Las mujeres del Evangelio

IV. Cuatro pecadoras

Editado por Escuela Bíblica de la Axarquía (Con Licencia Eclesiástica)

Autor: Camilo Valverde Mudarra 

 

 

1. LA SAMARITANA (Jn 4, 5-30)

 

Era ya cerca del mediodía. Jesús de paso por Samaría, llegó al pueblo de Sicar -la antigua Siquen se identifica ordinariamente con Flavia Neápolis- y, cansado de su caminar, se sentó en el brocal del pozo de Jacob. Tras una caminata por el polvo y el sol palestino, el viajero sale agotado. El evangelista destaca este aspecto humano de Jesús. Llega una mujer a sacar agua. Y se entabla la conversación:

 

Llegó una mujer de Samaría a sacar agua, y Jesús le dijo: “Dame de beber”. (Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar de comer). La samaritana le dijo: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?” ( (Jn 4, 7-15).

 

Jesús, que no tenía con qué sacarla, se acerca a ella y le pide agua. Se entabla así la conversación de importante sentido teológico. En la carta apostólica “Mulieris dignitatem”, el Papa Juan Pablo II, dice: “Jesús dialoga con la samaritana sobre los más profundos misterios de Dios. Le habla del don infinito del amor de Dios, que es como "una fuente que brota para la vida eterna" (Jn 4,14); le habla de Dios que es Espíritu y de la verdadera adoración, que el Padre tiene derecho a recibir en espíritu y en verdad (cf Jn 4,24); le revela, finalmente, que él es el Mesías prometido a Israel (cf Jn 4,26)” (MD, 15). Este diálogo viene a completar e interpretar el contenido de los dos capítulos precedentes: el agua viva de que surge la vida eterna evoca y explica el signo de Caná y el renacer de agua y de Espíritu que propone Jesús a Nicodemo (Jn 3,5); el Nuevo Testamento supera al Antiguo.

Destaca en la misma narración literaria el simbolismo histórico que late en toda la escena: aparece la mujer que, al sacar el agua, puede calmar la sed física de Cristo, quien, y ella no lo sabe, va a darle un agua que apaga la sed del espíritu.

 

Hostilidad judía.

 

Los judíos no se trataban con los samaritanos por razones étnicas y por oposición religiosa: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí que soy samaritana? (Jn 4,9). Se manifestaban la hostilidad y el desprecio más feroz. De ahí, el tú, siendo judío

Los reyes asirios habían colonizado el territorio de Samaría con gentes deportadas de sus naciones, lo que dio lugar a mixtificaciones raciales y sincretistas. Así, se fabricaron cinco divinidades y las colocaron en los “lugares altos” construidos por los samaritanos (2 Re 17,24-41), a las que rendían culto, junto al Dios de Israel: Veneraban a Yahvé y servían a sus dioses según sus ritos (2 Re 17,33). Los samaritanos levantaron en el monte Garizín un templo cismático a Yahvé, que luego fue destruido por Juan Hircano I, el año 128 a. C.; pero el culto continuaba celebrándose en el monte, lo cual agudizó el odio judío contra Samaría. El culto a Yahvé era ilícito e impropio para los judíos, por no realizarse en el templo único y por coexistir con ritos extraños. Es el símbolo al que se refiere el evangelista con la expresión de “los cinco maridos”; estos maridos representan los dioses paganos y extranjeros que perduran en los cultos de Samaría y que siguen adorando.

La ley prohibía hablar con mujeres en público y más aún con samaritanas. Para los rabinos, esta conducta era indecorosa. Ella misma muestra su extrañeza. Pero, a Jesús, no le detenían ni le amedrentaban los convencionalismos sociales y los prejuicios culturales de su época. Tal actitud, que a muchos crisparía, resultando tan sorprendente como revolucionaria, queda ahora empequeñecida por el encuentro con la samaritana. La mujer pertenece a un pueblo separado, considerado impuro e infiel por los judíos.

 

El don de Dios: el Agua viva.

 

 Jesús, que no ha venido a pedir sino a dar, va directo al objeto de su misión de salvación; la cuestión se torna y el que pide, ruega ser pedido. Quien pide agua fresca, ofrece agua viva.

 

Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: ‘Dame de beber, tú le habrías pedido a Él y Él te habría dado agua viva’ (4,10).

 

El don que le propone Jesús viene a ser el agua viva, el agua que mana, que corre, salta incontaminada y brota pura; y esta significa la salud, la vida eterna. Pero, no una acción salutífera de condiciones naturales, sino que el símbolo del agua viva hace referencia, en S. Juan, al Espíritu Santo, fuente inagotable que mana en el alma ese agua prodigiosa. Así, la intensa y conocida frase de Jesucristo: El que tenga sed, que venga a mí y beba, de lo más profundo de todo aquel, que crea en mí, brotarán ríos de agua viva (Jn 7,37-38), la explica el mismo autor en el versículo siguiente: esto decía refiriéndose al Espíritu (Jn 7,39). No se vea, pues, contradicción alguna: el don de Dios, es Dios mismo donado en Cristo. El don de Dios, en el cristianismo primitivo, designaba al Espíritu Santo (Act 2,38; 8,20; 10,45; Heb 6,4). El agua simboliza un don que se puede identificar con la revelación de Dios, revelación del Padre, que Jesús hace a los hombres. El agua es Cristo mismo. Es el agua de la revelación, su doctrina.

