Epístolas a los Romanos

II Efesios

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

I. INTRODUCCIÓN

 

La carta los romanos es la más importante de Pablo y la más significativa del cristianismo; es la carta magna de la teología paulina, el escrito neotestamentario que más ha influido en la Iglesia.

Les escribe para preparar su nuevo campo de misión. Le interesaba contar con su apoyo (1,5.11-16; 13,15s), primero porque se trata de una comunidad étnico-cristiana y el campo de evange­lización de Pablo son los gentiles (Gál 1,15s; 2,7s; Rom 15, 15-19.24.28s) y, después, porque quiere prevenir una posible campaña que lo desautorize (3,31; 7,7; 9,11; 15,30s).

 

La iglesia de Roma

 

       Ya, hacia el año 58, se desarrollaba una comunidad floreciente y numerosa (1,8; 6,19; cf. Act 28,15), fecha en que San Pablo escribe su carta a los fieles de Roma (1,7.15), entre los que el Apóstol tenía muchos conocidos (16,3-16), pero no había sido fundada por él (15,20; 15,19-24).

            A Roma, al ser la capital del Imperio, afluían gentes de todo el mundo, se puede suponer que entre los que, continuamente, llegaban, hubiera cristianos, que muy pronto se agruparían en co­munidad, extendiendo su acción por la ciudad. La población de Roma, según los historiadores, ascendía, por entonces, a casi el millón de habitantes, en su mayor parte no nativos de la ciudad; este es el testimonio de Séneca: …vix Urbis immensae tecta sufficiunt: maxima pars istius turbae patria caret. Ex municipis et colonis suis, ex toto denique orbe terrarum confluxerunt… videbis maiorem partem esse quae, relictis sedibus suis, venerit in maximam qui­dem ac pulcherrimam urbem, non tamen suamn (Consolatio ad Helviam 6,2-3).

            Es posible que, desde el principio de la Iglesia, entre los «forasteros romanos» presentes en la predicación de Pedro, en Pentecostés (Act 2,10), hubiera con­vertidos (cf. Act 2,41), que tendrían que volver a Roma. Una antigua tradición, conservada por San Eusebio, cuenta que San Pedro llegó a Roma en los primeros años del reinado de Claudio (a.41-54); de ser así, la frase de Act 12, y: «salió de Jerusalén, yéndose a otro lugar», aludi­ría a esa ida a Roma. Sustenta esta misma opinión una segunda tradición, que atri­buye a San Pedro una estancia de veinticinco años en Roma; así, v.gr., el Catalogus libri Pontificalis, que, en opinión de A. Harnack, se remonta hasta Hegesipo (a.180). Sin embargo, todas estas noticias son algo tardías e insuficientes; lo cierto es que San Pedro estuvo en Roma en tiempos de Nerón (a.54-68), siendo martirizado en esa ciudad, lo mismo que San Pablo, en esto, la tradición es clarísima. Mas esta estancia cierta de Pedro y de Pablo, en Roma es ya tardía, cuando la iglesia de Roma estaba ya fundada y llevaba varios años de existencia.

            Se ha discutido si la iglesia de Roma, por la fecha en que Pablo escribe su carta, se componía especialmente de judeocristianos;  la tesis se apo­ya sobre todo en la propia carta a los Romanos, que, fundamentalmente, viene a demostrar que la justicia se debe a la fe, no a la circuncisión ni a la Ley, tema muy en consonancia con destinata­rios de ascendencia judía, no de cristianos venidos del paganismo. Además, la colonia judía en Roma era muy numerosa y se supone que, igual que en otras ciudades, también en Roma la predicación del cristianismo comenzase por los judíos. Es conocido el testimonio de Suetonio sobre tumultos judíos en Roma que provocaron el decreto de expulsión de Claudio (Act 18,2), parece una clara alusión a violentas luchas entre ju­díos incrédulos y judíos creyentes en Cristo.

                No obstante, la mayoría de los autores, católicos y acatólicos, sostienen con razón que, en la iglesia romana, al escribir San Pablo su carta, pre­dominaban los étnico-cristianos. En efecto, el Apóstol saluda a los Romanos como «gentiles» (1,5-6) y funda su proyecto de ir a Roma apelando a su deber como Apóstol de los gentiles (1,13-15) y al final de la carta se excusa de haberles escrito con cierta audacia, en virtud de su condición de ministro de Jesu­cristo para los «gentiles». Sin duda, aunque el primer núcleo de la iglesia de Roma se compusiera, probablemente, de judeocristianos, poco a poco habrían ido prevaleciendo los étnico-cristianos, máxime a raíz de la expulsión de los judíos por Claudio, hacia el año 49. Este decreto es posible que no fuera nunca aplicado estrictamente.

 

Ocasión de la carta

 

            Gustaba Pablo de edificar sobre fundamentos vírgenes, donde el nombre de Cristo no hubiera sido todavía anunciado (Rom 15,20; 2 Cor 10,13-16). Sin embargo, el caso de Roma era singular. Expresamente dice a los Romanos que «muchas veces se había propuesto ir a verlos (1,13), que le impelía a ello «el recoger algún fruto también entre vosotros, como entre los demás gentiles» o, «consolarme con vosotros por la mutua comuni­cación de nuestra común fe» (1,17). Y es que Roma era eminentemente cosmopolita, en la que tenía muchos conocidos (16,3-16), y desde donde la doctrina de Cristo podía más fácil­mente extenderse hasta las más remotas provincias. La iglesia de Roma no podía, pues, serle indiferente al Apóstol de los «gen­tiles» (1,5.14; 11,13; 15,16).

