Las mujeres del Evangelio

VI. Mujeres ejemplares

Editado por Escuela Bíblica de la Axarquía (Con Licencia Eclesiástica)

Autor: Camilo Valverde Mudarra 

 

 

           

1. DOS MODELOS: MARTA Y MARÍA (Lc 10,38-42)

 

Trabajo y Contemplación.

 

 Esta escena se halla sólo en San Lucas. Cristo va de camino a Jerusalén, con los apóstoles y entra en la aldea de Betania, en casa de su amigo Lázaro. Se nota que no era la primera vez por la familiaridad que se palpa. Dice Lucas que se hospeda en casa de Marta (Señora) y que María era su hermana, curiosamente silencia por completo la existencia de Lázaro.

El texto está montado sobre el contraste entre las dos hermanas. Tradicionalmente se ha mantenido que Marta representa la acción y el servicio, es amiga de la actividad en el trabajo y María, la contemplación, su gusto está en la atención del discípulo a la palabra, en la oración. Simbolizan dos facetas que caracterizan al discípulo: el servicio y la escucha.

 

“María sentada a los pies del Señor escuchaba su palabra, mientras que Marta andaba afanosa en los muchos quehaceres domésticos” (Lc 10,39).

 

Marta hace los honores, como la mayor, con todo el boato oriental, anda atareada y se afana en los menesteres hogareños, mientras María se sienta a los pies del Maestro, en actitud de escucha propia del discípulo y atenta gusta de su palabra, se interesa por el Evangelio; nombre erudito, este último, que se impuso en la Primitiva Iglesia. Agobiada Marta por el enorme trajín de servir con esmero a tantos, preocupada por proveer las necesidades de los demás (diakonía), con la confianza de quien habla a un amigo que suele visitar la casa, le pide que reprenda a la hermana para que le ayude en los cuidados del servicio: “Marta, Marta, tú te preocupas y te apuras por muchas cosas y sólo una es necesaria, María ha escogido la parte mejor, que no se le quitará” (Lc 10,41-42).

El Señor, Lucas llama aquí, por tres veces, Señor a Cristo, le respondió repitiendo su nombre lo que muestra que su presencia era habitual y se trataban de modo familiar. Jesucristo como siempre aprovecha para inculcar su enseñanza. Marta te afanas en muchas cosas, andas preocupada en infinidad de tareas, pero, en realidad, poco es necesario, pon cualquier cosa, Cristo no quiere complicar a Marta y María. Pocas cosas se necesitan para vivir y, de esas pocas, aún sobran la mayoría. Sólo una merece nuestra atención. Precisamente, tú te quejas y María, atenta en dejar lo superfluo y elegir lo importante, ha escogido la mejor parte y esta no le será arrebatada. Jesús consiente y pondera su actitud de discípula: sentada a los pies del Maestro, oye y percibe sus enseñanzas. Ella escucha la palabra y la pone en práctica (Lc 11,28); palabra que compromete y exige el servicio al prójimo. Se apega a Jesús, toma lo que es definitivo y lo que ya nunca nadie le podrá quitar.

No es que Cristo diga que no se haga el trabajo del hogar o que se abandonen las ocupaciones cotidianas y no se realicen con el mejor cuidado que se sepa, sino que, so pretexto de la expresión de Marta, destaca la vida espiritual y la unión íntima con Cristo como “la mejor parte” y asienta su doctrina sobre el Reino: Buscad primero el Reino y su justicia (Mt 6,33); nadie deja todas sus cosas por Mí o por el Evangelio, que no reciba el ciento por uno en este mundo y en la vida eterna (Mc 10,29s). Es el “En mí yo no vivo ya y sin Dios vivir no puedo” de San J. de la Cruz; el ansia de la esposa: Yo soy de mi amado y su deseo tiende hacia mí (Cnt 7,11); o la voz del salmista: “Tú has llenado mi corazón (Sal 4,8).    

