Cartas Paulinas

Carta a los Gálatas

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

San Pablo escribe esta epístola, dirigiéndola a «las iglesias de Galacia», afamada región, que citan historiadores griegos y romanos, situada en el centro del Asia Menor, lindante con Bitinia y con Licaonia. Los gálatas eran descendientes de una tribu celta, proce­dente de las Galias, un pueblo extremadamente belicoso que, en el siglo III a. C., se había instalado en la meseta central. San Jerónimo afirma que, en su tiempo, conservaban todavía el mismo dialecto que él había oído a orillas del Rhin, en Tréveris. Del carácter voluble y lige­ro de los «galos», que, consiguientemente, muchos aplican también a los gálatas, habla repetidas veces Julio César en su obra, “De bello gallico”.

       J. P. Mynster, en 1825, lanzó la hipótesis de que la Galacia aludida por San Pablo era la provincia romana, que incluía otras regiones vecinas, por lo que, en la expresión «iglesias de Galacia», quedaban también englobadas las cristiandades fundadas por Pablo y Bernabé en su primer viaje apostó­lico (cf. Act 13,11-14,22) y visitadas de nuevo, en el segundo (cf Act  15,36-18,23).

       Los gálatas fueron evangelizados por Pablo durante su segundo viaje misionero, hacia el año 50, quien hubo de  prolongar su estancia en Galacia, por algunos meses, a causa de una enfermedad que lo retuvo allí hasta su curación (4,l3-l5). Antes de enviar la carta San Pablo, había visitado ya dos veces las iglesias de Galacia (1,2; 4,13). Los autores retrasan la fecha de la carta hasta el 57-58, escrita quizá, desde Macedonia o quizás desde Corinto (cf. Act 20,1-3). Fuera de esto, no se tienen otros detalles sobre la actividad del Apóstol en esa región y sobre las Iglesias allí fundadas.

 

Causa de la carta

 

            Se sabe que, en su primera visita a los gálatas, lo habían recibido con gran afecto «como a un ángel de Dios, como a Cristo Jesús…, y, si hubiera sido menester, hasta los ojos se hubieran arrancado para dárselos» (4,24-25). Dada la sorpresa que el Apóstol muestra ahora, parece que la vene­ración había disminuido. Se supone un peligro, que ahora denuncia.

            Parece que en Galacia, se habían infiltrado, entre los fieles, ciertos perturbadores judaizantes venidos de Jerusalén que atacaban agriamente el evangelio predicado por Pablo. Se trataba de cristianos que admitían la doctrina y persona de Jesucristo; pero, aun creyendo en Jesús, exigían la observancia de la circuncisión y de las prescrip­ciones mosaicas, particularmente, la observancia de la Ley, como principio de salvación (2,16.21; 5,4), cosa que iba directamente contra lo que enseñaba Pablo (Gál 2,6; 5,2). El principio de la carta, tan alarmante y enérgico (1,6-9), da la impresión de que algunos cayeron seducidos, con grave peligro de que la defección se hiciese pronto general. Estos predicadores, erróneamente, se consideraban respaldados por Santiago, "el hermano del Señor" (1,19), que era una de las "columnas de la Iglesia" junto con Pedro y Juan (2,9). Al mismo tiempo, mostrándolo en desacuerdo con los demás Apóstoles, trataban de desacreditar la persona y la autoridad apostólica de Pablo. La crisis provocada por estos "judaizantes" en Galacia es una de las expresiones típicas de la dificultad que tuvo la Iglesia para desvincularse cada vez más del Judaísmo y adquirir su fisonomía propia. Quizás en ningún otro es­crito aparezcan tan al vivo como en esta carta las graves dificultades con que hubo de luchar el cristianismo para separarse del judaísmo, y la parte extraordinaria que cupo a San Pablo en este asunto. Con esta carta, el Apóstol sacudió definitivamente para la Iglesia el yugo de la Ley de Moisés; de ahí que, con toda razón, haya sido llamada la Carta magna de la libertad cristiana.

