jesús a Jerusalén (Mc 15,41). 

Las mujeres innominadas son aquellas que se rozaron con el Maestro y lo sirvieron, pero no fueron recordadas por los autores y la tradición con su nominación individual. Son unas mujeres que hicieron, a Jesús y a su causa, plena donación de sus bienes, de su dedicación y de su esfuerzo; y atendieron y formaron parte del grupo apostólico y las demás que estaban con ellas decían estas cosas a los apóstoles (Lc 24,10). Varias son las mujeres que aparecen, en el Evangelio, innominadas.

Estas mujeres han entendido la seriedad del seguimiento que supone la exigencia de una total vinculación con Cristo: Si permanecéis en mi doctrina, sois de veras discípulos míos; si alguno se pone a mi servicio, que me siga y donde esté yo, allí estará también mi servidor (Jn 8,31; 12,26). El discípulo corre la misma suerte de Jesús y, con total disponibilidad, se entrega y sigue a Jesús. El pilar fundamental de muchas actividades misioneras ha sido y es la mujer; son innumerables las que, desde distintas órdenes y organizaciones, han entregado su vida y su ilusión al cuido y atención de pobres y necesitados. Frente a la discriminación y la marginación socio-religiosa, Jesucristo acepta a la mujer en su compañía y la acoge como discípula, vinculada a los Apóstoles.

 

2.   LAS MUJERES EN LA PASIÓN

 

La muerte y resurrección de Jesucristo es el hecho más transcendental de nuestra fe.

 

La portera, criada (Mt 26,69-72; Mc 14,66-72; Lc 22,54-57; Jn 18, 15-18) 

 

El texto se encuadra en las horas finales de la vida terrena de Jesucristo. Sabe que ha llegado “su hora” la de su Pasión y su Triunfo. Jesús, en la sobremesa de la última cena, les dio el mandamiento nuevo (Jn 13,34) sobre la ley del amor, nota esencial de sus discípulos y les dijo: Adonde yo voy no podéis ir vosotros (Jn 13,33b). Entonces, Pedro le preguntó queriendo seguirlo a donde iba y, al volver a oír la negativa, le dice al Maestro que está dispuesto a dar su vida por Él. A lo cual, Jesús le contestó: ¿Que darás tu vida por mí?... no cantará el gallo antes de que tú me niegues tres veces (Jn 13,38).

Los sinópticos hacen depender la primera negación de la conversación con una criada: Una criada lo vio sentado junto al fuego (Lc 22,56), pero Juan, el cuarto evangelista, especifica que la mujer estaba al cuidado de la puerta, que no es la de la calle, sino la del vestíbulo ante el patio:

 

…el otro discípulo, conocido del pontífice, habló a la portera e introdujo a Pedro. Y la portera dijo a Pedro: “¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?”. Y él le dijo: “No soy” (Jn 18,16-17).

 

En la antigüedad y también en Judea, era corriente que las mujeres desempeñaran esta función de portera. Ella franquea la entrada a Pedro a instancias del otro discípulo que era conocido del Sumo Sacerdote (18,16). La razón por la que el otro tenía alguna relación de amistad con la casa del Pontífice, no se dice en el texto, cuando, sin embargo repite por dos veces la frase: era conocido (Jn 18,15.16); se puede suponer que tenía amistad con aquella mujer, pues habló con la portera e introdujo a Pedro (18,16) o que, por alguna causa, había frecuentado aquella casa.

La portera que introduce a Pedro, al abrirle la puerta, está, al mismo tiempo, abriendo el camino al cumplimiento de la profecía que el Maestro había pronunciado en la despedida de la última cena: En verdad, te digo que no cantará el gallo… (Jn 13,38). La Divina Providencia se vale de la acción de esta desconocida para dar a Pedro y al cristiano esta lección de fe sobre la divinidad de Jesucristo y sobre la firmeza que se ha de mostrar en el convencimiento de la fe y en la afirmación de nuestro "ser" de creyentes.