 Para la Edad Media, el agua fue la gracia santificante. Muchas veces, el símbolo del agua se relaciona con la sabiduría:

La instrucción del experto es manantial de vida. Las palabras de un hombre son agua profunda, arroyo que fluye, manantial de sensatez  (Prov 13,14; 18,4).

Me han abandonado a mí, la fuente de agua viva (Is 2,13).

Porque abandonaron a Yahvé, el manantial de agua viva (Jr 17, 13).

Hirió la roca y las aguas saltaron, fluyeron torrentes (Sal 78,20).

Le dará a beber agua de sabiduría. (Si 15,3).

La enseñanza del sabio es fuente de vida para escapar de los lazos de la muerte (Pr 13, 14).

 

Y el agua viva es el Espíritu que Jesús comunica. El que no nace de agua y de Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios (Jn 3,5.15); es el símbolo del Espíritu, "río de agua" que brota de las entrañas de cuantos crean en Él; recuerda la efusión del Espíritu en los tiempos mesiánicos (Is 44,3; Ez 36,25; 47,1-12; Jl 35, 18). La conexión entre agua y espíritu es frecuente en los textos bíblicos:

 

El Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas (Gn 1,2).

Un agua profunda es la palabra en el corazón del hombre, un río que brota, una fuente de vida (Pr 18,4).

Te guiará Yahvé y serás como huerto regado o como manantial cuyas aguas nunca faltan (Is 58,11).

Porque el Espíritu es la verdad. Tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre y los tres convergen en lo mismo (1Jn 5, 6-8).

 

Descendientes de Jacob.

 

Los samaritanos gustaban de proclamarse descendientes de Jacob, a través de las tribus de Efraím y Manasés. Samaría era la tierra de los patriarcas (Gn 12,6, 33,18; Jos 24,25; Jue 9,6).

La samaritana simboliza a quienes quieren encontrar a Dios y lo buscan en medio de sus faltas y defectos. En el transcurso del diálogo, aquella mujer va a descubrir que el judío, que le pide agua, es mucho más que Jacob, el padre de Israel, porque Él regala un agua viva, manantial que salta hasta la vida eterna, la que una vez probada, elimina la sed para siempre, la sed del espíritu que sienten los que respetan a Dios, los que desean seguir sus caminos y abrazar su plan salvífico.

Cristo, el Nuevo Testamento, excede en gran manera al Antiguo, sugerido en Jacob. Simboliza que de la antigua fuente de Jacob mana el judaísmo, para resaltar, en contraste, que de Cristo salta la novedad del agua mesiánica, por ello se habla de la heredad que dio Jacob a su hijo José, cuyos restos fueron enterrados en Siquem (Jos 24,32).

La contraposición con Jacob expresa aquel algo misterioso que la mujer presiente mientras ve y oye a ese hombre particular; quiere entender la clase de agua que le describe Jesús, siente urgente un deseo incontenido por ese agua, tiene y ha tenido enorme sed, sed de muchas cosas, sed infinita. Inmediatamente, en su búsqueda, prorrumpe en la oración y le suplica: Señor, dame ese agua. No deseo tener nunca más sed y beber para siempre el manantial de Dios. Pues, el que viene a mí, no tendrá hambre y el que cree en mí, no tendrá sed jamás (Jn 6, 35). La misma imagen refleja el Apocalipsis en 22,17; 7,17. Cristo es aquí el dispensador de la gracia, del don del Espíritu.

Jesús lee en lo recóndito del alma:  Anda, llama a tu marido y vuelve aquí” (Jn 4, 16). No es que le interesase ver al marido, ni que quisiera afrentarla. Trata de incitar su conciencia, el llevarla a la condena de su vida irregular. Es ir a su objetivo. Él venía a salvarla. La salva su encuentro con Cristo. La samaritana empezó a comprender, cuando le hizo patente su penetración sobrenatural sobre su conducta inmoral. Se trata de una mujer pecadora, que ha tenido varios esposos y convive con un hombre, el sexto, que no es su marido.

La samaritana es un prototipo que simboliza y encarna al pueblo de Samaría; los cinco dioses (2 Re 17,29-33), importados por los conquistadores asirios, personifican los cinco maridos que había tenido: has tenido cinco maridos. Y el sexto representa el culto ilegítimo y herético, que, a la sazón, daban a Yahvé, al no centrarse en Jerusalén. Estamos, pues, ante un adulterio cultual y religioso. El nombre dado a Baal, precisamente, señala dos significados, el de marido y el de un dios pagano.

La mujer titubea en su apreciación. No sabe quién es ese hombre. Vislumbra al personaje. Duda. Pero, sí, cae en la cuenta de que está ante un profeta de Dios, no ve todavía toda la realidad. La conversación fluye suavemente, en ritmo ascendente, hasta su desenlace final.