Jesús indica que no es en las cosas materiales donde se debe poner el interés, sino en las cuestiones del espíritu, en las cosas del Padre, como señala Lucas en otros textos: No sólo de pan vive el hombre. Mi madre y mi hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen (Lc 4,4; 8,21).

Pueden ser figuras representativas de dos tipos de mujer cristiana. Son dos formas de amor. Marta, el ama de casa que deja su vida en el servicio a los demás, que busca la perfección en el trabajo bien hecho, en la entrega al prójimo y a Cristo. Y lo hace con cariño, con gozoso sacrificio, con generosa abnegación. Y María, la que se aparta del trajín hacendoso, abraza su vocación de unción y adoración y se da en ofrenda y servicio a Dios. Es la mujer que pone su interés en la unión íntima con Dios y está en la continua escucha de la palabra. La perfección está en amar a Dios por encima de todo y en amar al prójimo con un amor operativo. Lo fundamental consiste en que todo creyente persevere en el amor de Cristo y cumpla su mandamiento (Jn 15,9-17).

 

Nardo y anuncio (Jn 12,1-8).

 

La unción de María tiene lugar, seis días antes de la Pascua, en Betania, a tres kilómetros de Jerusalén, donde residen Marta y María. Allí le ofrecieron una cena al Maestro. Marta servía y Lázaro era uno de los comensales. Tuvo que ser muy importante y causar un gran impacto entre el discipulado de Jesús para que perdurara en la memoria y lo hayan recogido los evangelistas. Viene a testimoniar el rango y la consideración que se le otorga a la mujer y a su gesto de veneración en la cristiandad primitiva. 

Dos sinópticos (Mt 26,6-13; Mc 14,3-9) refieren también la unción de Jesús en Betania, pero con diferencias notables: Se produce en casa de Simón el leproso; no es María la que lleva el perfume, sino sólo “una mujer” innominada; el reproche procede de “algunos de ellos”, no se personaliza; y señalan que puso el perfume sobre la cabeza para ungir su cabello.

Los exégetas piensan que el relato es histórico; es lógico suponer que una tradición así y concerniente a una mujer ha de sustentarse en un sólido fundamento histórico para mantenerse en los círculos cristianos.

 La entrega evangélica y disposición de servicio de la mujer se evidencia en esta emotiva escena en que María, hermana de  Marta, lava y unge los pies de Jesús con nardo auténtico, perfume oloroso de alto precio:

 

María, por su parte, tomó una libra de perfume de nardo puro, de gran precio y ungió los pies de Jesús, enjugándolos luego con sus cabellos, por lo que la casa se llenó del olor del perfume (Jn 12,3).

 

La unción en Betania, sin entrar en los citados signos, es un genuino acto significativo: inicia la semana de la pasión; ya no queda mucho tiempo para estar con Jesús, su muerte es inminente; los judíos han decidido matarlo, el signo realizado con Lázaro, mueve a la masa  popular a creer en el Nazareno, lo que les parece sumamente peligroso.

Este hecho es un recurso estilístico para indicar contenidos teológicos: el camino de la muerte conduce a la victoria gloriosa y definitiva; el hombre ha de morir y resucitar con Cristo. Los sinópticos exponen que el ungüento se derramó sobre la cabeza de Cristo, señal de dignidad real. Es un acto y signo profético que proclama a Jesús como Mesías; los profetas, en la ceremonia de entronización de los reyes, les ungían la cabeza. Por su parte, San Juan hace resaltar que María puso el perfume sobre los pies de Jesús, los ungió y después los secó con sus cabellos. María no lava los pies de Cristo con sus lágrimas, pues la costumbre y las normas de cortesía ya se habían encargado de disponer agua para lavarse, sino que los unge con el ungüento de nardo puro y los seca con sus cabellos, en prueba simbólica de veneración y embalsamamiento.