       El Apóstol trata de rechazar con todas sus fuerzas esas imposiciones; la misma energía con que ataca a los adversarios (1,6-8) y propugna la identidad de su evangelio con el del resto de apóstoles (2,1-10), da a entender que no eran matices intranscendentes los que propalaban. San Pablo asienta con firmeza sus motivos y convicciones en la Carta. Cuando Pablo tuvo noticia del peligro que corrompía la pureza del evangelio que él había predicado, redacta esta sopesada carta, que es un grito de amor y de dolor. Ninguna otra de sus cartas exhibe un ímpetu tan apasionado (2,6-9; 3,1-5; 4,19-20; 5,4-12). Y es que el problema, tocando vivamente la medula misma del cristianismo, cuyas conse­cuencias Pablo intuyó desde el primer momento con toda claridad, era muy grave. El mismo Pedro no había visto el problema en todas sus dimensiones y consecuencias (2,11-14). En el fondo, lo que se ventilaba era la suficiencia o insuficiencia redentora de la muerte de Cristo; afirmar que el hombre necesitaba de las obras de la Ley para con­seguir la salud era hacer una injuria a la cruz de Cristo, y eso hería a Pablo en lo más vivo de su fe. De ahí su reacción súbita y vehemente. En lo que esta carta tiene de acento polémico contra los judaizantes, se asemeja bastante a la segunda a los Corin­tios. El lenguaje vivo y directo manifiesta perfectamente la perso­nalidad de su autor.

            Tiene también grandes afinida­des con la carta a los Romanos, en el fondo y en la forma, de modo que es muy difícil explicarlas sin suponer que una y otra fueron escritas por Pablo con muy poca diferencia de tiempo. La de los Gá­latas, más polémica y más ligera, serviría a Pablo como de esbozo para la de los Romanos, tratado doctrinal maduro y completo.

 

Plan general

 

            La carta a los Gálatas ha sido designada desde antiguo como la Carta Magna de la libertad cristiana. El adjetivo "cristiana" indica aquí una libertad conquistada por Cristo. Es uno de los más espontáneos y fogosos escritos de Pablo.

            El tema central es la libertad del cristiano, llamado a recibir la salvación como un don de Dios que se alcanza por la fe en Jesucristo, y no por el sometimiento a las exigencias de la Ley. Para comprenderla debidamente, es conveniente leerla a la luz de la Carta a los Romanos, que fue escrita un tiempo después y vuelve sobre los mismos temas de una manera más completa y sistemática. Ambas se centran en la justificación por la fe en Jesucristo, sin necesidad de las obras de la Ley.

       Frente a los argumentos de sus adversarios judaizantes, que trata de combatir, en el desarrollo de su tesis, defiende su condición de verdadero apóstol (1,11-2,10), pues, al parecer, le achacaban, ante los gálatas, falta autoridad, y, desde luego, inferior a la de los Doce, pues ni siquiera había visto al Señor. Puesta a salvo su auto­ridad apostólica, entra directamente en la exposición y en la prueba de la tesis (3,1-4,3), para concluir exhortando a los gálatas a mante­nerse firmes en la libertad que tienen en Cristo.

            En Gálatas 6,15, inaugura San Pablo uno de sus temas favoritos: "el hombre nuevo en Cristo Jesús". Sólo en Cristo está la salvación, las obras de la ley no valen para nada. En Romanos, Corintios y Colosenses sobre todo, desarrollará con amplitud y profundidad la misma cuestión. Pero la gran intuición se encuentra en Gálatas.

            Está en juego la esencia del cristianismo y su futuro. Lucha con uñas y dientes por no reducir el cristianismo a una simple secta judía. Con razón se considera esta carta como la mejor y más vibrante glosa del Sermón de la Montaña.

            Entre las características generales podemos hallar la figura de Pablo que intenta mantenerse sereno, pero es traicionado a cada paso, por su emoción. Consciente de su misión hasta casi aparecer como engreído, hace valer su condición de apóstol y así, apostrofa con violencia, recrimina sin respetos humanos y ruega con dulzura.

            Y es peculiar esta carta por estar dirigida no a una, sino a varias comunidades, por faltarle la acción de gracias habitual al comienzo de las cartas paulinas, por su tono polémico, y por los detallados y abundantes datos biográficos.

       Aparte su valor doctrinal, tiene esta carta un valor histórico in­calculable para conocer los orígenes de la Iglesia en lo que se refiere a su vinculación con el judaísmo. No obstante, su incuestionable filiación, hace difícil dudar de la autenticidad paulina de esta carta, su estilo e ideas no admiten otra autoría.  

 

Estructura

 

Introducción (1,1-10). Saludo epistolar (1,1-5) y entrada ex abrupto en materia (1,6-10).

