Cartas Paulinas

Segunda Carta a los Tesalonicenses 

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

San Pablo les exhorta: «Os pido encarecidamente por el Señor, que esta carta sea leída a todos los hermanos (1 Tes 5,27). Aunque no significa que él tuviera conciencia de haber escrito la carta bajo el carisma de la inspiración divina, sin embargo, los tesalonicenses intuyeron que aquel escrito podía tener un valor singular y lo conservaron con sumo cuidado. Con ello, comenzaba el camino de formación del canon de los libros sagrados del Nuevo Testamento. Tertuliano apunta que Tesalónica es una de las cristiandades en que las cartas del Apóstol a ellas dirigidas se leían to­davía a mediados del siglo III, en sus textos originales.

     En la actualidad, las cartas a los Tesalonicenses sue­len ocupar el último lugar del epistolario paulino dirigido a las distintas iglesias. Su extensión es modesta y no presentan profundas y sistemáti­cas disquisiciones teológicas. Vienen a ser efusiones cariñosas de un padre y pastor que entra en comunicación con los suyos. San Pablo se dirige sobre todo al corazón: gozo, congratulación, reconocimiento, avisos, plegarias, pala­bras de aliento y de consuelo. En este aspecto las cartas a los Tesalonicenses se complementan en la carta a los Filipenses.

            Las cartas a los Tesalonicenses tienen el encanto de ofrecernos la descripción viva de una comuni­dad cristiana joven y fervorosa sólo veinte años después de la Ascensión y el mérito de anunciar ya parte de los temas que el Apóstol va a desa­rrollar con más amplitud con posterioridad.

 

Circunstancias de la carta

 

            Conociendo las circunstancias que la motivaron, no debe extrañar que las cuestiones escatológicas ocupen la parte cen­tral. Parece que, en lugar de disminuir, la tensión escatológica fue en aumento, entre los tesalonicenses, hasta el punto de que muchos dejaron de trabajar pensando que sus días estaban contados y había que preparar el espíritu para el gran «DIA» (2 Tes 2, 1-3; 3, 6-12).

Debían haber transcurrido unos tres meses desde que Pablo envió la prime­ra carta, cuando estas noticias llegaron a Corinto. El apóstol, quizás preocupado, se dispuso, pacientemente, a dictar una segunda carta.

 

Estructura  y contenido

 

            Saludo inicial (1, 1-2).

 

            Nueva congratulación, con una invitación al esfuerzo y a la perseverancia y motivaciones tomadas del juicio remunerador de Dios (1, 2-12).

 

            Núcleo (2, 13-3, 5): Enseñanza sobre el tiempo de la Venida Gloriosa del Señor y las señales precursoras de esta Venida. Es la parte central (2, 1-12).

 

            Nueva invitación a la perseverancia, solicitando ora­ciones por el éxito de su ministerio apostólico.

            Seria recriminación a los ociosos y chismosos de la comunidad (3, 6-13).

 

            Saludo final de su puño y letra (3, 16-18).

 

Posiblemente, esta segunda carta calmó las inquietudes escatológicas de los tesalonicen­ses.

Autenticidad paulina

 

            La tradición ha sostenido casi unánimemente la autenticidad pau­lina de la segunda carta a los Tesalonicenses; ha de atribuirse personalmente a San Pablo.

       Excepto algunos autores de la escuela de Tubinga, en el siglo XIX, F. C. Baur y C. Holsten, entre otros, nadie ha puesto en duda la autenticidad; hoy la admiten prácticamente todos los biblistas.

     No obstante, las dudas suscitadas por la escuela de Tubinga han ido haciéndose consistentes con el paso de los años. Los argumentos esgrimidos en su apoyo son básicamente: La escatología de la segunda carta es por lo menos no­tablemente distinta de la supuesta en la primera (cfr. 1 Tes 5,2 y 2 Tes 2,3ss). El tono general de la segunda carta, el vocabulario y el estilo, son muy distintos de los de la primera. Efectivamente, en 2 Tes encontramos elementos que no se vuelven a hallar en las cartas mayores de San Pablo. Sin embargo, las ideas y la concepción lingüística general son muy parecidas como escritas una sobre otra; pero no necesariamente han de ser del pro­pio Pablo; puede que sea alguien profundamente cercano a él y a sus cartas. Y, tampoco es argumento concluyente que el autor de la segunda carta diga al final de la misma que la rúbrica es la firma personal de Pablo haciendo notar su es­pecial caligrafía (2 Tes 3,17). Es posible que, hacia el año 70, el verdadero autor de esta carta acuda a la autoridad paulina, recurso corriente en la época, al inspirarse en otras cartas (1 Cor 16, 21; cfr. Gál 6, 11; Col 4, 18).

