XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 7,31-37: Hace oír a los sordos y hablar a los mudos

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Is 35,4-7; Sal 145,7-10; St 2,1-5; Mc 7,31-37 

En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le trajeron un sordo, que, además, apenas podía hablar y le rogaban que lo curara. El, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua; y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: Effetá (esto es, «ábrete). Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad.

El les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, tanto más insistentes lo proclamaban ellos. Y, en el colmo del asombro, decían: Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos. 

La primera lectura del profeta Isaías trae aquí la parte central del hermoso canto de Isaías al segundo éxodo, esto es, a la liberación de los cautivos de Babilonia y a su retorno a la tierra de sus mayores. Este texto, que forma parte del pequeño apocalipsis de Isaías, cc. 34-35, se inspira en el mensaje del Deuteroisaías que es el primero que describe la caravana de desterrados que atraviesa el desierto camino de la patria.

El profeta invita a los que todavía tienen esperanza a que le ayuden a levantar el ánimo de los que ya están cansados de esperar. El primer efecto de la palabra profética ha de ser liberar a los hombres del miedo que les esclaviza el corazón. El horizonte sombrío y escalofriante del cap. 34 se disipa en el cap. 35. El gozo y la alegría invaden todo el texto: "regocijarse", "alegrarse", "gozo y alegría", la naturaleza como morada cósmica del hombre, la tierra árida recobra la vida y lozanía, alegría por la presencia del Señor que trae la liberación a los desterrados. Los ojos del profeta descubren que está llegando el venturoso acontecimiento y su lengua se desata para anunciar la salvación a los cautivos. El profeta llama a una nueva confianza en Dios: la victoria sobre los enemigos está conseguida y con ella llega la liberación de Israel. El que redime viene como "salvador" que sana todas las debilidades del cuerpo. Esta profecía tendrá en Jesús su máximo cumplimiento (cf. Mt 11,5; Lc 7,22).

Abierto a la esperanza por la salvación prometida, el vidente ve que se acerca el que está por venir: "Mirad a vuestro Dios que trae el desquite..." Yahvé ya está llegando para juzgar a unos y salvar a otros. Las señales de la venida del Señor serán las curaciones de todos los achaques corporales y espirituales de los cautivos. Los que ahora no pueden ver, verán la salvación; los que no pueden oír, oirán la buena noticia; los que no pueden o no se atreven a hablar, cantarán, y hasta los cojos saltarán de gozo. Jesús, en su respuesta a la pregunta de Juan Bautista, hace alusión a estas señales, como signos mesiánicos (Mt 11,3-6). Y para que no falte nada, hasta la tierra se alegrará con la presencia del Señor, que libera a su pueblo. El desierto, símbolo de la muerte, engendrará la vida. Correrán las aguas por la estepa y lo reseco será un manantial. Se repetirán las maravillas del primer éxodo.

Nadie puede vivir sin esperanza. Todos necesitamos un ideal que dé sentido a la vida. Los pobres, los enfermos son los que necesitan hacer renacer la esperanza. El texto expresa la experiencia de la espera salvífica del pueblo de Israel. El profeta invita al gozo porque con la venida del Señor llegará la salvación. El ciego, el sordo, el mudo son liberados de su enfermedad, del poder del mal. Este canto profético expresa la larga historia de la esperanza de Israel, compendia las promesas en un momento, en el que la situación histórica en que se formularon ya casi ha desaparecido; pero los destinatarios del mensaje de salvación son los mismos: los oprimidos, los enfermos, el pueblo en el desierto.

La promesa profética no quiere ser un sueño. El profeta conoce muy bien la situación del hombre y no la rehuye ni se refugia en un reino ultraterreno. Las curaciones que Jesús ha realizado son los signos de un maravilloso inicio de realización La venida de Dios es salvadora; Dios no se complace en la disminución de los hombres, sino en su plenitud. Esta plenitud, a la que todos aspiramos, sólo puede venir de él: "Viene en persona, y os salvará".

Los profetas presentan con énfasis esperanzas magníficas en medio de acontecimientos modestos. Cuando los creyentes se unen y se comprometen en un esfuerzo para levantar la sociedad en que viven, Dios mismo invita a tener esperanza: optimismo, paciencia, confianza. 

La segunda lectura de la carta del Apóstol Santiago (2,1-5), exhorta a vivir de acuerdo con la fe en Jesucristo. Santiago se dirige a la comunidad que ya se ha desviado y trastocado el mensaje de Jesús; les señala la contradicción en que viven: no pueden servir a Dios y a las riquezas, si han elegido entrar en el Reino, han de rechazar el poder (cf. Mt 6,19-24; Lc 22,24-30), y enriquecer a los que eligen la pobreza (cf. Mt 5,3); deben valorar la enseñanza del Evangelio y dejar de considerar las riquezas como un valor.

Pero, su mayor desvío está en pretender compaginar la fe en Jesús con la discriminación de clases: la comunidad prefiere a los ricos y menosprecia a los pobres. Al querer conciliar a Dios y las riquezas, continúa manteniendo las injusticias del mundo, con las que ha debido romper (cf. 1,27) y vive en el engaño (cf. 1,22s); prefiere a los ricos, olvida que su riqueza viene de Dios, para compartirla con sus pobres (cf. Mc 10,17-27): vive como si Dios no fuera su único Señor y como si el mensaje fuera ineficaz por sí mismo. La afrenta a los pobres es afrenta a Dios y a su mensaje.