I. Acción apostólica de Pablo (1,11-221). Su «evangelio» no tiene origen humano, sino divino (1,11-24); fue aprobado por los apóstoles de Jerusalén y públicamen­te lo defendió en una ocasión memorable, cuando el incidente de Antioquía (2,11-21).

II. Justificación por la fe y no por las obras de la Ley (3,1-4,31). Así lo prueban las manifestaciones carismáticas que siguieron a la conversión de los Gálatas (3,1-5), y así lo enseña la Escritura que atribuye la justificación a la fe y la maldición a la Ley (3,6-14). Insiste luego San Pablo en que la promesa hecha a Abraham en gracia a su fe es como un testamento, que la Ley, venida posteriormente, no puede anular (3,15-18); ésta fue sim­plemente un pedagogo que debía conducir hasta Cristo, con cuya venida cesaba su tutela (3,19-29), dejando paso a la plena filiación o herencia (4,1-7). A continuación, el Após­tol, haciendo resaltar su gran ansiedad por la suerte de los gálatas (4,12-20), presenta la historia de Agar y Sara como ilustración escrituraria de la libertad de los cristianos respecto de la Ley (4,21-31).

III. Consecuencias morales (5-6). Exhortación a no dejarse arrebatar la libertad que nos trajo Cristo, volviendo a la servidumbre de la Ley (5,2-22). Pero hay que evitar otra servidumbre: lado la carne, de la que nos libraremos caminando en espíritu y en caridad (5,13-26).Consejos varios para quienes traten de caminar en espíritu y en caridad (6,1s).

Epílogo (6,11-18). Pablo escribe de propia mano las últimas líneas de la carta, contraponien­do su predicación desinteresada a la de los judaizantes (6,11-13), para terminar con el saludo acostumbrado (6,18).        

 

Contenidos doctrinales

 

       Envuelto en ese difícil entramado histórico de la amenaza de ciertos predicadores judaizantes que atacan­ el «evangelio» de Pablo en Galacia, el Apóstol expone, con palabras tomadas de la termi­nología del derecho helenístico, que las promesas a Abraham son como un «testamento» de Dios a favor de la humanidad (3,15), pues en ellas no hay más que una voluntad generosa de Dios, que promete por sí mismo, sin imponer condiciones. También Filón habla de «testamento» refiriéndose a esas promesas a Abraham: «Entonces hizo Dios su testamento en favor de Abraham diciendo: a tu descendencia daré esta tierra...» La diferencia está en que Pablo va mucho más lejos que Filón. Ciertamente es Abraham quien recibe la promesa divina y se convierte en poseedor del «tes­tamento», pero el verdadero heredero no son los israelitas, como cree Filón y los judíos, sino Cristo y los cristianos (3,19.29). Es aquí donde la argumentación de Pablo se hace más sutil. Para Pablo, el genuino y auténtico heredero es Cristo (3,19), y únicamente por su incorporación a Cristo, formando unidad con El, los cristianos se convierten también en herederos (3,27-29); incluso hará notar, en su exégesis, en la que perviven vestigios de su for­mación rabínica, que la Escritura habla de «descendencia» y no de «descendencias», para dar a entender que el heredero es uno, sólo Cristo (3,16).

            Mediante esta explicación, San Pablo ha revelado al mundo el misterio de ese «testamento» otorgado por Dios a Abraham: quien recibe la «herencia» es Cristo, Hijo de Dios, Único digno de poseer los bienes divinos; si también a los hombres llega esa «herencia», es únicamente por su cualidad de hijos, privilegio que Cristo con su redención les ha conseguido (4,4-7; 3,26-29). Podemos, pues, decir que, con Abraham, más que el judaísmo, nace el cristianismo, pues es mirando a Cristo y a los cristianos como Dios le hace las «promesas» (cf Rom 3,23-24; 1 Cor 10,11).

 

1. Ley mo­saica:

 

            La ley, todo tipo de ley, en cuanto norma puramente externa, es esclavizante e incapaz de aportar la fuerza liberadora. Hemos de ser liberados de ese tipo de ley y hacer el bien en virtud de un dinamismo interior, no porque una ley desde fuera lo imponga.

