El matrimonio

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

El matrimonio es una institución en crisis. Hasta mediados del s. XX, se ha venido manteniendo en circunstancias más o menos favorables. La vida matrimonial siempre ha presentado escollos, pero se han sobrellevado o resuelto de modo particular y por cauces individuales. En las últimas décadas, en que la sociedad se ha sacudido el peso de la tradición considerada una antigualla, el matrimonio ha perdido su consistencia social bajo la influencia del libertarismo y la pérdida de valores humanos y espirituales, agostado por el hedonismo, el materialismo, la perentoriedad y el relativismo.

La etimología del término “matrimonio” hay que buscarla en su propia significación y en la de otros vocablos sinónimos. En general, se piensa que procede de la palabra latina “matrimonium” compuesta, a su vez, de “matris” y “munium” con el producto semántico de oficio, carga o cuidado de la madre, función que lleva a cabo la madre. Pero, no parece muy acertada; más que definir el matrimonio, aborda uno de sus efectos y olvida la presencia del padre tan necesaria incluso para la subsistencia de la madre. De ahí que, al indagar, se descubren, en todas las lenguas románicas, unas palabras que designan la unión conyugal derivadas de los vocablos latinos “maridare” y “maritus” formadas del lexema: mas, maris que significa macho, varón. Así el castellano cuenta con maridar y maridaje; el catalán con maridatge; el francés con marier y mariage; el italiano con maritagio; y el inglés mismo con marriage, procedente del término francés.

De todos modos, lo cierto es que la idea y la voz que prevalece es la de “madre”, para cuyo significado el sánscrito usa mâtar, el irlandés mathir y mater el latín, con el lexema indoeuropeo ma, en relación directa con el hebreo am que significa madre y que forman el verbo latino amare y el sustantivo amor. No puede extrañar que esta raíz pertenezca a la lengua primitiva; es esencialmente un sonido onomatopéyico que reproduce el sonido labionasal emitido por  el niño de modo involuntario al tomar la leche materna. La labial m es el sonido universal en boca del niño, presente en todas las lenguas, para expresar el concepto de madre.

          La idea de la maternidad conlleva la de engendrar y, en ella, por tanto, la de la unión sexual de los esposos. De ahí que el término matrimonio indique en su etimología el enlace de hombre y mujer para la procreación, la formación de la familia y su protección

Desde antiguo, en diferentes culturas, era costumbre concertar el matrimonio por decisión patriarcal, anteponiendo razones sociales, políticas y económicas al aserto y al conocimiento de los jóvenes. No se les había consultado, ni se habían visto antes de la boda. Los apetitos naturales por el cauce normal del instinto lograrían, con el auxilio del tiempo, el brote del sentimiento y del afecto. Este acuerdo cobraba validez moral sólo en el momento en que los contrayentes daban su consentimiento sin coacción ni miedo alguno y se tenía la certeza de que surgiría el amor mutuo entre los esposos. 

          El atractivo y el afecto, aún en época de los patriarcas, han estado en la base y fundamento de la unión matrimonial. Jacob trabajó durante siete años, que le parecieron un día, por amor a Raquel; y a Ana, madre de Samuel, su marido le patentiza su amor. La atracción es la tensión entre sexos que se concreta en el “otro”. Se resuelve en el hallazgo del complemento, de la madurez y riqueza en el ser.

          El impulso sensitivo ha de venir a formar un todo compacto con aquel supremo amor que S. Pablo denomina “ágape”. Es el amor total, “paciente, servicial, no envidioso, no se pavonea, no se engríe; no ofende, no busca el propio interés, no se irrita, olvida las ofensas; no le alegra la injusticia, le gusta la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera” (1Cor 13,4-7). El matrimonio que no se funde y rija por este programa de vida está abocado a la ruina. Por eso, presenciamos todos los días tantos fracasos tantas rupturas, porque los materiales empleados en su construcción han sido ruinosos y frágiles. Necesita seriedad y reflexión, preparación y formación en su nacimiento y frecuente riego con la paciencia, con la disculpa con la tolerancia, y la alegría en su crecimiento. El ágape, altruista y desprendido, alejado del yo vive en y para el tú. Busca, como de modo natural, la dicha y comprensión del otro, sin idealizarlo, acepta su ser con defectos y debilidades, para cumplir juntos el deber cotidiano.

