VII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Lucas 2,1-12: Levántate, coge tu camilla y vete

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

 Is 43,18-25; Sal 40,2-5.13-14; 2 Cor 1,18-22; Mc 2,1-12. 

Cuando a los pocos días volvió Jesús a Cafarnaún, se supo que estaba en casa. Acudieron tantos, que no quedaba sitio ni a la puerta. El les proponía la Palabra. Llegaron cuatro llevando un paralítico, y  como no podían  meterlo  por el gentío, levantaron unas tejas encima de donde estaba Jesús… ¿Por qué pensáis eso? ¿Qué es más fácil: decirle al paralítico «tus pecados quedan perdonados» o decirle «levántate, coge la camilla y echa a andar»?

Pues, para que veáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados... dijo al paralítico: Contigo hablo: Levántate, coge tu camilla y vete a tu casa. Se levantó inmediatamente, cogió la camilla y salió a la vista de todos. Se quedaron atónitos y daban gloria a Dios diciendo: Nunca hemos visto una cosa igual. 

La primera lectura ofrece este texto del "Libro de la consolación"; el Deuteroisaías, para "consolar" al pueblo en el destierro, emplea el artificio teológico de darle una visión insólita de la vuelta de la cautividad de Egipto: el pueblo aún anda peregrinante sin haber entrado en la tierra prometida, el éxodo final y definitivo es la vuelta del destierro. Por eso mismo, las "novedades" que se obraron en aquella marcha son nada en comparación de lo nuevo que ahora va a hacer la gracia poderosa de Dios. Palabras que pretenden levantar el ánimo y dejar bien claro que Dios tiene una cierta predilección por el que confiesa su pecado y se abre a Dios. Describe la vuelta en una nueva creación: Habrá paz, los desiertos se convertirán en un vergel, el pueblo ya no pasará más sed. Palabras de consuelo que reflejan el deseo de reconciliación con Dios.

Los israelitas se habían acostumbrado a creer que Dios tenía la obligación de ayudarles, pues para eso era "su" Dios. Lo habían atiborrado de sacrificios y anegado en incienso; por eso el Señor tenía que ocuparse de ellos y no dejarlos en el exilio. Pero el Señor, mediante el oráculo profético, va a deshacer este pensamiento fatal; les recuerda el cúmulo de sus pecados cometidos desde el principio, por lo que, si viene la salvación, sólo se debe a la obra de Dios. El pecado que más repugna al Dios Perdonador es pretender, en virtud de intereses turbios, manipular a Dios. Cuando uno comienza a reconocer que ha pecado, entra ya en vía de la salud; lo primero es aceptar la propia limitación de ser hombres; en el juicio, el hombre deberá confesar su pecado, ya que la nueva salvación exige la conversión interna del pueblo. El Señor triunfa perdonando porque quiere. La salvación que viene es gracia de Dios y no recompensa por sus méritos a Israel. La liberación y la renovación del pueblo, comienza siempre por el perdón de Dios y no por los méritos acumulados; así ha ocurrido otras veces en su historia y así va a ser ahora. Esto es lo que no debe olvidar Israel.

Es necesario que Israel recuerde su pasado; pero no puede quedarse en él, porque el nuevo éxodo que se anuncia eclipsará en gloria al antiguo. El Dios que libertó las tribus de Jacob de la esclavitud de Egipto es el Dios que ahora está a punto de libertarlos de la esclavitud de Babilonia. Les recuerda el Profeta que la existencia del pueblo de Israel está volcada hacia el futuro, cuya bondad está garantizada por la promesa del Señor: «Mirad que realizo algo nuevo..., ¿no lo notáis? El momento presente constituye para Israel un motivo de esperanza; el Señor sacudirá el yugo de Babilonia, como en otro tiempo sacudió el de Egipto. Si la misericordia de Dios se ha derramado en un éxodo más glorioso que el antiguo, es signo claro de que Dios perdona.

La fe es confianza en el Dios de las promesas, entrega y movimiento hacia un futuro abierto. Este futuro, es un don de Dios, pero sus etapas están condicionadas a la libre respuesta del hombre. De ahí la lamentación divina por la bondad no correspondida. La ingratitud desagrada más al Señor que la falta de sacrificios. Sin embargo, el perdón divino tendrá siempre la última palabra. El Israel que resurge de la nada es un testimonio de la acción de Dios en el mundo y un símbolo de esperanza para todos los hombres.