Ante el templo cismático, se plantea la legitimidad del lugar en que dar culto y del modo de adorar a Dios. Pero llega la hora, y en ella estamos, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad (Jn 4, 19). Ya no serán necesarios los templos para venerar a Dios. Jesús establece que tal asunto es ya irrelevante, ha llegado el tiempo nuevo, la salvación viene con Él, presente en el “ahora”. Él mismo es el templo vivo de la verdad.

Jesús mismo reemplazará el templo en Jn 2,21. El Espíritu impulsará el culto nuevo del tiempo mesiánico que va a sustituir al rutinario del templo, culto sin espíritu reducido al frío ritualismo externo. El viejo templo será destruido y el templo nuevo exige un culto nuevo, vivo, vivificado por el alma. No se necesita el Garizín ni Jerusalén ni catedral, a Dios se le ama y adora en Jesucristo, en la verdad del corazón entregado a Dios y a los hermanos. Se trata de dar culto al Padre en Espíritu, que será adorado únicamente por quienes poseen el Espíritu que los convierte en hijos de Dios (Rom 8,15). El Espíritu de la verdad es el Espíritu de Jesús (Jn 14,17; 15,26). Significa adorar al Padre a través de Jesucristo que es el camino y la verdad, bajo la acción de Espíritu de la verdad y del amor. Es sumergirse en el misterio de la Trinidad Santa.

La hora está aquí, la hora mesiánica que Él inaugura no exige la exclusividad de monte ni de Jerusalén. Los samaritanos, al no aceptar más que el Pentateuco, desconocen la revelación plena. La salud viene de los judíos porque conocen y no mutilan la revelación, porque recibieron las promesas proféticas, mantienen el canon íntegro de las Escrituras y de ellos nacerá el Mesías.

Ha llegado la hora es una expresión característica de S. Juan. Llega la hora de la salvación, de la fe en Cristo: el que escucha mis palabras y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna (Jn 5,24); el que cree en Él no será condenado (Jn 3,18). Es la hora de entender y ver: el que ve al Hijo y cree en Él, tiene vida eterna (Jn 6,40). Es la hora que aún no ha llegado en la boda de Caná y que la madre le fuerza con su ruego. Es la hora de su predicación: La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre (Jn 1.9); la hora de hacerse presente a los suyos para que se muestren hijos de Dios y manifiesten su fe: a todos los que la recibieron les dio el poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre (Jn 1,12).

 

El Mesías, soy yo. (Jn 4, 25-26).

 

Jesús se define y se manifiesta Él mismo: Sé que vendrá el Mesías. Soy yo, el que habla contigo. Como lo hace en otras ocasiones: Soy yo, no temáis; Yo soy el pan de la vida; yo soy el pan vivo (Jn 6, 20.35.51); yo soy la luz del mundo; yo soy de arriba; conoceréis que Yo Soy; antes que naciera Abraham, Yo Soy (Jn 8, 12.23.28.57); yo soy la puerta; yo soy el buen pastor; yo y el Padre somos una misma cosa (Jn 10, 9.11.30); yo soy la resurrección y la vida (11, 25); para que creáis que Yo Soy (Jn 13,19); yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6) yo soy la vid (Jn 15,1); yo soy, tú lo has dicho, yo soy rey (Jn 18, 5.6.37).

El samaritano, como el judío, también esperaba la venida del Mesías, profeta del Altísimo, según dicta el Dt 18, 15ss, que todo lo pondría en claro entre judíos y samaritanos, nos hará saber todas las cosas; un nuevo Moisés que renovaría la Ley y el culto verdadero y anunciaría su doctrina a todas las gentes: Id y predicad el Evangelio a toda criatura (Mc 16, 15). Ha llegado el Mesías, Soy yo. Es notable que aquí Él mismo se proclama el Mesías; lo declara abiertamente y hasta en tono solemne y a una mujer y samaritana y de mala conducta, hereje y denigrada. Esta declaración sorprende porque, en otras ocasiones, no permite tal denominación, incluso en los sinópticos lo prohibe terminante y Él mismo lo evita.

 

La samaritana en misión de apóstol (4, 27-30).

 

Es este un hecho sorprendente; aquella mujer-samaritana-pecadora, al oír y aprender la verdad, se convierte en "discípula" de Cristo; es más, una vez instruida, recibe su vocación de apóstol y comienza su apostolado porque -dice J. Pablo II- “anuncia a Cristo a los habitantes de Samaría, de modo que también ellos lo acogen con fe (cf Jn 4,39-42). La mujer, junto a  Cristo, encuentra su propio ser y descubre la verdad. Esa verdad la libera, la reintegra socialmente y la dignifica” (MD, 15).