          El fin inmanente a la institución natural del matrimonio es doble: la generación y educación de los hijos y la unión de vida en común robustecida por el amor. Sin la primera, esto es, si se evita la procreación deliberadamente, la segunda, la unión natural languidece y la comunión de vida se va desgastando hasta que queda en simple estar o desaparece. En el ambiente que respiramos, se han introducido muchos modismos y formas que intentan destruir el matrimonio y la familia; nuestra respuesta será la de S. J.Crisostomo: “No me cites leyes que han sido dictadas por los de fuera…Dios no nos juzgará en el día del juicio por aquellas, sino por las leyes que Él mismo ha dado”.

          La descendencia, el “creced y multiplicaos”, es un fin natural e inmediato querido por Dios al instituir el matrimonio, “id y poblad la tierra, multiplicaos” (Gén 1,28) y, a la vez, es el término natural que confirma la lógica humana de modo directo. La educación de los hijos se integra de modo coherente en el deberes de los cónyuges dentro de la unidad familiar, como ya dijo Pío XI: “insuficientemente, en verdad, hubiera Dios sapientísimo provisto a los hijos y, consiguientemente, a todo el género humano, si a quienes dio potestad y derecho de engendrar no les hubiera también atribuido el derecho y deber de educar por mandato de la naturaleza y de Dios, este derecho y deber de educar a la prole pertenece ante todo a quienes por la generación empezaron la obra de la naturaleza y absolutamente se les prohíbe que, después de empezada, la expongan a una ruina segura, dejándola sin acabar” (Casti Connubii).

La madre representa la raíz educadora del niño en la ternura y mayor dedicación y el padre, la autoridad. Pero, es necesaria la labor conjunta de los padres para lograr lo que es una obligación de justicia a la prole. Y, al mismo tiempo, para educar hay que esta preparado; sin una sólida formación no se puede enseñar. Y la primera lección que los padres han de dar a sus hijos es la del ejemplo; las palabras vuelan y los ejemplos arrastran. El niño es una esponja y recoge todo lo que ve y oye; su personalidad futura depende del aprendizaje correcto en su primera etapa infantil; las primeras papillas lo condicionan para siempre. En muchos casos, la inhibición, la agresividad, la culpabilidad, la violencia y la irresponsabilidad se genera en una infancia negativa. Allí, se desvía, se impide, obstaculiza y se pierde. El niño que respira un aire cristiano, responsable, de respeto y tolerancia, de servicio y sacrificio, de amor y alegría, de renuncia a diversiones y egoísmos, será un hombre entero y maduro. La entereza vendrá de la formación de una recia voluntad, que exige la adquisición de hábitos por medio de la práctica de pequeños actos, para eliminar veleidades y alcanzar la reciedumbre. Es imprescindible encauzar los impulsos, las tendencias y las pasiones. No se puede hacer dejación de la autoridad; inhibirse y conceder todos los caprichos es deseducar. El mismo hijo busca y pide el principio de autoridad sin el que se siente desorientado, desprovisto y entristecido.

          La educación primera y fundamental se recibe en el seno familiar. Esa labor esencial de la familia jamás puede sustituirla ni suplirla la escuela que, más tarde, se añade y adiciona a aquella. Una educación completa ha de surgir de los padres que son los principales educadores, cuya finalidad, en la formación del carácter y desarrollo del hijo, estará en inculcarle el amor al prójimo y el recto uso de la libertad; en enseñarle el respeto y la cortesía, el servicio y la solidaridad.

          Un niño que no recibe estos asideros, será en adulto conflictivo y destinado al fracaso personal y social. Es preciso dotarlo de hábitos de disciplina de esfuerzo y sacrificio que le darán la consistencia, para ser un hombre justo, recto y entregado al bien. Habituado a la justicia y a la caridad coadyuvará a levantar un edificio social feliz, libre y próspero.