     Pero la cuestión no está resuelta. Varios auto­res, también entre los acatólicos, continúan defendiendo la autoría directamente paulina de 2 Tes.

     Con excepción de los temas estrictamente escatológicos, los asuntos de la segunda se inspiran muy de cerca en los de la primera.

 

CUESTIONES TEOLÓGICAS.

 

Eclesiología.        

 

 San Pablo no dirige sus cartas a unos cuantos individuos, sino a la «Iglesia de los Tesalonicenses». Piensa en la comu­nidad de salvación. El Apóstol no es un convertidor de almas, sino un fun­dador de iglesias. Los cristianos tesalonicenses son una comunidad, en la que se realiza el designio salvador de Dios, del que Pablo ha sido instrumento al predicar el Evangelio; para esto han sido «elegidos» (1 Tes 1, 4), «escogidos» (2 Tes 2,13), «destinados» (1 Tes 5,9). En estos tres pasajes, con tres verbos diferentes, pero con idéntico significado fun­damental, resuena el eco de la elección en el A. T.: Yahvé «escoge» libremente al pue­blo -iglesia- de la alianza.

            El término «iglesia» utilizado por San Pablo en el saludo inicial de ambas cartas designa directamente a la comunidad cristiana local. Sin embargo, la idea de Pueblo de Dios parece incluir ya una referencia a la Iglesia Universal; las distintas iglesias locales son una realización concreta. La alu­sión a «las iglesias de Dios que están en Judea» (1Tes 2,14) se refiere a la iglesia madre de Jerusalén y a otras comunidades palestinenses que forman la Única Iglesia de Cristo.

 

 Teología trinitaria

 

     La comunidad a la que Pablo escribe ha sido ciertamente elegida, convoca­da por Dios. Pero, no se trata del Dios Uno del A. T., sino del misterioso e ine­fable Dios trinidad revelado por Jesús Nazaret.

     San Pablo, desde el principio, establece esta verdad nuclear en el Nuevo Pueblo de Dios. En el saludo nombra a Dios Padre y a Jesús el Señor; pero, en seguida, aflora la tercera realidad divina: el Espíritu Santo (1Tes 1,5-6), que no deja de estar presente en estas cartas (cfr. 1Tes 4,8; 5,19; 2 Tes 2,13).

       Los Tesalonicenses constituyen una iglesia de hermanos. El término de iglesia era usado con cierta frecuencia, por judíos y por griegos. Pero aquí el Apóstol lo proyecta con una luz nueva. La fraternidad cristiana entronca sus raíces en Dios Padre a través de Jesu­cristo, el Señor (1 Tes 1,4; 3,11-13; 2 Tes 2,13-16).

 

La Parusía y el Anticristo

 

            La tensión y la inquietud seguían siendo un peligro por una falsa aprensión fomentada por unos impulsivos, en nombre del Apóstol, de que la Parusía era inminente.

            A este respecto concreto, resulta interesante confrontar la descripción paulina con la que ofrece el discurso escatológico de los Evangelios Sinóp­ticos. Las coincidencias son numerosas (cfr. 1 Tes 4,16-17 y Mt 24,30-31; 25,6; 1 Tes 5,1-10 y Mt 24,36.42-49; Lc 21,34-36; 2 Tes 1,9-10 y Mt 25,31ss., etc.). Parece indicar que la fuente común de inspiración es la ense­ñanza escatológica de Cristo recogida por la tradición. Es muy verosímil que Cristo empleara, al hablar de ello, los esquemas de la apocalítica judía, entonces tan en boga. Le venían bien para referirse a algo cuyas cir­cunstancias concretas quería dejar veladas en el misterio. Es lo mismo que, sin duda, hizo San Pablo cuando anunció el Evan­gelio a los tesalonicenses. El género literario uti­lizado por el Apóstol en su enseñanza oral hubo de ser el mismo género apocalíptico de sus escritos, en que símbolos e imágenes estereotipadas están al orden del día.

       No ofrecen resultados claros, los inten­tos de identificar la «apostasía», la «gran tribulación», el «impío» y el «obstá­culo» con situaciones o personajes concretos de la historia humana. Se desconoce, pues, el pensamiento del autor de 2 Tes al escribir estas páginas, pero, sin duda, debía de ser teológico. «Esta conclusión -escribe el P. Benoit- frustra y desilusiona nuestra curiosidad, pero es la más prudente y la más sabia en el estado actual de nuestra información».

           

La hora de la Parusía

 

       «El Día del Señor vendrá como un ladrón en la noche», escribe Pablo en 1Tes 5,2; y les recuerda que ellos ya lo saben sobradamente. Conociendo que la imagen del ladrón es rara en la literatura apocalíptica, se tiene aquí el eco de la palabra de Jesús que explicita la incerti­dumbre del momento y la urgente necesidad de vivir vigilantes (cfr. Mt 24,37-44; 25,1-13).