En el diálogo, la samaritana va conociendo de modo progresivo la revelación de Dios. El Maestro, con habilidad, provocando la inquietud, motiva su interés: Si conocieras el don de Dios… (Jn 4,10). Por la conversación, va descubriendo la identidad del que habla con ella: de tú, un judío, pasa al Señor, y luego al profeta, veo que eres un profeta (Jn 4,19). Hasta que al expresar su certeza de que ha de venir el Mesías, Jesús se manifiesta con toda claridad: Soy yo, el que está hablando contigo (Jn 4,26).

La mujer estuvo con Jesús, le habló y encontró la fe: el que escucha mis palabras y cree en el que me ha enviado, tiene la vida eterna (Jn 5,24). Su ruego se une a los que con fe le dijeron: Señor, danos siempre de ese pan (Jn 6,34). Ríos de agua viva correrán en el seno de los que crean en Cristo por la acción del Espíritu Santo. La misma imagen refleja el Apocalipsis en 22,17; 7,17.

            El contacto con Jesús y sus palabras, la transforman. La mujer, dejando el cántaro, ya no lo necesita, -y dejándolo todo lo siguieron (Lc 5,11)-, salió corriendo, a anunciárselo al pueblo. Convertida en apóstol, llegó a la ciudad diciendo:

 

“Venid a ver un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿Será acaso este el Cristo? Salieron de la ciudad e iban hacia Él” (Jn 4, 29-30)  

 

Sin embargo, su fe aún es débil. No les afirma decidida: es el Cristo. Llega a ellos con la duda, expresada en el interrogante: ¿Será el Cristo? Muestra una fe incipiente, la fe tambaleante, en sus comienzos. Sus paisanos, saliendo de la ciudad, dejado su entorno de la materialidad, de las cosas terrenas, al oírla, se dirigen hacia Cristo. El encuentro con Jesucristo exige el desprendimiento de la cotidianidad, el desembarazo de las ataduras mundanas, para entrar en el silencio del alma y desde allí oír su voz y encontrarse con Dios.

Así pues, la samaritana, cumpliendo su misión de apóstol: “Anda, llama a tu marido y vuelve aquí”, es la primera que anuncia a Cristo a su pueblo y pone las bases de la conversión de los samaritanos:

 

 Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en El por el testimonio de la mujer, que decía: "Me ha dicho todo cuanto hice". "Y cuando llegaron a El los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos. El se quedó allí dos días y creyeron muchos más al oírlo. Y decían a la mujer: "No creemos ya por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es de verdad el Salvador del mundo" (Jn 4, 39-42).

 

Es Jesucristo quien realiza la siembra, que más tarde cultivarán los seguidores de Esteban. Se acercan a Jesús, lo escuchan atentos, creen en Él y entran en oración: “quédate con nosotros”.

 

Comunidad cristiana.

 

En el tiempo, en que San Juan escribe su evangelio, florecía ya una comunidad cristiana en Samaría: (Jn 4,36-42). Así, se puede suponer por este texto de gran valor para conocer el origen del cristianismo primitivo. Esta iglesia samaritana es la primera que aparece fuera de Jerusalén. Había surgido a causa de la persecución y de la dispersión (He 6-8).

Felipe, separándose del grupo original, se refugió en Samaría, donde, con otros compañeros, sembró la semilla de la doctrina evangélica. Estaba, al frente de este equipo, Esteban, condenado y martirizado por el Sanedrín, en presencia de “un joven llamado Saulo”, a consecuencia de denuncia falsa por rencillas entre los helenistas y los hebreos. Los compañeros que compartían, con Esteban, su idea del encargo universal del evangelio, marginados por sus superiores y perseguidos por el judaísmo, hubieron de huir y alejarse. 

            Este grupo de misioneros primitivos llevó el mensaje de Jesús de Nazaret a la tierra despreciada de Samaría. Dirigidos por Felipe, el primero de aquellos predicadores, cuando, por el martirio, les faltó su amigo y regidor:

 

Felipe, bajando a la ciudad de Samaría, les predicó a Cristo. Las muchedumbres prestaban atención a las palabras de Felipe, oyendo y viendo unánimes lo que decía  y los milagros que hacía (He 8, 5-6).

            Felipe entró a sembrar en un campo que ya había sido arado y sembrado con anterioridad; por eso explica Jesús, cuando vuelven de la ciudad, que es cierto el refrán:

 

“Uno es el sembrador y otro el segador”: Yo os he enviado a segar, donde vosotros no os habéis fatigado. Otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de su fatiga” (Jn 4, 37-38)

 

            San Juan entrelaza en el texto dos acciones distintas y diferentes en el tiempo. La que lleva a cabo Jesucristo y la que luego vendrá a proseguir la misión de Felipe.

            El apostolado del que fue investida la samaritana por el propio Jesús con el Anda, llama, fue el desbroce de aquel terreno baldío. Ella abrazó sin titubeo su vocación y, saliendo rápido, dejando sus cosas, fue a la ciudad a llamar a la gente: Venid … (Jn 4, 28-29). Cumplió su misión de apóstol: predicar y propagar a Cristo; sembró y recogió el fruto: Salieron de la ciudad y fueron a Él (Jn 4, 30). Por ella, oyeron y conocieron a Jesucristo. Tuvieron contacto y convivencia con el Salvador y supieron la verdad, albergaron al Mesías y creyeron en Él.

