La mística cristiana II

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

El camino de perfección natural y sobrenatural entraña dos partes: la primera atañe a Dios, está en la vida divina, en la caridad de Dios, pues “Dios es ca­ridad”; por tanto, Dios es el autor inicial y principal. La segunda, al hombre, en cuanto que dicha obra exige la coope­ración humana, que recibe el nombre de ASCÉTICA. Esta tarea, siempre más desconocida y misteriosa, puede llamarse en sentido lato mística.

En sentido estricto, Mística es sencillamente vivir el misterio cris­tiano de modo tan intenso que toda la vida quede anegada en la Divinidad, conformada en Cristo, divinizada y cristificada. La santificación o divinización se produce por la inmersión en Jesucristo, por la hondura de la fe, la escucha de la palabra de Dios, la práctica de la Eucaristía, y la caridad, sin medida, pues la caridad no la tiene. Esa inserción iniciada en el bautismo, diviniza. Dios se da al hombre vivificándolo; la unión hipostática de Cristo se extiende y lo hace partí­cipe de su filiación, hijo en el Hijo. El Padre lo engendra místicamente. La caridad creada es efecto de la Increada; acción divina del fuego del Espíritu Santo de reflejos trinitarios; encuentro interpersonal, comunión vital de la Divinidad y el hombre, en el misterio de Cristo. Esa identificación con Cristo, esa deificación y, por tanto, esa relación vital con el Padre en el Hijo, por el Espíritu Santo, es progresiva. Se desarrolla, lentamente por las gracias divinas, y la respuesta fiel y generosa del hombre; se va estrechando la unión con Dios; el hombre pecador tiene que irse haciendo digno de la pureza infinita de Dios, en la medida en que se estrecha la unión. La catarsis, en definitiva, será costosa, dada la deficiencia y nuestra miseria, hasta llegar a una vida teologal de fe, esperanza y caridad más vigorosa y plena; lógicamente ocurrirá que la presencia divina será cada vez más invadiente; esa posesión más plena del Espíritu en el hombre, que lo vive y lo siente, es lo que caracteriza la etapa mística, o la vida sobrenatural. Es el estado teopático, porque es la invasión de Dios quien lo causa. Esa madurez en la caridad, esa unión íntima, después de las pruebas y de las generosidades perseve­rantes y humildes, constituye, más que un fenómeno, un estado vital, al que se asciende por la lucha ascética a través de las Vías de la Vida Interior: purgativa, iluminativa y unitiva. La primera es la etapa ascética de la purificación; la segunda, el alma ya libre de defectos, vive el cultivo positivo de la virtud y la iluminación de la presencia de Dios, por lo dones del Espíritu; y, en fin, el logro de la unión íntima con Dios, a solas, en absoluta entrega de amor y gozo, y por tanto, la perfección espiritual.

         Así pues, mística es, en sentido estricto, la conciencia y experiencia de vivir el misterio cristiano y eclesial de la divinización humana. Experiencia mística es la relación personal, vital con algo o alguien, directa e inmediata, de la que se tiene conciencia; es un contacto objetivo, no intencional, inmanente al sujeto. Conciencia vivida, presencia inmediata, intercomunión por amor, especie de intuición amorosa. No son sensaciones ni emociones, se trata de experiencia espiritual, su­prasensible. El misterio de Cristo, Dios Uno y Trino se da al hombre, personalmente, realmente. Su acción lo diviniza. Dios se hace objeto de conocimiento y de amor para el hombre. Esa recreación informa todo el ser del hombre, que queda divinizado, pero, de suyo no tiene conciencia directa del aliento sobrenatural que ahora lo empapa.

Católicos y acatólicos, sostienen hoy la tesis común de que lo esencial y característico de la mística se halla en la experiencia de lo divino en el alma. La actuación sobrenatural de Dios en nosotros es connatu­ral al psiquismo normal; son nuestros mecanismos psicológicos los que Él utiliza. Por eso su acción, en cuanto tal acción sobrenatural, puede pasar inadvertida a nuestra conciencia. En la vida mística, la realidad objetiva del encuentro entre Dios y el hombre se registrará de alguna manera por esa presencia, por esa intercomunión. La fe es una iluminación, que hace al hombre hijo de la luz (Jn 1; 12,36; Ef 5,8; 1 Pe 2,9), y, en la carta a los Hebreos, se dice: «...cuantos fueron una vez iluminados, gustaron el don celestial y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, saborearon las buenas nuevas de Dios...» (6,4-5); los iluminados, gustaron la Eucaris­tía y la acción del Espíritu, que va haciendo penetrante su acción en los corazones. La vida del cristiano «escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3) se va de algún modo desvelando. «Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos tras­formando en esa misma imagen cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor, que es Espíritu» (2 Cor 3,18;4,6). La iluminación cristiana aparece como algo abierto, que reverbera más y más y va trasformando al cristiano en Cristo, cuya faz es la imagen de luz de la gloria del Padre. Por eso, se comprende que llegue un momento en que «quien me ama será amado de mi Padre, y yo también lo amaré, y me manifestaré en él» (Jn 14,21). El contenido de la primera carta de S. Juan expresa un conocimiento de amor, que, de acuerdo con la mentalidad semítica, es una realidad no meramente intelectual, sino total, vital, una verdadera experiencia mística. De ahí que Jesús afirme, que “el Padre ha revelado estas cosas a los pequeños y a quien el Hijo quiera revelárselas”; “venid a mí los que estáis cansados y oprimidos” (Mt 11,25-30). Según esto, una experiencia suave acompaña normalmente la vida cristiana. Se produce en el roce, al entrar real y directamente en contac­to con Dios, que allí se da y llama, con Cristo viviente en el alma, con su Espíritu. Sentimiento espi­ritual de presencia, de comunión, sentimiento que a veces puede ser de signo negativo, de ausencia inquietante, como de lejanía, de silencio, de purificación y que es una manera disimulada de presencia y de unión que se acrecienta en la noche del alma, la “noche obscura”.

Experiencia mística normal se da en la contemplación, y en la acción. En rigor contemplación no se opone a acción. Todo es acción, de formas distintas, en la caridad senci­llamente. Hay santos, todos místicos, en todas sus formas, se­gún su dimensión psicológica, sus circunstancias y la voluntad de Dios. Hay experiencias místicas en que el sentimiento de presencia e intercomunión es quemante en ocasiones. S. Juan de la Cruz distingue oportunamente entre la unión permanente en cuanto a lo sustancial del alma, y la unión actuada y gus­tada intermitentemente (Cántico, 2 red., c. 26). Presencia vivísima e inefable por las potencias, en que el éxtasis parece borrar todo límite temporal y espacial, y el hombre se pierde en Dios, sin dejar de ser él. Y hay hechos extraordinarios, como el rapto de S. Pablo (2 Cor 12,2-4) en su conversión, o en las teofanías de los profetas del A. T., que pertenecen a momentos decisivos de la historia de salvación.

En definitiva, se trata de teología de la mística. Aunque ya, en la Edad Media y después en la Moderna, se hablaba de teología mística, en la actualidad, se prefiere llamar  teología de la mística, al acto de reflexión teológica sobre esa realidad misteriosa.