El autor establece aquí un principio general: la fe en Jesucristo, el único Señor de todos los creyentes, no se compagina con la acepción de personas, en que llegan a mezclar la consideración de las personas con la fe en Jesucristo; por eso, no deben estimar a los hombres por lo que aparentan o lo que tienen, sino por lo que son ante Dios. La acepción de las personas que se practica, en el templo y en la vida de la iglesia, es un escándalo y un desconocimiento de Cristo, el Señor, que se ha identificado con los más pobres. Los criterios del mundo son muy distintos de los criterios cristianos. La máxima del mundo de "Tanto tienes, tanto vales" no encaja en el pensamiento cristiano, Jesús, que nació pobre, vivió y murió pobre, llamó bienaventurados a los pobres. Si halagamos a los ricos y despreciamos a los pobres, nos apartamos en la práctica de la verdadera religión (cfr. 1,27) y no somos ya discípulos consecuentes de Jesús.

Dios ha elegido a los que son pobres a los ojos del mundo, escribe Santiago, tal como San Pablo lo hace en la 1ª carta a los Corintios: "Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte" (1 Co 1,27). Todo el Antiguo Testamento habla constantemente del tema de la pobreza, y los profetas no dejan de vituperar el desprecio del pobre. La misma preocupación se encuentra ahora en el evangelio, donde el "¡ay de vosotros, los ricos!" y el "bienaventurados los pobres" resuenan como una solemne y ardiente oposición de todo el Evangelio. No obstante, ser pobre o rico no constituye un criterio de juicio; el único criterio es el amor. Dios elige a los pobres del mundo y los hace herederos del Reino, ellos son los verdaderos ricos en la fe. Por lo tanto, no somos nosotros los que honramos a los pobres cuando los sentamos en un lugar preferente, sino que son ellos los que honran con su presencia nuestras asambleas litúrgicas; los que aman a los pobres, aman a quien los ha elegido; aman a Dios y pueden esperar también las promesas del reino y sentarse con los pobres en el banquete del Reino; el trato que reciban es un compromiso real de estar con ellos y luchar con ellos por la igualdad y la justicia en todo el ámbito de la vida humana.

Ya los profetas habían condenado un culto que no terminaba en una vida social equilibrada (Am 2, 6-7; Is 1, 23; Ez 22, 7): el Dios a quien celebra el pueblo ama a los pobres con un amor de predilección (Os 14, 4; Jer 5, 28; 7, 6); se requiere que el culto dé paso a esa predilección. Ahora bien: Santiago condena vivamente el que las asambleas cristianas tengan un lugar privilegiado a los ricos y ultrajen la dignidad de los pobres, esa actitud no respeta el espíritu de pobreza de la comunidad primitiva de Jerusalén (Act 2, 44; 4, 36-5, 11). La idea esencial del autor no es tanto la defensa de la pobreza, como el nexo entre el culto verdadero y la actitud social de los participantes. Después de la cruz el contenido del sacrificio es la misericordia y el amor, el abrazo de paz a los hermanos y la exigencia de la bondad que vale más que la ofrenda ritual (cf. Mt 15,1-10; 23,1-36).  

 La lectura del santo Evangelio según San Marcos 7,31-37 relata que Jesús se encuentra en las fronteras del Líbano, en un país pagano y allí realiza el milagro de la curación de un sordomudo, cuya palabra no podrá ya contenerse.

Jesús, evitando intencionadamente pisar tierra de Israel, marcha con sus discípulos hacia la ciudad de Sión, para bajar después, por la parte oriental, al valle del Jordán y llegar a Decápolis, junto al lago de Galilea; y, huyendo de las multitudes, da un gran rodeo y busca la ocasión de estar a solas con sus discípulos. Este comportamiento de Jesús, marca un cambio en su actividad, que se va a concentrar en adelante en el pequeño grupo de sus discípulos. Sin embargo, al llegar a Decápolis, en donde ya era conocido después de la curación del poseso de Gerasa (cfr 5,20), la gente lo descubre y acude a él a pedirle otro milagro: La curación de un sordomudo.

La curación del mudo en la Biblia indica la fe, que es el punto principal de esta perícopa; no oír y no ver son signos de castigo (Mc 4,10-12; 8,22): la curación de la vista y la del oído son signos de salvación y signo de la inauguración de la era mesiánica; la salvación supone una ruptura con el mundo: si Cristo "lleva" al mudo y al ciego "fuera", para que vean y oigan, es porque la multitud, en cuanto tal, es incapaz de ver y de oír. En este episodio se desvela, entre otras dimensiones del misterio, que el Reino de Dios es una realidad abierta a todos los hombres. El misterio de la verdad revelada “consiste en que "los gentiles son coherederos y miembros de un mismo cuerpo y participantes del Evangelio”, dice San Pablo a los Efesios 3,6. Este es el mensaje que Marcos nos invita hoy a escuchar.