Pedro, que iba siguiendo a Jesús de lejos, deseaba saber qué rumbo tomaba el proceso entablado. Esta mujer, impulsada por la intuición práctica que caracteriza al espíritu femenino, se dirigió a Pedro queriendo reconocerlo como uno de los discípulos de ese hombre (18,17). Pedro, lacónico, lo niega: "No lo soy ".

En San Lucas, tres palabras: "vio", "miró", "fijamente", hacen que la expresión sea muy significativa: ... lo vio sentado junto al fuego y lo miró fijamente (Lc 22,56), expresan todo un proceso intuitivo de atención. La portera estuvo a punto de descubrirlo. La mujer así se convierte de nuevo en instrumento en manos de Dios.

 

Camino del Calvario (Lc 23,27-31)

 

            Este dato de las mujeres, en el camino del dolor, sólo lo proporciona San Lucas, que recuerda lo dicho por el profeta Zacarías (12,10-14).

            Cargaron a Jesús con la cruz y le seguía una gran muchedumbre del pueblo y de “mujeres” que se herían el pecho y se lamentaban por Él. Este grupo de mujeres puede formar parte de la organización que se dedicaba a ofrecer vino mirrado a los condenados para aliviar el dolor por su efecto narcotizante, como indica el Talmud. Se puede pensar que aquellas mujeres de Jerusalén, de algún modo simpatizaban con el Maestro o son las mismas que lo seguían desde el inicio de su ministerio y se encuentran luego contemplando a distancia lo sucedido en el Gólgota. En conjunto, formarían un número reducido pues no se hicieron notar mucho ni atrajeron la intervención de la escolta.

            Lo cierto es que Jesucristo, atento siempre al gesto humano, aún envuelto en su dolor, viéndolas sufrir y lamentarse, se volvió a ellas y les dijo:

 

Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos, porque días vendrán en que se dirá: Dichosas las estériles y los vientres que no engendraron y los pechos que no amamantaron. Entonces dirán a los montes: Caed sobre nosotros y a los collados: Ocultadnos, porque si esto se hace en el leño verde, en el seco, ¿qué será? (Lc 23,28-31).

 

            Con estas palabras, el Cristo, cargado con la cruz y traspasado de ultrajes, tiene la delicadeza de mostrarles su gratitud por su compasión y por la fidelidad que le tienen desde que lo acompañaban en su vida pública; tal vez, intenta insinuarles que se contengan para no tener problemas con los soldados y, de paso, anunciarles la catástrofe que se avecina con la destrucción de Jerusalén.

            Conociendo qué profundidad tiene el amor de una madre y cómo siente la desgracia de sus hijos, les profetiza que se acercan días de tan enorme dolor, muerte y descalabro que van a preferir no haber tenido descendencia y ni siquiera haber engendrado. Se invierten los términos, la maternidad, bendición bíblica para la mujer, se convierte en dolor y maldición. Si este pueblo es capaz de llevar a cabo tamaño atropello con Él, el “leño verde”, qué no se hará con Jerusalén, “el seco”, ciudad que no ha sabido ni querido reconocer y aceptar el don divino en la hora mesiánica.

 

3. EN LA MUERTE Y SEPULTURA (Mt 27,55.61; Mc 15,40.41. 47; Lc 23,49.55-56; Jn 19,25)

 

La crucifixión y muerte de Jesús causó un gran impacto a los allí presentes. El centurión, según Lucas, lo llama “justo”: Verdaderamente este hombre era justo; en Mateo y Marcos, lo proclama “Hijo de Dios”, con lo que intentan expresar la confesión mesiánico-divina de Cristo; mientras que, Lucas quiere destacar el valor apologético de su inocencia.

Se dice que toda la muchedumbre que asistió al Calvario, viendo lo sucedido se volvía hiriéndose el pecho en señal de arrepentimiento. Siguiendo un sentido lógico-histórico, Lucas dice:

 

Todos sus conocidos y las mujeres que lo habían seguido de Galilea estaban a distancia y contemplaban todo esto (Lc 23,49).