     La ignorancia sobre la hora de la manifestación gloriosa del Señor, que, paladinamente confiesa San Pablo, no contradice las señales precursoras a que se refiere en 2 Tes 2,1ss., ni la aparente convicción ma­nifestada en 1 Tes 4,15-17, de que él en persona asistirá al acontecimiento. No se opone, porque las señales precursoras son lo suficientemente vagas y misteriosas para que pueda seguir empleándose la imagen del ladrón que vie­ne de improviso; ni tampoco a lo segundo, porque, aún en el supuesto de que Pablo esperase en sus días la Venida Gloriosa de Cristo, tal espe­ranza no implica el conocimiento exacto del día o de la hora en que han de ocurrir.

       Y es cierto que toda la Iglesia cristiana primitiva vivió una singular tensión escatológica centrada en la espera anhelante del Señor. Si el acontecimiento cumbre de la historia salvífica, la Resurrección de Cristo, ya se había realizado, la consumación de esa historia no podía por menos de realizarse. Lo importante, lo decisivo, no son las circunstancias ni el momento en que se consume la salvación, sino la salvación misma, «el estar siempre con el Señor» (1Tes 4,17).

 

El Anticristo

 

            San Pablo es práctico y objetivo; conoce la historia y la dificultad y las circunstancias que atenazan y rodean la vida cristiana. La tragedia que se dio en los albores de la humani­dad sigue sangrando todos los días en la escena de este mundo; el bien y el mal luchan desaforadamente por regir el destino y conseguir la voluntad del hombre. Satanás no es la representación mítica de algo inexistente; es el Maligno, el Tentador, siempre dispuesto a sembrar la cizaña en los campos roturados para el Evangelio (1Tes 3,5). Existen «hombres malvados, perversos, engañadores». (1Tes 2,15-16; Tes 2,3; 3,2); el misterio del mal no cesa de actuar en el mundo y llegará un día en que desplegará su furia y todo su poder (2 Tes 2,7-9).     Existe, sobre todo, el mal que surge del interior del hombre, la pasión, el egoísmo, la lujuria, a pereza, la intemperancia (1Tes 4,1-9; 5,7; 2Tes 3,6-12).

            Ciertamente la maldad acosa y acecha, es verdad, pero los cristianos disponen de las armas necesarias para hacer frente al mal (1 Tes 5, 8) y, siempre, han de acogerse a su firme esperanza en Dios, que los ha lla­mado a la salvación (1Tes 5,9), y, con la ayuda de Dios Padre, crecer y progresar en el amor (1 Tes 3,12). Dios los cuida, los ha escogido, vocacionado para la santificación. Los «conservará hasta la Venida del Señor Jesucristo» (1 Tes 3,13; 5,23-24).

            Sin embargo, San Pablo insiste y recomienda que «se absten­gan de todo mal» (1Tes 5, 22). Se vislumbra ya aquí la misteriosa tensión entre gracia de Dios y libertad del hombre, tan debatida en la teología católica. Sólo la Biblia es capaz de dar esperanza.

 

 Exhorta a la perseverancia

 

            San Pablo todo lo atribuye, en la Iglesia, a Dios o a Jesu­cristo o a los dos en conjunto. Los cristianos han de hacer y obrar exclusivamente en Dios y en el Señor. La fuerza de la fe se mani­fiesta en el amor (l Tes 3,6-12; 2 Tes 1,3). Pablo mismo ha sido un magnífico modelo; los ha amado hasta querer entregarles su propia vida junto con el Evangelio de Dios (1 Tes 2,8). El amor de Pablo, como el de todo cristiano, no puede ser más que un amor participado. «El Señor os guíe hacia el amor de Dios y la esperanza paciente de Cristo» (2Tes 3,5). No hay que temer, Dios está  con nosotros, el amor de Dios nos envuelve; hemos de vivir en consonancia a su amor y no hacer nunca nada que sea opuesto a tal amor. San Pablo rara vez habla expresamente del amor del hombre a Dios (cfr. Rom 8,28; 1 Cor 2,9; 8,3); el ejercicio de este amor lo incluye en el de la fe. En cambio, expresa, en estas cartas y con insistencia el amor fraterno (1Tes 3,12; 4,9; 2Tes 1,3), el amor a todos los hombres, in­cluso a quienes nos hacen el mal (1Tes 3,12; 5, 15). No tiene paralelo en la Biblia esta expresión: «Los que no han aceptado el amor a la verdad que los hubiera salvado» (2 Tes 2,10). Amar exige entrega, «el esfuerzo del amor» (1 Tes l, 3) y constancia, por eso, al mismo tiempo, previene contra el cansancio (2 Tes 3,13).