 

2.   LA ADULTERA (Jn 8, 3-11)

 

Un texto errático.

 

 Esta perícopa no figuraba originariamente en este evangelio, es un texto fluctuante. En el plano literario de la historia de la tradición y de las formas y en el plano teológico, presenta con él diferencias; pero, en sí misma, nada impide, ni en el relato ni en el lenguaje, que sea una antigua narración sobre Jesús. Estilísticamente, se encuentra más próxima a los sinópticos y más concretamente a San Lucas que a S. Juan. La tradición posterior, muy lentamente la insertó entre su páginas, siendo reconocida como canónica antes en Occidente que en Oriente. Es lo que se lama un “texto errático” que, como la tradición oral independiente, se difundió por las iglesias cristianas, sin encontrar en mucho tiempo acomodo en los evangelios canónicos.

El contenido del relato refleja la tensión entre la perseverancia en la tradición de Jesús y los intereses de la disciplina de la Iglesia, a la que, por tender, en su organización naciente, hacia un cierto rigor en el tratamiento del adulterio y el divorcio, la piedad de Jesús con la adultera se le hacía incomoda. Si terminó por entrar en el texto joánico, significa el triunfo de la tradición de Jesús, frente a las motivaciones rigurosas de las normas eclesiásticas.

Entre la doblez y la ruindad: Los maestros de la ley y los fariseos le llevaron una mujer sorprendida en adulterio, la pusieron en medio y le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio (Jn 8,3-4).

Con intención de tentarlo y, si erraba, poder acusarlo, en parangón con el dilema del tributo al César (Mc 12,13-17), le trajeron una mujer, sin duda casada, pues, en la Ley, se entendía como adulterio, sólo, la infidelidad de la “esposa” o de la desposada. Pero, a la vez, no traen al hombre que cometía el adulterio. El relato nada dice a este respecto. Hay que suponer que, diestro en el asunto, con rapidez se dio a la fuga o bien lo dejaron escapar; como apunta algún exégeta, el marido intencionado había urdido la trama de modo que su mujer fuera sorprendida por los testigos y conseguir obscuros propósitos.

El adulterio, condenado severamente (Ex 20,14), tenía lugar cuando un hombre casado cohabitaba con mujer casada o prometida. La casada era propiedad del marido y sobre ella pesaba la fidelidad conyugal absoluta. Por el contrario, el varón podía tener varias mujeres, más las esclavas; de ahí que el adulterio consista en una violación del derecho del marido sobre su mujer o del novio sobre su novia. El hombre, casado o soltero, sólo cometía adulterio si la mujer era de otro, mientras que la mujer violaba siempre su propio matrimonio, si el hombre no era su marido. La familia patriarcal tenía necesidad de garantizar la legitimidad de los hijos y herederos; el adulterio, que ponía en peligro institución tan fundamental, era un delito capital. Es la preeminencia absoluta de los derechos del clan y de la descendencia sobre los del individuo. Si un hombre era sorprendido con una casada, los dos eran condenados a la pena de muerte (Lev 20,10; Dt 22,22). Nada se prescribe sobre los contactos de un hombre casado con mujeres solteras, aunque, eso sí, la soltera es juzgada minuciosamente y, en su caso, condenada (Dt 22,21). La historia de la casta Susana, en Dn 13, ofrece un buen paralelo de esta cuestión.

 

Tú ¿qué dices?

 

Una mujer adúltera, sorprendida “in flagranti”, en relación pecaminosa (según Dt 19,15 se precisaban al menos dos testigos del hecho), es llevada ante el Maestro: En la ley, Moisés mandó apedrear a estas mujeres. Tú ¿qué dices? Decían esto para probarlo y tener de qué acusarlo (Jn 8,5).

Piden su muerte, desean que Jesús yerre en su dictamen; si la absuelve, actúa contra la Ley y si la condena, contra la misericordia; incluso la cuestión apunta a posibles complicaciones con la autoridad civil romana, la única que podía dictar la pena capital; pretenden confundir al que hace signos tan sorprendentes, a la vez que intentan conferir, lo que estiman, un bien a la comunidad erradicando de entre ella el pecado: Así quitarás el mal de en medio de ti, y todo Israel, al saberlo, temerá (Dt 21,21); con esta leyenda terminan muchas de las prescripciones legales del Deuteronomio.

Contrasta la premura y las prisas de los doctores y fariseos, frente a la parsimonia y la tranquilidad de Jesús: Pero Jesús, agachándose, se puso a escribir con el dedo en el suelo. Como insistían en la pregunta, se alzó y les dijo: “El que de vosotros esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Y, agachándose otra vez, continuó escribiendo en el suelo (Jn 8, 6-8).