 Esta es la nota característica por ser extraña y estar fuera de lo ordinario. La unción de la cabeza era habitual y corriente, pero ungir los pies es algo extraño y desacostumbrado, así lo indican los sinópticos: “Tú no me ungiste con aceite la cabeza y esta ha ungido mis pies con perfume (Lc 7,46); y limpiar y secar el ungüento con los cabellos resulta más insólito, así como el que una mujer judía respetable aparezca en público con el cabello suelto.

 

Simbolismo.

 

El evangelista pone de relieve la excepción y el simbolismo y recuerda típicamente el ceremonial fúnebre que entraña la conducta de la mujer, de que da testimonio el mismo Cristo: Déjala que lo haga para el día de mi sepultura (Jn 12,7). Es un rito simbólico en reverencia a Jesucristo y como una anticipación del embalsamamiento que habría de hacérsele tras su muerte y que la premura y la circunstancia obstaculizan. El acto, objetivamente, tiene un alcance significativo superior a la intención particular. Vaticina instintivamente la muerte y resurrección de Jesús. Se considera una referencia a su muerte ya cercana. No obstante, en un primer plano de reflexión, se debe ver, en esta acción de María, una efusión de reverencia, de estima y devoción.

El que toda la casa se llenara de aquel olor revela pleonásticamente la intensidad, concentración y valía del perfume, al mismo tiempo que encierra un valor simbólico. Es la anticipación y predicción de la gloria de Cristo (Jn 12,28), es el olor hondo del comprender a Jesús. Para S. Pablo, es el buen olor del conocimiento de Cristo que él difunde con su predicación (2Cor 2,14). El buen olor del perfume contrasta con el olor de la muerte, explícito en la presencia de Lázaro en el banquete y en la de Jesús ya próxima. Esta acción se conservó en los círculos de la tradición cristiana primitiva:

 

En verdad os digo que donde sea predicado este evangelio, en todo el mundo, se hablará de lo que ella ha hecho, para recuerdo suyo (Mt 26,13; Mc 14,9). 

 

Sin duda, ante su muerte ya próxima, Jesús se deja ungir y desaprueba las críticas de Judas. Uno de los discípulos, el que llegado el momento traicionará al Señor, reprocha la acción de María:

 

 Entonces dijo Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que lo iba a entregar: “¿Por qué no se vendió este perfume en trescientos denarios y se dieron a los pobres?” (Jn 12,4-5).

 

Tomó un frasco de cuello largo con perfume de nardo legítimo, producto que se importaba de la India, Creta y Siria. Se indica que era auténtico, porque, como dice Plinio, era escaso y se cometían continuos fraudes y que “era de mucho precio”, Judas lo tasa en trescientos denarios y el denario era el salario de un día de un trabajador. El alto coste del ungüento, casi la paga de un año, muestra el enorme aprecio que tiene esta mujer por el Señor.

Y ese alto precio del nardo que se debía haber entregado a los pobres es el argumento, excusa, que aduce el discípulo. El evangelista matiza y expone claramente la razón de ello en que Judas era ladrón que robaba de la bolsa que los apóstoles tenían en común. Judas no es la voz común de los presentes, sino el conocido antagonista de Jesús que expresa el parecer del mundo contra el lujo. A él no le inquietaban en absoluto los pobres.

Pero Jesús detiene el reproche: “déjala que embalsame mi cuerpo que luego, con la premura, no va a poder hacerlo; ha hecho conmigo una buena obra y a los pobres podréis ayudarles en el futuro, pues a los pobres siempre los tenéis con vosotros, pero a mí no me tendréis siempre” (Jn 12, 8), frase de tipo sapiencial más que profético, basada en el desarrollo normal de los aconteceres de la historia; con esta perspectiva se dice en la Escritura: Nunca faltarán pobres en la tierra (Dt 15,11); la relación con Cristo, en la tierra, ha de realizarse a través de los pobres, los oprimidos, los desheredados, a los que nombra vicarios suyos (Mt 25,35-36).