 

Entre “todos sus conocidos”, seguramente, los apóstoles, como lo sugiere el hecho concreto de la presencia de Juan, estaban “a distancia”, llenos de miedo e impotencia, pues la guardia no dejaba que se acercase por allí nadie. Sin embargo, el cuarto evangelista especifica que estaban “de pie junto a la cruz”, de pie, en tensión; puede ser que se refiera a un grupo distinto o que, viendo ya el final, la vigilancia se hubiese relajado, porque ya no hay posibilidad de que los crucificados se desclaven (Mt 27,36). Al principio las mujeres, están mirando de lejos, ahora ha pasado tiempo, no se puede temer que vayan a favorecer al ajusticiado y se les permite acercarse a la cruz (Mc 15,44-45), pues ha muerto o los síntomas de la agonía son evidentes.

 José de Arimatea, tras obtener el permiso correspondiente, procede a sepultar el cuerpo de Jesús. Cuentan los sinópticos que era “Parasceve”, el día de la preparación de la Pascua y rayaba ya el Sábado. El sentido apunta a que el sábado comenzaba al ponerse el sol, momento, según la costumbre judía, de encender la “lámpara del sábado” y detener toda actividad.

Las mujeres que formaron parte de su grupo de discipulado lo siguieron hasta el final, hasta la cruz. Iban con Jesús antes y van ahora. Siguiendo los pasos de José, en silencio, iban detrás pendientes siempre del Maestro, para conocer el sepulcro y ver cómo ponían su cuerpo. Después volvieron a sus casas para preparar perfumes (Lc 23,55). Cuando los autores sintetizan tanto y normalmente son tan parcos en dar detalles, extraña esta precisión con estas mujeres y sobre todo con la Magdalena. Esta referencia, en contraste con la habitual infravaloración de la mujer, encierra un interés notable y una finalidad substancial: ellas, con su presencia, testimonian la conexión entre la crucifixión, la sepultura y el sepulcro abierto. El monumento estaba en un huerto particular y aún no se había sepultado a ningún otro. Querían saber exactamente el lugar porque tenían decidido volver, pasado el reposo del sábado, a completar el embalsamamiento que, en aquella hora tardía, se había hecho muy de prisa. Mt y Mc concretan y dicen que eran María la Magdalena y María la madre de José (Mc 15,47), que, sentadas frente al sepulcro, estuvieron mirando dónde lo ponían, para no tener duda al volver el domingo con los aromas y ungüentos mortuorios. Lucas prepara el anuncio de la resurrección; ellas van a ser las primeras en constatarla y recibir el mensaje de Pascua.

Sólo Mateo cuenta, para indicar la verdad de la resurrección, que los pontífices pusieron guardias en el sepulcro; habiendo sido excavado en roca y con una sola entrada, bien cerrada y custodiada por un piquete de soldados es muy difícil que se robe el cadáver. Los judíos le habían oído decir que al tercer día resucitaría e intentaron impedirlo, poniendo, irónicamente,  guardas a un muerto. De todos modos, hay que decir que no era raro el robo de cadáveres y el saqueo de tumbas;  ya en el “Rescripto del César” que se encontró precisamente en una estela de Nazaret, se habla de una violación mortuoria, acto al que se aplicaba la pena de muerte. Sin embargo, sorprende que los enemigos estén al tanto de la resurrección predicha por Jesús, cuando los mismos discípulos aparecen en el relato ajenos a la predicción y que pongan la tropa de vigilancia el sábado y no desde el momento mismo del enterramiento; como es también muy raro que lo silencien los otros evangelistas. De ahí que se piense que este dato puede tener un carácter apologético; el autor trata de mediar en la polémica entablada entre judíos y cristianos en cuanto que los discípulos habrían robado el cuerpo de su Maestro (Mt 28,13). Con ello, muestra que no pudo darse el robo y afirma la resurrección.