Mientras ellos quieren cumplir lo prescrito, ajusticiando a la pecadora sin pérdida de tiempo, Jesús, que ha captado la malicia interna de aquellos delatores, malicia inminente sobre Él y sobre aquella mujer, agachado, se limita a garabatear con el dedo en la tierra, lo que sugiere por sola evocación la interpretación de Jeremías (Jer 17,13), se alejan de Dios con su formulismo y vienen delatando y acusando al débil en lugar de humillarse bajo sus miserias e inclinar la cabeza al polvo de la tierra; no es fácil interpretar este gesto; puede que Jesús quisiera dilatar el asunto y significarles un desinterés ante la situación y puede tener también un sentido simbólico. Tal vez, fuese recordándoles el Abstente de las causas falsas (Ex 23,7).

Mueve el polvo del suelo, y quizá, piensa que muchos cuerpos retornarían al polvo si se aplicase concienzudamente la Ley, porque, según S. Pablo: Todos han pecado y necesitan el perdón de Dios (Rm 3,23), ¿quién está completamente libre de pecado, quién es santo?, ¿quién de entre los presentes no ha cometido adulterio con los ojos, con el pensamiento o el deseo?, ¿quién de entre los acusadores puede tirar la piedra, esto es, quitar la vida?

Y piensa que se emiten juicios con mucha ligereza: No juzguéis por las apariencias, juzgad más bien con juicio recto (Jn 7,24). Porque por tus palabras serás justificado y por tus palabras serás condenado (Mt 12,37). Isaías afirma: No juzgará por lo que a sus ojos aparezca…juzgará con justicia a los débiles (Is 11,3-4). Y S. Pablo: Porque en lo que juzgas a otro, a tí mismo te condenas, ya que haces tú las mismas cosas que juzgas (Rm 2,1). Se trata, pues, de una crítica a los fariseos, más pecadores que ella.

Jesús, que puede leer en el corazón de los hombres, ofrece su célebre respuesta, a fin de que los acusadores se desnuden a sí mismos y sean ellos sus propios jueces y, en conciencia, hagan veraz balance de sus existencias: Al oír estas palabras, se fueron uno tras otro, comenzando por los más ancianos y se quedó Jesús solo, con la mujer allí en medio (Jn 8, 9). Y ofrece, con ella, la nueva Alianza, el vino dulce en odres viejos; indica que se inaugura la Nueva Ley del amor y la misericordia que rompe los moldes y formas vetustas del puritanismo e hipocresía de los judíos.

Con su respuesta, Jesús resuelve, con aire de frescura positiva, toda la mísera situación de inferioridad y desprecio que soporta la mujer. Yo no te condeno es palabra de intenso amor y perdón pleno. Pues Cristo es amor; y la caridad no se alegra de la injusticia, pero se alegra de la verdad; todo lo excusa, lo cree todo, todo lo espera, todo lo tolera (1 Cor 13,6-7).

Cierto, eso sí, de ninguna manera da por bueno el pecado de la mujer. No excusa su mala conducta, como tampoco la reprende ni castiga.

Los primeros en retirarse son los ancianos, los más experimentados, y por ello, tal vez, con más pecados, también con más comprensión ante las debilidades humanas, advierten antes que los jóvenes la sabiduría del Maestro y se avergüenzan de hallarse allí, de su petición y premura; comprenden pronto, en el fondo de sus conciencias, la lección que sutilmente les expone Jesús sobre la dificultad de juzgar a los demás sin estar limpio de pecado, sin ser mejor que ellos; perciben que sin compasión, sin bondad y sin amor al prójimo, toda ley es carga y no liberación, piedra de tropiezo y no elemento de verdadera justicia.

Esta indignidad de los acusadores y testigos es una cuestión relevante del relato. Late aquí el elemento jurídico de los testimonios admisibles o recusables.

Jesús, mirándola, le dice:

 

“Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado?” Y ella contestó: “Ninguno, Señor”. Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete, y no peques más” (Jn 8, 10-11).

 

El maestro, sin excusar el pecado, levanta la cabeza y sólo hace una pregunta. No profiere ninguna frase de culpabilidad, ni de recriminación ni de reproche; se limita a darle el perdón y a cubrirla con la hondura enorme de su misericordia. Le brinda la salvación. El amor es el resorte que lo consigue, la mujer pecadora regresa a la vida, no es condenada, sino que salvada, es puesta en el redil: Jesús lo hace porque percibe la crueldad que insta al rigor de la ley, que es quebrantada a diario por conveniencia, porque nadie ha quedado para acusarla, dado que nadie está libre del pecado que equipara a hombres y mujeres desde el momento que a todos esclaviza; y porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 10); si hubierais entendido que ‘Misericordia quiero y no sacrificios’ no condenaríais a los inocentes. En su nombre, pondrán las gentes su esperanza (Mt 12, 7.21).

Jesús escoge la persona, antes que la ley; otorga el perdón y el amor sin paliativos, de modo absoluto, sin atender al arrepentimiento o persuasión. No condena, salva; no juzga, no recrimina, ama, da la dignidad a la humillada y el camino hacia la vida eterna: “Ve y no peques más”.

 

La pena de muerte.