      En cuanto a la espera paciente, los exhorta a imitar la paciencia de Cristo en sus tribulaciones; han de mantenerse en la esperanza sin desfallecer y sin turbarse en los riesgos. Les señala el camino cristiano con autoridad y moderación, por el que se ha de andar con la mirada en Jesucristo y dirigiéndose en rectitud.

            Han de perseverar para ser salvados por la acción santificadora del Espíritu y la fe en la verdad; por eso, fueron llamados por medio de la predicación del Evangelio. Es preciso que se mantengan firmes y guarden las enseñanzas orales y escritas que han recibido.

 

Trabajo y obediencia

 

     Posiblemente, parezca una paradoja pedir que trabajen a los que están pendientes de la consumación del mundo temporal en el día de la Venida Gloriosa del Señor (1Tes 1,10; 2,11.19; 3,13; 4,13; 5,1ss.; 2Tes 1,7ss.; 2,1ss.); pero, la cuestión estriba, como fácilmente se deduce de los textos citados, en vivir la vida que el Padre amorosamente les concede; el cristiano debe de vivir vigilante, espiritual­mente preparado para el día del encuentro con el Señor, desprendi­dos, por tanto, de todos aquellos lazos terrenos que impiden o dificultan ese encuentro. Esta tierra no interesa de modo prioritario, pero hay que caminar por ella en la senda marcada a cada uno.

            Se deduce, en efecto, que algunos visionarios en Tesalónica habían adoptado una especie de quietismo pseudomístico (2 Tes 3,11), lo que instó al Apóstol a enderezar las cosas; no hay, pues, que desestimar las tareas tem­porales ni entrar en la entusiasta exaltación de los valores simplemente humanos. Es cierto que la vida del cristiano tiene que desenvolverse en un doble pla­no: la vida profesional civil, que desarrolla en común con toda la sociedad y la vida propia de su inserción en el misterio de Cristo. El cristiano no puede relegar sus imperativos sociales ni apartar sus deberes; ha de colaborar en la realización del mundo temporal, como lo enseña San Pablo, con el ejem­plo y con la palabra. Les recuerda que él proclamó el Evangelio «tra­bajando día y noche» con sus manos (1Tes 2,9); y ordena, manda a los visionarios de Tesalónica que «trabajen con sosiego para comer su propio pan» (2 Tes 3,10-12).

            La vida profesional no está, pues, reñida con el espíritu cristiano, ni relajada hacia la apariencia o la dejación; por el contrario, es campo de ejercicio, de prueba, y se debe acometer con esfuerzo y trabajar seriamente en la edificación de la ciudad terrena. Jesucristo no exige a nadie el abandono de sus compromisos y de sus respecti­vas ocupaciones profesionales; pero sí que se ejerzan con entera voluntad y cuidado, de modo útil para la humanidad, según el cargo y la profesión que se ocupe en la familia y en el ámbito social, siempre a la luz del Reino de Dios. Difícil labor esta desde que la entrada del pecado en el mundo ha roto, o por lo menos enturbiado, la ar­monía querida por el Creador.

       El hijo de Dios, pues, en este camino por la vida ha de moverse en un peli­groso equilibrio entre su condición de criatura de esta tierra y su vocación de ciu­dadano de una «tierra y unos cielos nuevos», hermano de Cristo y súbdito del Reino. San Pablo, manteniendo los valores principales, no desconoce que es preciso realizar un generoso esfuerzo integrador: «Vosotros, hermanos, no os canséis de hacer el bien. Si alguno no obedece estas instrucciones, apartadlo, señaladlo y corregidlo, como hermano» (2Tes 3,13). «Aun habiendo podido ejercer nuestra autoridad, como apóstoles de Cristo, hemos preferido actuar entre vosotros con bondad, del mismo modo que una madre cuida cariñosamente a sus hijos» (1Tes 2,7).

 

Epílogo

 

            Las palabras finales de la carta son bellísimas. El Apóstol, con un hondo sentimiento y una gran carga amorosa de afecto, que rezuma en las tres líneas finales, les da la paz y les deja su paz. Con gran sentimiento les expresa su deseo de que el Señor esté siempre con todos sus queridos tesalonicenses. Es un saludo-bendición en forma de súplica.

            Es curioso el detalle con el que insiste que el saludo es de su propio puño y letra y les da la señal. Con ello trata de evitar las falsificaciones y ofrecerles la certeza de que la carta es suya.

            Finaliza, antes fue la paz, ahora pide la gracia para todos ellos: «La gracia de Nuestro Señor Jesucristo sea con todos vosotros» (2Tes 3,18).