            San Pablo reconoce que la ley como regla externa tiene un doble valor: al pecador le ayuda a tomar conciencia de su mísero estado y posibilita así su curación; al justo le sirve para discernir las "obras de la carne de los frutos del espíritu". Implícitamente, nuestro apóstol, supone la existencia y validez de una ley interior, a la que alguna vez llama "ley de Cristo" (Gál 6,2), pero que prefiere denominar "gracia": "No estáis bajo la ley, sino bajo la gracia" (Rom 6,14), y que encuentra su manifestación suprema en el amor (Gál 5, 14-15).

            Es esta ley interior la que confiere todo su valor a la ley exterior. Es paradójicamente, dice Lyonnet, la "esclavitud del amor y, por consiguiente, la suprema libertad".

            Cuando Pablo habla de la ley se refiere casi siempre a la ley de Moisés. Desde sus afirmaciones, la ley es algo nefasto de lo que es preciso librarse. Pero, aunque la ley ha sido dada por Dios, afirma rotundamente que Cristo ha liberado también al hombre de la ley de Moisés y de cualquier ley, en lo que ésta puede tener de elemento activador del pecado. Cristo es el único principio de salvación. 

            Para los ju­díos, lo realmente esencial y sustantivo en las relacio­nes con Dios era la Ley, que había venido a completar las promesas a Abraham, y con cuyo cumplimiento adquiríamos la «justicia». Esa Ley debía continuar vigente en la época mesiánica y los gentiles habrían de someterse a ella. La Ley se había convertido para los judíos en una especie de pantalla que ocultaba a Dios exaltando a los hombres, en cuanto que había de ser a base del propio esfuerzo, cumpliendo rigurosamente la Ley debían obtener la «justicia». La tesis de Pablo sostiene que la «jus­ticia» es un don de Dios, y afirmar que la podemos adquirir con nuestro esfuerzo, aunque fuera a base del cumplimiento de una Ley dada por Dios, equivalía a negar la gratuidad de la salud y quitar la gloria a Dios (2,16.21; 3,2; Rom 4,2-5; 10,3; 1 Cor 1,30-31).

            San Pablo, en sus razonamientos, argumenta que, en el plan salvífico de Dios, la Ley fue algo provisional y transitorio, con vigencia sólo hasta Cristo (3,24-25; Rom 7,4-6; 2 Cor 3,1l); añade que su función era preparar los caminos en orden a la realización de la «promesa», que es lo realmente sustancial, permanente y definitivo en el plan salvífico de Dios (3,15).

            La Ley es santa y buena, pero dada la tendencia al mal de nuestra carne (cf. 5,17; Rom 7,18; 8,7), se convirtió de hecho en causa de transgresiones e instrumento de pecado, pues en rela­ción con los gentiles, que disponían sólo de la ley natural (cf. Rom 2,14), aumentaba grandemente el campo de los preceptos y el de su conocimiento (cf. Rom 3,20; 7,5.7-8).

            Tiene, pues, la Ley carácter transitorio, con vigencia sólo hasta Cristo; es como un paréntesis, con dureza de «carcelero», que se intercala entre la «promesa y su realización. Cambiando de imagen, Pablo hablará también de «pedagogo» (3,24), ese educador severo del mundo greco-romano de entonces, que hacía sentir al niño su «minoría de edad», nueva expresión con que es designada la etapa de la humanidad bajo la Ley (4,1-5).

 

2. La libertad cristiana:

 

            San Pablo es el Apóstol de la libertad cristiana; repite que, merced a la obra de Cristo, hemos sido liberados, no sólo del pecado y de la muerte (3,13; Rom 6,1-11; 8,2-4; 2 Cor 5,2), sino también de la Ley (3,23-25; 5,1-4; Rom 7,4-6; Ef 2,14). Con frecuencia, aplica Pablo la idea de «libres», a los cristianos (Gál 2,4; 4,31; 5,1.13; Rom 6,18; 1 Cor 7,22; 2 Cor 3,7), y también los otros autores neotestamentarios (cf. Jn 8,32-36; 1 Pe 2,6; San 2,25). Proclama abiertamente que hemos sido rescatados de la esclavitud de la ley y constituidos hijos de Dios (Gál 4,1-9). La salvación en Cristo, al hacernos hombres nuevos, nos hace también hombres libres. Y, objetivamente, ésta, no hay otras, es la única y auténtica libertad: la que Cristo nos ha traído. De modo que, la libertad es el principio regulador de toda conducta humana.