 

Cuando Jesucristo les dice que tire la primera piedra el que esté libre de pecado, quiere decir, el que sea santo. Sólo el santo puede tirar la piedra, quitar la vida. Todos los seres humanos han pecado. El único santo es Dios; por tanto, el único que puede disponer de la vida humana es Dios. La actitud de Cristo muestra, pues, la abolición de la pena de muerte. Enseñanza fundamental que, en estos veinte siglos, no ha logrado entrar en las duras conciencias del mundo. Aterra ver con la facilidad y frecuencia que se ha matado y se sigue matando pública y privadamente bajo muy distintas razones. ¡Todas injustas! Nadie está capacitado para dictar la muerte de un ser humano. La repuesta evangélica es perdonar setenta veces siete (Mt 18,21-22); la sangre no se lava con sangre, el mal no se acaba con el mal, sino con el bien (Rm 12,17-21). No hay Derecho Natural, y no debería de haberlo “Positivo”, para legitimar la pena de muerte: Tampoco yo te condeno.

Esos instantes, en que la mujer pecadora se encuentra ante el Hombre sin mancha, están dibujados con un dramatismo inquietante que hace exclamar a San Agustín: relicti sunt duo, misera et misericordia (quedaron los dos solos: la miseria y la Misericordia). La misericordia triunfa sobre la miseria.

El maravilloso equilibrio que mantiene Jesús, al no excusar el pecado y perdonar con cariño e infinita misericordia al pecador, plasma en estas páginas una de las inmensas enseñanzas del Evangelio.

 

3. LA PECADORA (Lc 7, 36-50)

 

            El texto es exclusivo de San Lucas, evangelista de la misericordia. Esta narración sucede en la primera etapa del ministerio de Jesús, en una ciudad innominada del norte (Galilea); la realiza “una mujer pecadora”, que queda en el anonimato, silencia o desconoce su nombre y el anfitrión, “un fariseo”, es quien hace los reproches mentales y obliga a Jesús a presentarle la miniparábola de los dos deudores. Personaje este fariseo que, por otra parte, no se ha podido saber quién era.

Se ha discutido con frecuencia, sobre la identidad de esta pecadora, si podría o no ser alguna mujer conocida. No hay argumentos para la identificación. Lo cierto es que este relato de la pecadora no tiene relación con la unción en Betania (Mc 14,3-9; Mt 26,6-13; Jn 12,1-8) la cual sucede en el Sur (Judea) y unos días antes de la Pasión. En todo caso, el texto de San Lucas tiene una gran importancia por la doctrina apologético-dogmática que entraña sobre el perdón de los pecados.

            Jesucristo no tiene reparos en comer con fariseos, aunque lo tilden de “glotón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores” (Lc 7,34), son comidas apostólicas, sin duda, con finalidad evangelizadora. No están tan claros los motivos de la invitación, dada la animadversión de los fariseos hacia Jesús; pudo ser por una sincera admiración del Maestro y su doctrina, por pura curiosidad o por tenderle una trampa. Así como no parece lógico que el fariseo no observara con Él los hábitos de cortesía que se debían tener con el invitado, como le reprocha (7, 44-46) el mismo Jesús.

            Según era corriente, los invitados comían recostados en el triclinio con los pies hacia el suelo. Habiendo sabido que Jesús estaba convidado en aquella casa, entró “una mujer pecadora”, conocida en la ciudad; se puede suponer fácilmente, pero no se dice, la índole de sus pecados. Llevaba un vaso de alabastro lleno de perfume. Se colocó por detrás junto a los pies de Jesús, en actitud de esclava; y llorando, al bañarlos con sus lágrimas, los enjugaba con sus cabellos, los besaba y los ungía con el bálsamo oloroso. A los huéspedes, era habitual ofrecerles agua para que se lavaran los pies del polvo del camino y ungir su cabeza y el anfitrión no lo hizo. La pecadora, con estos gestos de piedad y de amor a Cristo, expresa su arrepentimiento y su vivo deseo de perdón, así como pone de manifiesto que ya se siente perdonada y se lo quiere agradecer profundamente.

El fariseo que ofrecía el banquete, indignado por la irrupción de aquella mujer, estaba, en su pensamiento, dudando de su capacidad de profeta y reprobando que Jesús aceptara el proceder de semejante mujer. Y Jesús, no sólo se muestra profeta al descubrirle sus íntimas reflexiones, sino que manifiesta su divinidad al hacer patente su poder de perdonar los pecados y conceder la salvación a causa de la fe.

Jesús elogia el acto de la pecadora arrodillada, que, arrepentida, ya es una mujer nueva y deja en evidencia al fariseo en su impiedad y mezquindad. El fariseo no entiende y la desprecia; Jesús comprende su amor y la encumbra. La pecadora ha reparado todo aquello que el fariseo debía y no supo hacer. Él no le ofreció la caricia de su unción, ella ha puesto a sus pies el bálsamo de su atrición y conversión con fe y con amor. De pecadora, cubierta de oprobio y perdición, ha pasado a perdonada, inundada del perdón de Cristo, don de liberación y gracia.

Encumbra a la pecadora y, conociendo los pensamientos del fariseo, le propone la parábola de los dos deudores, trascendental lección sobre el amor y el perdón: “Aquel a quien se le perdona mucho, amará más”.