La frase no puede conducir a una fatal resignación ante la pobreza sin solución posible, como si el mismo Jesucristo así lo hubiera afirmado. Por el contrario, la frase hay que entenderla de este modo: “A los pobres debéis tenerlos siempre con vosotros”.

Dios no quiere la pobreza. Jesucristo optó por los pobres. Vino a evangelizar a los pobres (Lc 4,18) y los llamó bienaventurados (Mt 5,3), no porque fueran pobres, sino porque con su venida ha llegado la hora de que dejen de ser pobres.

Esto es lo que demanda el mensaje evangélico: que los pobres sean cada vez menos pobres y los ricos menos ricos, que haya igualdad, que se distribuyan equitativamente los bienes de la tierra.

Jesús cortó diciendo: Déjala que lo haga para el día de mi sepultura. Luego no va a haber ocasión. María hace una obra buena de anticipación; los judíos distinguían entre limosna y obra buena, entendiendo, por obra buena, un acto de superior caridad; es lo que hace María al adelantarse a perfumar y embalsamar a Cristo para su muerte, ya inminente; ella habría oído, atenta, la predicción de que el Hijo del hombre había de morir (Mc 8,31) y, con intuición femenina, percibe que es el momento de la finura y del amor para con Aquel Cuerpo llamado a la sepultura.

El hecho tiene una particular importancia cristológica y soteriológica. Es una “obra buena” porque señala la entrega de amor personal a Cristo.

 


La resurrección y la vida (Jn 11,1-47).

 

A su llegada, Jesús se encontró con que hacía cuatro días que Lázaro estaba muerto. Betania distaba de Jerusalén unos tres kilómetros y muchos judíos habían ido a casa de Marta y María para consolarlas (Jn 11,17-19).

 

Esta historia de la resurrección de Lázaro preludia en el cuarto evangelio los sucesos de la Pasión, porque este “signo” es la causa última de que el Sanedrín decida la condena a muerte de Cristo. Añádese a ello la transcendental significación teológica que contiene en diferentes planos y que, en definitiva, señala al mismo Maestro como la resurrección y la vida, pues su caminar no es de muerte sino de glorificación. Quien cree en Él y ama al prójimo, pasa de la muerte a la vida, de modo que la resurrección de Lázaro es un signo de la de Jesucristo. La luz de pascua ilumina los pasos de Jesús que, en su realidad histórica, abarca primero la tiniebla inexplicable del dolor humano.

 El cuarto evangelista llama “signos” a los milagros, porque se trata de actos simbólicos, indicadores que inducen a encontrar, bajo el hecho narrado, una enseñanza más profunda. Son recursos estilísticos, medios empleados para establecer la entidad auténtica de Jesús: Es el maestro, el pan vivo bajado del cielo, la luz, la vid, el buen pastor, la verdad, el camino, el siervo de dolor, la resurrección, la vida. Están agrupados del capítulo 2 al 12 con el nombre de “Libro de los signos”. Junto a los siete signos ha puesto siete discursos que forman la raíz teológica del evangelio y cada uno explica una idea esencial. El conjunto se establece en una estructura constante: hecho narrado y precisión discursiva, a fin de ir aclarando el significado de cada signo en el discurso.

El relato pretende anunciar y divulgar la divinidad del que dio la buena noticia del evangelio. S. Juan, por medio del texto literario, proclama que Jesucristo es la Resurrección y la Vida. Es preciso conectar este pasaje con la exposición de la unción de Betania cercana a Jerusalén. Cristo camina hacia la muerte, pero Él es la vida, si muere resucitará; volverá a la vida. Cristo no muere, es Dios. Y esta es la finalidad fundamental que late en el texto.

El tema de la resurrección tiene antecedentes bíblicos: la que llevan a cabo Elías (1 Re 17,17-24) y Eliseo (2 Re 4,29-37). Por otra parte, recordemos la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5,22-43), que muestra un gran paralelismo con esta y la del joven de Naím (Lc 7,11-16). El objetivo teológico de estos relatos es mostrar la divinidad de Cristo, presentar a Jesús como el triunfador de la muerte.