            Y en el capítulo 5, a modo de resumen, anuncia sin ambages nuestro estatuto de hombres libres en Cristo y por Cristo: "Para ser libres nos libertó Cristo... porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad" (Gál 5,1.13). No parece referirse únicamente a la ley mosaica en su aspecto ritual y ceremonial, sino a todo tipo de ley, incluso en su perspectiva moral, siempre que esa ley actúe como un agente esclavizante.

            Por libertad, no entiende aquí San Pablo el "libre albedrío" ni proclama una patente de libertinaje. El hombre "libre", para él, es el hombre en Cristo, el hombre espíritu en oposición al hombre carne. Hombre libre es el que ha recibido la gracia y puede superar las grandes alienaciones del pecado y de la muerte, esto es, todo aquello que puede separarlo de Dios.

            En el pensamiento de San Pablo y en la Sagrada Escritu­ra, en general no se trata de «una libertad» que dé al hombre la autonomía personal (cf. Gál 5,13), pretensión orgullosa del pecador ya desde la escena del paraíso. El Apóstol habla de «ley de Cristo» (6,2; 1 Cor 9,21) y que los cristianos somos «siervos» de Cristo (1,10; Rom 6,18; 2 Cor 7,22; Ef 6,6; Col 4,12) y de Dios (2 Tes 1,9; Rom 6,22) y de unos con otros (6,6; Rom 13,8). La «libertad» de que habla Pablo es liberación frente al pecado y a todo lo que le sirve de instrumento, incluida la Ley; por eso, hablará de «muerte-pecado­-carne-ley-elementos del mundo...», como de falsos dueños que se habían apoderado del hombre (3,22-23; 4,8-9; Rom 3,9; 6,14-20; 7,6.23; 1 Cor 6,13; 15,56; Col 2,8) y de cuya servidumbre nos liberó Cristo ( 3,4; 3,13; Rom 6,18; 8,2; Col 2,20), pasándonos a la condición de «hijos» (4,5-7; Rom 8,14). En el fondo, «libertad» cristiana y «filiación» divina son sinónimos para Pablo.

            Sabido es que para el mundo griego y romano de entonces el término «libertad» designaba sobre todo una realidad social, es la libertad de los hombres que podían disponer de sí mismos, en contraposición a los esclavos. Pues bien, Pablo no se refiere a esa «libertad», sino a una realidad teológica que trasciende las estructuras sociales humanas, siendo accesible incluso para los que se encontraban en la dura condición de esclavos (cf. 1 Cor 7,20-22), a los cuales seguirá recomendando que obedezcan a sus amos, pero que lo hagan desde el Evangelio, como cristianos, es decir, «no sirviendo al ojo, como buscando agradar al hombre, sino como siervos de Cristo, que cumplen de corazón la voluntad de Dios» (Ef 6,5-8; Col 3,22-24; 1 Tim 6,1-2; Tit 2,9-10). Da la impre­sión de que la ética social, no entraba de modo directo en los planes y preocupaciones de Pablo, se refiere a una «libertad liberadora, a la libertad que habíamos perdido, esclavos de aquel pecado que lla­mamos original, y pertenece estrictamente al orden de la gracia».

            Así pues, seremos plenamente libres si hacemos el bien en fuerza de un dinamismo interior y no simplemente porque hay una ley que desde fuera nos lo ordena. Sólo es auténticamente libre el que puede regalar su libertad.

            En Romanos el protagonista es el Espíritu. El Espíritu es el que nos libera de la ley del pecado y de la muerte, el que hace posible que ya ahora vivamos una vida nueva, el que un día hará que compartamos la resurrección de Cristo, el que al hacernos hijos de Dios nos permite llamar a Dios “Padre querido”, el que acompaña y hace eficaz nuestra oración, el que dinamiza nuestra esperanza y la proyecta hacia un futuro de gloria.

            A la libertad de la carne, opone el Apóstol la ley del Espíritu y del amor; y la libertad social o de acción la refrena o modera con el principio de autoridad eclesiástica, principalmente con el primado de San Pedro. Otra libertad reclaman para sí los protestantes, con mayor obstinación que ninguna otra: la del libre examen, que por natural evolución ha degenerado en la moderna libertad de pensamiento. Sin duda que los protestantes, los conservadores por lo menos, limitan o moderan esta libertad de pensar acatando el magisterio escrito de la Biblia. Pero semejante magisterio escrito, al ser sometido al libre examen, resulta ineficaz e irrisorio. Al interpretar la Biblia según su criterio personal, hacen decir a la Biblia lo que ellos quieren, y, en definitiva, piensan como se les antoja. El verdadero freno moderador de la libertad de pensar en materias religiosas no es ni puede ser otro que la autoridad doctrinal, el magisterio viviente instituido por el mismo Jesucristo. Este magisterio oral y externo se hizo para los protestantes un yugo insoportable, como contrario a la libertad cristiana de pensar.