En verdad el episodio de hoy se desarrolla de acuerdo a unas coordenadas muy típicas de Marcos: traída anónima del enfermo, curación evitando la presencia de la gente, encargo de no divulgar el hecho, incumplimiento del encargo a causa del asombro. El relato es paradójico, en que primero le da el habla y después le prohíbe decir y hablar; y el resultado es el habla asombrada, mezcla del “todo era bueno” del Génesis 1,31 y de las imágenes esperanzandoras de Isaías 35,5-6 (primera lectura de hoy). Según los estudios exegéticos, nos encontramos ante un texto simbólico: el sordomudo que ve abrirse sus oídos y su boca representa al hombre que recibe la fe. Beda el Venerable, en el siglo VIII, autor del primer comentario conocido de Marcos, traza la siguiente simbología, de gran influjo posterior: “sordo es el que no oye la Palabra de Dios; mudo, el que no divulga la fe”.

El sorprendente encargo de guardar silencio, típico de Marcos en los relatos de curación, y realizar la curación sin gente se debe a que quiere pasar desapercibido, hasta que se desvele el misterio del Reino de Dios y a que el hablar ahora de la curación puede crear una falsa imagen de Jesús y del Reino de Dios, cuya llegada Él proclama. Aunque Jesús ha realizado el milagro apartándose del pueblo, pronto se conoce lo sucedido y todos se admiran y alegran. Este milagro es una de las señales anunciadas por Isaías para los tiempos mesiánicos (cfr. primera lectura de hoy); es posible que Jesús imponga silencio a ese pueblo precisamente por eso, por temor a que la falsa concepción mesiánica que tenían comprometiera su actuación ante los poderes públicos. Jesús no quiere despertar un entusiasmo ciego y fomentar el sensacionalismo en las multitudes, retira al enfermo del gentío curioso, le impone las manos y realiza también unos gestos simbólicos que dan a todo el proceso una solemnidad especial, además de ser señales necesarias para comunicarse con el sordomudo. La liturgia bautismal ha recogido estos gestos de Jesús, con lo que reconoce que todo hombre debe ser abierto por Dios, para que pueda escuchar el Evangelio; elevar los ojos al cielo es la expresión de una oración en silencio, de una súplica y con frecuencia también de acción de gracias. La imposición de manos, conocida ya en el Génesis (48,14-19) como rito de bendición, Jesús la utiliza con frecuencia en sus curaciones (6,5; 8,23.25); este gesto significaba también la comunicación del Espíritu de Dios y como tal ha pasado a la liturgia de la Iglesia; el Espíritu, que desciende abundantemente sobre Jesús en el Jordán, es la fuerza vivificante y el "dedo de Dios" con el que Jesús realiza todos los milagros.

Marcos ha conservado en su original arameo la palabra de Jesús al sordomudo "effetá". También esta palabra ha pasado a la liturgia bautismal. Tanto Jesús como la Iglesia dirigen esta palabra al hombre, para que se abra a la comunicación y se disponga a recibir el Evangelio. Ni el milagro de Jesús ni el rito bautismal son acciones mágicas que actúan por unos gestos y gracias al poder de una fórmula; los gestos y las palabras tienen en ambos casos su carga significativa y son, por tanto, apelación de quien ve y escucha. El milagro de Jesús se hace entender primero con gestos visibles por el sordomudo y así lo dispone para la fe, después pronuncia la palabra eficaz, eficaz porque es la palabra de Jesús escuchada por el sordomudo.

Hay una relación entre la sordera y la mudez; no se puede hablar si no se puede oír. Hecho que coincide y vale también respecto a la audición y confesión del Evangelio; sólo el que cree, el que escucha, puede después proclamar y confesar auténticamente el Evangelio, como dice San Pablo: "porque creemos, hablamos".

El sordo del relato simboliza al Israel incapaz de oír la palabra revelada. El sordo son los integrismos religiosos, todos ellos parecen no percibir los gritos de dolor de la madre en parto que es la humanidad; es una imagen de Pablo en Romanos 8,22: "Sabemos bien que hasta el presente la humanidad entera sigue lanzando un gemido universal con los dolores de su parto".Tal vez todos tenemos algo de integrismo religioso y estamos necesitados de que Jesús abra nuestros oídos.

El milagro anuncia así la era inminente de la salvación y con una alegría incomparable. Esta salvación será también un juicio; los sordos oirán (cf. Is 29,18-23), pero otros se volverán sordos a la Palabra. Todos sabemos que “no hay mayor sordo que el que no quiere oír”; en nuestros días y en esta sociedad, se necesita también el milagro colectivo de que Dios “abra oídos y suelte lenguas”. El testimonio cristiano es hoy más necesario que nunca. Cada uno de nosotros tenemos que abrir nuestros oídos al mensaje de Dios y, sobre todo, soltar nuestra lengua con valentía para hablar de Dios sin miedo ni vergüenza. Cuando se habla de fe, cada uno debe primero examinar su propio corazón, pues, Dios sigue hablando, pero, en nuestro siglo, anda mendigando oídos que lo oigan y escuchen.