En el texto de la resurrección de Lázaro, que tiene reminiscencias con la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, se percibe la confesión de fe en el resucitado y la afirmación de que por la fe se participa en la vida de Cristo.

Las hermanas tienen gran confianza en sus dotes curativas, no van más allá y por ello afirman que de haber estado Jesús allí el hermano no hubiese fallecido. De nuevo, se percibe el símbolo; la dilación de tres días que pasan antes de llegar, es un recurso literario que hace sutil referencia a la muerte y resurrección de Jesús, resucitado al tercer día: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero yo sé que Dios te concederá todo lo que le pidas”. Jesús le dijo: “Tu hermano resucitará” (Jn 11,21-23). Su fe es incipiente. No han captado toda la realidad de Cristo.

La fe de Marta se concreta aún deficiente e inmadura. Afirma su creencia en la fuerza de la oración de su amigo Jesús y que cura y puede curar a los enfermos por intercesión; y esto mismo refleja María en sus palabras, al echarse a los pies del Señor (v.32). Debía ser este, sin duda, el sentimiento que sugerirían las expresiones entrecortadas por el llanto que habrían proferido las hermanas en esos días de duelo. No viven en la profundidad de la fe. Aunque Cristo no esté materialmente presente, Cristo “está”.

Le dice Marta que cree que Dios le concederá cuanto pida, pero no que está hablando con Él-Dios; no cree en la resurrección de su hermano, pues, al afirmarlo el Señor, ella lleva su pensamiento a la resurrección final, “al último día”.

Son dos esferas distintas de concepción: Marta, María y los discípulos se mueven en un plano natural y humano: la enfermedad y la muerte ya irreversible, ya huele (39) y Jesús, en uno superior, el teológico, vivirá.

Y, lo mismo que la samaritana llega a saber poco a poco por el propio Jesús, que se halla ante el Mesías, también Marta oirá de Él mismo quién es y, tras titubeos, dirá que cree que es el Mesías y que sabe que es el Hijo de Dios cuya venida esperaba el mundo:

 

“Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees esto?” Le contestó: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que ha venido al mundo” (Jn 11,25-27).

 

Y es esta la otra ocasión en que solemne y tajante declara abiertamente su identidad: Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá (v.25). ¿Crees esto? A esta pregunta directa, Marta afirma su fe y confiesa la divinidad de Jesús: “Tú eres”, eres “el Mesías y eres “el Hijo de Dios”. Su esperanza se ha robustecido y su fe ha sido confirmada. La respuesta sintetiza la cristología del Evangelio.

Esta proclamación de su fe en el reconocimiento de Cristo es el culmen de la revelación. El evangelista Juan pone, en boca de una mujer, la profesión de fe que Mateo hace decir a Pedro: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios Vivo (Mt 16,16).

Jesucristo es la Resurrección. En el A.T., se dice que Dios es la Vida, así también, Jesús como es Dios, tiene el poder de resucitar. Vida que ofrece Dios en el mismo momento de acoger la fe. El que cree y acepta la fe ha pasado de la muerte a la vida (Jn 5,24). La vida se inicia ya, aquí y ahora. El evangelio de San Juan hace presente el regalo de Dios en el ahora; el fruto de la fe y de la Palabra es actual. Esta fe es la que quiere Jesús comunicar a la turba que expectante presencia el prodigio.