Rastrear los signos de perdón de Dios en nuestro mundo supone también una postura de fe. Sólo el que cree sabe que es perdonado por Dios.El creyente es un hombre abierto al futuro; así la vida y la muerte de Jesús son la causa primera de la esperanza cristiana. El Nuevo Testamento nos habla del Dios liberador que se manifiesta en las palabras y hechos poderosos de Jesús de Nazaret. La cruz, símbolo del éxodo definitivo, no desemboca en una esclavitud, sino que rompe el fatalismo degradante de la relación amo-esclavo. Así se experimenta la fe como una nueva creación y una iluminación de la existencia humana, que recibe su fuerza del gran lema «el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz» (Jn 3,21). 

Lectura de la segunda carta del Apóstol San Pablo a los Corintios. Es este un escrito más de combate y de persuasión que una exposición doctrinal. La carta es una defensa de las acusaciones que le hacen los corintios de actuar y hablar a la ligera y con ambigüedad, por haber cambiado los planes de viajar hasta ellos. Además, San Pablo se ha visto fuertemente atacado en su calidad de apóstol por uno de los miembros de la comunidad, que alardea de sus ideas agnósticas diciendo que la salvación consiste ante todo en la adquisición de una especie de conocimiento de la vida y que no compromete a toda la persona.

Pablo quiere asentar que siempre ha actuado con una gran sinceridad y certeza; como prueba de ello testifica con una frase solemne: "¡Dios me es testigo!". Y de la firmeza de sus palabras, pasa a hablar de la firmeza del Evangelio de Dios que él predica; en la palabra del verdadero apóstol no puede haber contradicción, porque predica a Cristo, que es el sí definitivo de Dios a las esperanzas de los hombres. La historia de la salvación es la manifestación del constante deseo salvador de Dios que culmina en Cristo y el apóstol lo predica y se adhiere personalmente a él, igual que los cristianos de Corinto; esta adhesión de los creyentes a Cristo es constante, no es algo de un momento y ello es así, porque es el propio Dios quien nos dio su Espíritu que nos mantiene en el "sí" constante y en comunión con Él. El Espíritu, que da la prenda o las arras de la plenitud de la salvación, garantiza también la verdad de lo que Pablo predica.

 Jesús mismo ha abogado por esta sinceridad esencial de vida (Mt 5, 27) y ha animado a los suyos a mantenerse en ella. Así, las promesas antiguas han recibido en Jesús el pleno cumplimiento. De ahí, que el que tiene fe en Jesús no puede moverse en la versatilidad fundamental de la vida, ya que eso sería precisamente demostrar que Jesús no es capaz de salvar.

Amén, que significa solidez inquebrantable de roca, es una de las cuatro palabras arameas conservadas en griego en las fórmulas litúrgicas del NT. Afirma la fidelidad de Dios y la fe del hombre. En el "Amén" de toda la comunidad reunida en asamblea litúrgica se expresa de modo privilegiado la adhesión al plan salvador de Dios. Esta palabra condensadora de la respuesta del hombre a Dios sirve de conclusión litúrgica sobre todo en la liturgia de la eucaristía (cf. Rom 16,27; 1 Cor 14,16). El Apocalipsis dará a Jesús mismo el título de Amén (Ap 3, 14). La aceptación de Jesús por el "amén" de la fe, obliga al cristiano a mantenerse en la fidelidad de la opción hecha por el mismo Jesús.

Este es el camino de la fe. Separarse de él es estar abocado al sinsentido de una fe vacía; el camino emprendido en la sinceridad de Jesús tiene un éxito asegurado. La seguridad de la fe no coincide con las seguridades humanas. 

El Evangelio según San Marcos relata hoy el perdón de los pecados y la curación del paralítico.

Habiendo recorrido por algunas semanas las tierras de Galilea, Jesús regresa a Cafarnaún y se hospeda en la casa de Pedro (1,29); la gente se agolpa para verlo y oírlo. La fe del pueblo y la confianza en el poder taumatúrgico de Jesús va en aumento, como muestra la pintoresca narración que leemos en este evangelio. Pero la situación de Jesús ha cambiado; entre los curiosos se han colado unos emisarios de Jerusalén, escribas pertenecientes al grupo más activo del partido de los fariseos, que vienen a inspeccionar lo que ocurre. Ahí, con su aparición, comienza el conflicto, que terminará en Jerusalén con la muerte en la cruz del Maestro.