            Sin embargo, Jesucristo impuso este yugo sobre las cervices de cuantos generosamente se resolviesen a dar fe de su palabra y aceptar su autoridad y su doctrina, el magisterio y la tradición. Mediante la consecución de esta «libertad», que nos ha traído Cristo, el hombre se ve libre de esos falsos dueños.

            Es muy distinta la situación en que nos pone nuestra condición de «hijos» de Dios, conseguida por Cristo para el hombre. También aquí hay exigencias morales, e incluso podemos hablar de «ley de Cristo» (6,2; 2 Cor 9,21) o «ley de la fe» (Rom 3,27) o «ley del espíritu» (Rom 8,2), exigencias que no vienen de fuera, a base de una ley, sino que arrancan del interior mismo del hombre renovado, brotando espontáneamente de la vinculación pneumática del cristiano con Cristo. Son exigencias que, por nuestra vinculación a Cristo y la presencia en nosotros del Espíritu, llevan en sí mismas la fuerza de actuación moral o capacidad de realización (cf Rom 8,1-17). Hablando de la «ley de Cristo», San Pablo reduce las exigencias cristianas a la ley del amor, expresión perfecta y definitiva de la voluntad de Dios, en la que queda resumida toda la Ley y todas las leyes en lo que tienen de recto y positivo (5,14; Rom 13,8-10). Es así, como las leyes del Antiguo Testamento, deberán ser actualizadas a base del criterio del amor, el mandamiento nuevo de que habla Jesucristo (cf. Jn 13,34-35), Y del que El mismo hace aplicación en el caso concreto de la ley del sábado (Mt 12,9-14).

            Esta reducción de las exigencias cristianas o «ley de Cristo» a la ley del amor, es ya indicio muy significativo; pues el amor, más que ley, es fuerza y dinamismo. Las «exigencias» cristianas surgen de dentro, espontáneamente, por amor, como las de los «hijos». Es un amor operativo infundido en el cristiano por el Espíritu (Rom 5,5), reflejo del amor de Dios y de Cristo hacia nosotros (2,20-5,6; Rom 8,31-39; 2 Cor 5,14-15; Ef 5,2; Fil 2,2-8), y que Pablo describe maravillosamente en su himno a la caridad (I Cor 13,1-8). Esto hace que, respecto de los cristianos, podamos hablar de «libertad», pues en la ley de Cristo se trata de exigencias que brotan espontá­neamente del mismo ser cristiano, queriendo éstos la misma cosa que quiere Dios, a quien se ama, es decir, todo lo contrario de lo que es la «servidumbre» bajo la obligación de una ley .

Cuando Pablo habla de que los cristianos no necesitan de ley, pues su vida está inspirada y dirigida desde dentro por el Espíritu en el amor, está suponiendo un estado o condición en que el cristiano vive realmente conforme a su ser de cristiano, actuando siempre bajo el impulso del Espíritu. Pero la experiencia enseña, la efectividad de ese dominio del Espíritu está ligada a la voluntad de cada uno, que puede abandonar el Espíritu para adhe­rirse de nuevo a la carne (cf 6,7-8; I Cor 6,8-m). Es decir, que, también el hombre cristiano corre el peligro de dejarse dominar por las tendencias de la carne; de ahí, ante el peligro de una conciencia ofuscada por las pasiones, esas frecuentes amonestaciones de Pablo, urgiendo determinadas normas de conducta, cuya violación excluye del reino de Dios (cf. 5,19-21; 1 Cor 6,9; Ef 5,5; 1 Tim 1,9), y las normas o leyes de uso tradicional en la Iglesia. En realidad, estas leyes exteriores, presentadas como normas objetivas de conducta moral, no hacen sino aplicar a las diversas circunstancias de la vida cotidiana esa ley interior del Espíritu que brota de nuestro mismo ser de cristianos.