Tras la reflexión y la respuesta del fariseo, le explica y actualiza la parábola. Jesús, en su razonamiento, expone  una de las ideas más relevantes del evangelio: Por lo cual te digo que, porque esta mujer ha amado mucho, le son perdonados sus muchos pecados. Al que se le perdona poco, ama poco. El sentido en que se tome la conjunción “porque” afecta al contenido de la expresión. Cabe una doble interpretación: En primer lugar, tomarla en su significado causal: “Se le perdona porque ama”. Es, pues, el amor el motivo del perdón. El amor antecede, es el presupuesto primero. En segundo lugar, se puede tomar en sentido explicativo: “Ama porque se le perdona”. El amor deriva del perdón. El amor sobreviene, es efecto y resultado del perdón. Este último significado es el que tiene aquí; lo mismo que a quien se le perdona poco, ama poco, consecuentemente, al que se le perdona mucho, ama mucho. Esta mujer le manifiesta un gran amor, porque se le han perdonado muchos pecados. Jesús establece la concordancia del amor con el perdón; contrapone la generosidad de la mujer con la vileza del fariseo; él se considera piadoso, sin pecado, no necesita perdón; por lo tanto, al no haber perdón, no hay amor, es una hojarasca seca. Tiene cerca a Jesús y lo deja pasar, no entiende sus actos ni sus palabras, queda vacío sin perdón y sin amor.

            Este es el modo de actuar de Jesucristo. Engrandece y alaba a esta mujer vilipendiada y desechada y critica y menoscaba a aquel hombre importante y religioso.

La mujer no dice nada, no abre la boca; sus sollozos, su afecto y su contrición hablan con toda elocuencia. Se ha acercado a Cristo con amor y gratitud y Cristo se lo ha devuelto con creces, inundándola de perdón y de amor. Por eso, al final, le dice: Tus pecados te son perdonados…Tu fe te ha salvado (Lc 7, 48-50).

            El texto, en su estructura literaria, presenta aquí una enorme adecuación. Los fariseos instalados en su soberbia frente a Cristo, encuentran en esta pequeña parábola su contrapunto exacto; una mujer pecadora comprende quién es Jesús, con humildad, de rodillas, le da el ósculo de paz, le lava los pies y los unge, lo reverencia y lo ama con delicadeza y, porque ama mucho, se le perdona mucho.

Ha sido, pues, justificada como “hija de la sabiduría” (Lc 7,35).

 

4. HERODÍAS Y SALOMÉ (Mt 14,3-12;  Mc 6,17-29; Lc 3,18-20)

 

            Los tres sinópticos narran este episodio trágico de la muerte de Juan el Bautista.

            Herodías (descendiente de héroes), es la mujer con la que vivía Herodes, esposa de su hermano, Filipo. Se trata de Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande, que había repudiado a su mujer legítima, la hija de Aretas IV, rey de los nabateos. Era un individuo de gran ambición, que padecía una clara y aguda neurosis, débil, sensual e hipócrita. Jesucristo lo llama, “un don nadie”, “zorra” (Lc 13,32). Juan, apresado y encadenado en la cárcel de Maqueronte por causa de ella, desaprobaba este adulterio contrario a la Ley, que condenaba estas veleidades incestuosas (Lev 18,16) y le decía: No te está permitido tener la mujer de tu hermano (Mc 6,18). Herodes, aunque lo odiaba y quería matarlo, respetaba a Juan, pues lo tenía por un hombre justo y santo y lo escuchaba con gusto.

            Horodías encontró la ocasión que buscaba. Un día, celebrando Herodes su cumpleaños, hizo que su hija, Salomé (Armoniosa), bailara en el banquete; danzó la joven con el aplauso de los invitados; tras lo cual el tetrarca, exaltado por el vino y el parabién de los concurrentes, le ofreció, en un impulso, con juramento, grandes regalos como premio: Pídeme lo que quieras y te lo daré (Mc 6,22). La muchacha, después de consultar a su madre, le pidió la cabeza del Bautista. El rey se entristeció, pero no quiso negárselo por los juramentos que había hecho y por los invitados (Mc 6,26). Y, al momento, mandó al verdugo traer el macabro presente. San Jerónimo recoge que Herodías le sacaba la lengua y la atravesaba con un punzón. Para unos es una leyenda y los hay que la creen una realidad copia de hábitos romanos. La historicidad del hecho, contado por los evangelistas, es incuestionable. En efecto, según el historiador judío Flavio Josefo, Herodes mató al Bautista en su fortaleza de Maqueronte, en la Transjordania, sobre el mar Muerto, por motivos políticos. Sus ruinas se conservan hoy con el nombre de Mekawer.

            Hay en el relato una notable agresividad. La psicología de crueldad de Herodías conduce y rememora la actuación y hostilidad de Jezabel contra el profeta Elías (1 Re 18,2) y contra Nabot (1 Re 21,1). Es posible que la tradición quisiera resaltar estos paralelos.