 

4. EN EL SEPULCRO (Mt 28,1-10; Mc 16,1-11; Lc 24,1-11; Jn 20,1-18)

 

Una vez que pasó el sábado, al alborear el día primero de la semana, las mujeres iban al sepulcro cuando salía el sol (Mc 16,2). Al señalar la hora de esta visita a la tumba, los evangelistas, con distintas fórmulas al uso, expresan que era muy temprano “muy de mañana”, sólo Juan precisa que aún había tinieblas. Es un modo amplio de referir el momento siguiendo hábitos populares de expresión y que se deben tomar en sentido aproximativo. A primeros de abril, el sol sale en Jerusalén alrededor de las seis de la mañana.

Estas mujeres, las discípulas, fieles hasta la muerte, para Mateo, vienen a ver el sepulcro; y para Marcos y Lucas, habían comprado perfumes para ungir el cuerpo. Les motivaba la precipitación con que se embalsamó la tarde de su muerte y el sentimiento de la ofrenda al Señor muerto. Ellas desconocen la existencia de los centinelas ante el sepulcro, en caso contrario, no irían preparadas con aromas y ungüentos ni tendrían la preocupación de cómo rodar la gran piedra que lo cerraba.

Estas mujeres, iban preparadas con aromas y toda su preocupación, mientras caminaban, era cómo harían “rodar” la piedra circular que cerraba la entrada del túmulo; para removerla se precisaban unas palancas o el concurso de varios hombres. Pero he aquí que llegan y se encuentran que la piedra no está en su sitio y que la tumba, abierta, estaba vacía. Los evangelistas S. Marcos y S. Lucas refieren la sorpresa y perplejidad que recorrió al grupo de mujeres, cuando, al llegar, entraron y vieron que el cuerpo no estaba y que la gran piedra había sido removida: mientras ellas estaban perplejas por ello (Lc 24,4). En esto, aparecen dos hombres con vestidos resplandecientes, como el relámpago y blancos como la nieve, expresiones del libro de Daniel al describir el ángel del Señor (Dn 10,1-17), que, en su desconcierto, les dan la explicación:…se presentaron dos varones con vestidos deslumbrantes que les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? (Lc 24,5). y las tranquilizan: No temáis. Jesús, al que buscáis, no está aquí, resucitó como dijo (Mt 28,6). Buscar aquí a Jesús es un contrasentido. ¿Ignoráis que Cristo tenía que morir y resucitar al tercer día? ¿No sabéis que in principium erat Verbum, que es la Luz, la Verdad y la Vida? ¿Cómo vais a encontrar en los cementerios a quien es la Resurrección y la Vida? Los ángeles les anuncian claramente la resurrección. Lo confirman con el cumplimiento de lo que había dicho el Maestro varias veces en su predicación, y las inducen a comprobarlo con la fórmula usual: Venid y ved el sepulcro vacío (Mt 28,6). E, invistiéndolas de apóstoles de los Apóstoles, les expresan el mensaje que han de llevar a los discípulos y a Pedro: Os precede a Galilea, allí lo veréis. Predicción que ya les hizo en la Última Cena (Mc 14,28). La cita en Galilea se debe a que quiere que salgan de aquel ambiente de hostilidad e instruirlos en las cuestiones del Reino de Dios (He 1,3).

Ellas salieron corriendo, llenas de temor y gran gozo, y se alejaron a toda prisa del sepulcro para contarles todo aquello a los discípulos. Y dice Mateo que Jesús les salió al encuentro, por el camino, con el saludo: Shalom, paz a vosotras. Ellas acercándose, se postraron ante Él y le abrazaron los pies (Mt 28,9). El encuentro de Jesús hace realidad palpable el anuncio que han recibido en el sepulcro: “No temáis, id y decid a mis discípulos…” (v.10); y da cumplimiento a su promesa de permanecer en la Iglesia y acompañar a sus discípulos en la misión evangélica: yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo (Mt 10,40; 28,20).

Esta aparición del Señor a las mujeres que volvían hay que tomarla como un procedimiento redaccional, en el que, de modo general, se puede reflejar, en el trasfondo, el mismo relato de Marcos (16,9ss) y de Juan (20,11ss) sobre la Magdalena.