La realidad de Jesucristo llega aquí a la raíz de la conciencia, Jesús confiere el perdón liberando al hombre del complejo de culpa y abriendo así su relación con Dios; los letrados están en lo cierto: Esto sólo Dios lo puede realizar. Jesús actúa, como si estuviera en lugar de Dios; la multitud también lo entiende así: empieza a intuir sobrecogida que Jesús es Dios. Como signo de que el perdón de los pecados es una realidad, Jesús cura al paralítico devolviéndole su capacidad de movimiento y autonomía.

El Maestro empieza por valorar la fe de estos hombres y del enfermo, a quien le dice que le son perdonados sus pecados. Seguramente, el enfermo tiene un cierto sentido de culpabilidad, al pensar que Dios le ha castigado por sus pecados y Jesús lo tranquiliza. Aunque las palabras de Jesús podían entenderse como la declaración de que Dios mismo perdona los pecados, los escribas, que no pierden palabra ni detalle, entienden que Jesús se arroga una competencia que, según las Escrituras, pertenece exclusivamente a Dios. Sólo Dios puede perdonar los pecados, piensan estos escribas y acusan, en su interior, de blasfemo a Jesús. Jesús sabiendo sus pensamientos, da una señal de su poder para perdonar pecados sobre la tierra. El perdón de los pecados no es un hecho constatable por la experiencia objetiva y así es más fácil decir "tus pecados te son perdonados", hecho no comprobable, que decir "levántate y anda". Pero ambas palabras son igualmente difíciles de pronunciar con verdad y autoridad.

Jesús no se contenta con perdonar los pecados, sino que, para que veamos que el perdón es real, cura también las enfermedades del cuerpo. Por otra parte, Jesús muestra que ha venido a salvar integralmente al hombre, en alma y cuerpo, este es el centro de su mensaje. Lo que se quiere resaltar es el sentido de la misión del mismo Jesús, que es de perdón, misericordia y reconstrucción. Jesús perdona lo que Dios perdona. Así el perdón se asoma a la salvación, al designio amoroso de Dios, que quiere que se salven todos los hombres. Tener esta fe en Jesús Salvador hace posible la actuación de Dios en el hombre.

Jesús parte de que el mal físico (enfermedad, muerte) no pertenece al proyecto inicial del Creador, sino que es un añadido, procedente de la maldad que rodea y persigue a la criatura. En la Biblia el "pecado" no es solamente la culpa de un individuo consciente, sino, principalmente un estado de cosas, una estructura, que no es, sin embargo, tiránica, el hombre puede vencerla, pero, para lograrlo, debe recordar la casi identidad entre mal y pecado. En definitiva, hay que combatir el pecado humano, al mismo tiempo que el mal que asedia al hombre.

De este modo, dispuesto a demostrar la fuerza salvadora del "Evangelio del reino de Dios", Jesús comienza por comunicar al paralítico la buena noticia de la reconciliación con Dios. Los escribas no están de acuerdo: solamente Dios podría comunicar este gozoso anuncio del perdón de los pecados. El evangelista no disiente de ellos, pues según los hebreos perdonar los pecados no era una tarea propia del mesías. Jesús, por el contrario, se comporta de hecho como si estuviera en el lugar de Dios. En este caso, se llama a sí mismo "hijo del hombre", para evitar ser vinculado a la expresión "mesías".

La curación del paralítico es una válida síntesis de la palabra predicada por Jesús; el reino de Dios llega, porque Dios ha decidido ofrecer a los hombres su perdón; podrán ser "salvados", pero deben estar atentos a no confiar el término "salvación" a la zona de lo corporal o de lo espiritual exclusivamente; toda tentativa de liberar a la humanidad de sus alienaciones, que no tenga en cuenta la estructura de pecado que envuelve la existencia y la historia de cada uno y de la sociedad, tiene el peligro de desembocar en un fracaso completo. Ni "temporalismo" absoluto ni "espiritualismo" absoluto. El evangelio es la buena noticia de la liberación integral del hombre.

Hoy se nos invita a confiar en Jesús y a tener la humildad de reconocernos “paralizados” por el egoísmo, por la soberbia, por el orgullo… por todo aquello que nos impide hacer el bien.