Marta, al saber que Jesús se acercaba a Betania, salió corriendo a su encuentro, mientras María se quedó en casa atendiendo a los visitantes que habían acudido a testimoniarles su pésame: Los judíos que estaban en casa de María y la consolaban… (Jn 11,31). Estas visitas de duelo eran muy corrientes en las costumbres judías como muestra de caridad, de dolor y de amistad. El periodo de luto estricto se dilataba durante siete días: “Cuando llegaron a la era de Atad, al otro lado del Jordán, hicieron una grande y dolorosa lamentación y José guardó por su padre un luto de siete días” (Gn 50,10); durante siete días hubo luto en su pueblo” (Jdt 16,24). De acuerdo con las prácticas rabínicas, tres días se dedicaban al llanto y los otros al luto. El rito se observaba puntualmente: volvían al sepulcro, se sentaban en tierra quitándose el calzado y se mantenía la cabeza velada.

 

El Maestro te llama.

 

Jesucristo manda recado a María, y, cuando las visitas la vieron salir, creyeron que su fuerte dolor la llevaba al sepulcro y la acompañaron. Ella, al llegar a Jesús, se abalanzó a sus pies llorando, los judíos visitantes lloraban y la emoción se contagió y conmovió hondamente a Cristo; aquí, muestra claramente su plena humanidad y su divinidad.

 

 Jesús, al verla llorar y que los judíos que la acompañaban también lloraban, se estremeció y, profundamente emocionado, dijo: “¿Dónde lo habéis puesto?” Le contestaron: “Ven a verlo, Señor”. Jesús se echó a llorar, por lo que los judíos decían: “Mirad cuánto lo quería” (Jn 11,33-36).

 

Resulta conmovedor leer que las lágrimas de María motivan las lágrimas de Jesús y deducir que el hombre y la mujer, el ser humano, pueden “forzar” a Dios con su dolor, con su pena revestida de fe que logra conmover el impulso celestial para que actúe salvíficamente en el plano terrenal. La emoción y las lágrimas de Jesús, legítimas por su amigo Lázaro, son el abrazo redentor que Cristo quiere mostrar en ese momento por todos los sufrimientos y aflicciones que envuelven el diario vivir y ha de soportar el cristiano.

            Jesucristo va hacia la tumba y pide que quiten la piedra. Se cumple su deseo, pero nadie está pensando en la resurrección. Marta, con sus palabras referentes al mal olor y a la descomposición del cadáver, lo deja explícito. Para el Talmud, el alma permanecía los tres primeros días y al cuarto se marchaba comenzando la putrefacción. Marta piensa que el Maestro, a causa de la gran estima y aprecio de su amigo Lázaro, desea verlo por última vez. Es un recurso literario del evangelista para poner en primer plano el milagro que el Mesías, Dios de la Vida, va a realizar.

La fe sigue incipiente y titubeante y Jesús tiene que insistirle: ¿No te he dicho que, si creyeres, verás la gloria de Dios? (Jn 11,40). No es un mago de prodigios. Ora al Padre y en ello revela su íntima unión y adhesión a la voluntad del Dador de la vida que le confiere a Él tal poder (Jn 5,21).

Rezando al Padre, alzó la voz y gritó fuerte: “¡Lázaro, sal fuera!”. Y el muerto salió atado de pies y manos con vendas y envuelta la cara en un sudario. Jesús les dijo: “Desatadlo y dejadlo andar” (Jn 11,43-44).

Este ¡Sal fuera! es el grito que incita al mundo, voz que de continuo lanza Jesús a la humanidad ciega y sorda para que salga del odio, del egoísmo, de la injusticia, del materialismo y de tantas miserias. “Desatadlo y dejadlo andar”. Desatad al mundo de la guerra, del hambre, de la opresión y de la muerte.

Marta y María vienen a enseñar esta preciosa y sublime lección a todos los cristianos; con su fe y su llanto, están afirmando que Dios atiende al género humano conmovido ante su dolor y revelan que la mujer fue una gran oidora de la Buena Nueva, discípula atenta y aventajada que, con atención y credulidad, se adhirió a Jesucristo.

 

2.   LA VIUDA DEL ÓBOLO (Mc 12,41-44; Lc 21,1-4)

 

            Este breve episodio no lo narra San Mateo. Los otros dos evangelistas cuentan este relato de fina observación de Jesucristo, mientras está descansando. Es la mirada circundante del deambular de la gente que se hace desde los bancos y apoyos de los alrededores de los monumentos.

            Jesús, siempre atento, sentado frente al gazofilacio, el tesoro del templo, situado en el atrio de las mujeres, fijó su mirada en la gente que dejaba caer sus donativos para el culto. En la parte anterior, según la Mishna, había trece cepos, en forma de trompetas, con una oca muy grande, para recibir las dádivas. Se dio cuenta de las clases sociales que pasaban y de las cantidades que aportaban. En esto, llaga una pobre viuda sola y echa dos monedillas de un cuarto, dos “leptós” que hacen un “cuadrante”, dice Marcos; valía la dieciseisava parte de un denario, moneda de plata acuñada en Roma. Se dice que el denario era el sueldo diario de un trabajador (Mt 20,2).

En realidad, su aportación es insignificante; pero, no es esta la cuestión. Cuando muchos ricos depositaban mucho, ostentosamente cargados sus criados con las ofrendas, era parte de aquello que les sobraba, ella, en cambio, de su miseria, puso todo cuanto tenía, todo su sustento. El énfasis se pone no en lo que se da, sino en lo que queda. A esta mujer no le queda nada, lo da todo; y a los otros, aunque den mucho, les queda mucho. Una mujer, sin oficio ni ocupación, cuando pierde al marido y queda sola, sufre en silencio frecuentes vejaciones y necesidades; la mayoría de las veces la “paga” que recibe es insuficiente para cubrir las precisiones diarias.

Jesucristo llama a los discípulos y aprovecha la ocasión para enseñar y explicar una lección de humildad, de desprendimiento y de fe. Dios no valora la cantidad, sino el silencioso ofrecimiento de amor; no mira la materialidad, sino la intención con que se entrega el oferente; es el amor, no la ostentación.

Aquel día esta viuda contribuyó más que ninguno de cuantos pasaron dejando su aportación y pavoneándose con sus vestimentas y dineros. Su cuenta en el cielo acrecentó en grandes cantidades de amor y de fe.

 

3. LA ELOGIADORA (Lc 11,27-28)

 

            Mientras estaba hablando, de entre la multitud, una mujer alzó la voz y gritó: Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron (v. 27).

Este episodio se encuentra sólo en San Lucas. Se comprende que, en el contexto de las palabras de Jesús, esta mujer anónima se llenó de entusiasmo y emoción y en un impulso de fervor, sin poderse contener, le salió el grito de alabanza. Pero, la mujer no toma una cualidad del que habla, sino que se acuerda de su madre y la bendice. Es una costumbre muy extendida entre los pueblos, recurrir a la madre tanto para ensalzar como para ofender. La gloria de las madres son los hijos (Prv 23,24; Gn 30,13; Lc 1,58).

La personalidad de Cristo era arrolladora; y su discurso hondo, sencillo y convincente arrastraba. Oyéndolo, comprobó su grandeza y supuso que estaba ante el Mesías que todos esperaban, de ahí que, como mujer, se acuerde de la madre y la llene de bendiciones por haber traído al mundo tal Hijo. Y, en sus palabras, la mujer evoca el Magnificat que ya se está cumpliendo ante sus ojos maravillados.

Jesucristo recibe con regocijo el elogio y, motivado con ello, dirige su pensamiento hacia la esencial grandeza de la maternidad de María que oía y guardaba todas las cosas de Jesús en su corazón, lo que le hace contestar: Bienaventurados más bien los que oyen la palabra de Dios y la practican. Estas palabras no son de rechazo, como pudiera parecer en una lectura superficial, sino de engrandecimiento de su propia madre que es la más grande, porque, como nadie oye y practica la palabra de Dios. Al hombre que entiende y guarda el mensaje de Cristo, tal plenitud le basta, y todo lo demás se le dará por añadidura (Mt 6,33).