            De todos modos, no parece que Pablo tuviera nunca intención de detenerse a ejercer el apostolado en Roma. Su intención debió de ser siempre más bien la de una estancia breve, de paso hacia otras regiones: «Desde Jerusa­lén hasta la Iliria y en todas direcciones he predicado cumplida­mente el evangelio de Cristo: sobre todo, me he hecho un honor de predicar el evangelio donde Cristo no era conocido, para no edifi­car sobre fundamentos ajenos...; pero ahora, no teniendo ya campo en estas regiones y deseando ir a veros desde hace bastantes años, espero veros al pasar, cuando vaya a España, y ser allá encaminado por vosotros, después de haber gozado un poco de vuestra conver­sación» (15,19-24). He aquí claramente indicada la ocasión de esta carta: anunciar a los Romanos su visita, de paso para España.

            Sin embargó, un motivo tan li­gero, sólo una visita, no parece ser razón suficien­te para una carta tan larga y tan cuidadosamente elaborada. Algunos, siguiendo a San Agustín, creen que también en la iglesia de Roma había tendencias judaizantes y San Pablo, enterado de ello, se propuso aclarar la cuestión. Sin embar­go, no hay indicios de que existieran tales tendencias judaizantes en la iglesia de Roma. Por eso, otros creen que el verdadero motivo de la carta es el estado de ánimo del Apóstol en aquellos momentos, cuando, termi­nada su actividad misionera en Oriente, piensa comenzar en Occidente, con Roma como centro de operaciones. Quería atajar posibles falsos rumores sobre él y presentar a los Romanos un resumen característico de su predi­cación: universalidad de la salud y gratuidad de la justificación a través de la fe.

            Según P. Lagrange, estas opi­niones pueden tener parte de verdad. Parece, dado el tenor de la carta, que esa iglesia, compuesta predominantemente de étnico-cris­tianos, no mantenía con los judío-cristianos las relaciones de caridad e inte­ligencia deseables. Se trataría de falsas apreciaciones prácticas, respecto sobre todo a la caridad. Insiste en inculcar a los Romanos que «acojan a los flacos en la fe, que no juzguen a sus hermanos», y «sobrelleven las flaquezas de los dé­biles, sin complacerse en sí mismos». Probablemente los étni­co-cristianos, mucho más numerosos, miraban con cierto desdén a los fieles procedentes del judaísmo; de ahí esa llamada a la caridad y que asiente el principio de la redención universal, sin privi­legios de nadie, que constituye una especie de nervio de toda la carta.

       La escribe, cuando se «dispone a emprender el viaje a Jerusalén, para entregar a la iglesia madre la colecta recogida en Macedonia y Acaya» (15,25-29). Parece, pues, claro que escribe desde Corinto, hacia el año 58, al final de su tercer viaje apostólico. Lo confirma el hecho de que Febe, diaconisa que trabajaba en Cencreas (16,1), parece haber sido la portadora de la carta a Roma.

 

II. ESTRUCTURA GENERAL

 

            Es un texto fruto de exposición sosegada de un tema largamente meditado. Cuando San Pablo la escribe han pasado ya más de veinte años de su conversión. Las luchas sostenidas contra los judaizantes, en la crisis de Galacia, le habían obligado a profundizar en el tema de judaísmo y cristianismo, que es el tema que late en esta carta. Lo que San Pablo viene a decir es que existe un medio de salvación para la humanidad, que no es la Ley Mosaica, en que tanto confiaban los judíos, sino el Evangelio. Si, en Gálatas, la temática quedaba casi circunscrita al problema concreto de la Ley, aquí, en Romanos, la visión es mucho más amplia y grandiosa, presentando a la huma­nidad toda, que estaba sumergida en el pecado y solidaria de Adán pecador, naciendo a una vida nueva en el Es­píritu por su incorporación a Cristo muerto y resucitado (8,11.39).En el centro del cuadro destaca luminosamente la figura de Jesucristo en su papel de redentor de los hombres, en concreto: relaciones de la humanidad frente a Cristo.

       No hace falta recalcar la importancia de esta carta, bajo el aspec­to doctrinal. Los padres de la Reforma, Lutero, Calvino y Melanchton, formularon sus doctrinas sobre esta carta y se puede decir que «el día en que católicos y protestantes se encuentren de acuerdo sobre la interpretación de esta epístola, se habrá hecho realidad la unidad dogmática, al menos sobre gran número de puntos».

       La carta, aparte el prólogo y el epílogo, se divide en dos partes claramente deslindadas: una más especulati­va o dogmática y otra más práctica o moral.

 

            1.- Introducción (1,1-17).- Saludos y una fórmula de fe cristiana (1,3-5), un credo abre­viado del pueblo de Dios. Anuncio del tema central de la carta (1,16-17): El evangelio es definido como el poder de Dios para la salvación del hombre.

 

            2.- Parte dogmática (1,18-11,36).- Necesidad de la justificación para gentiles y judíos (1,18-3,20). El modo de producirse la justificación por la fe en Cris­to Redentor (2,21-4,25).

Los frutos de la justificación: reconci­liación con Dios, justificación por Cristo (la obra de Adán y la obra de Cristo); la unión con Cristo que se realiza por el bau­tismo; la liberación de la ley mosaica; inhabitación del Espíritu Santo en nosotros pasando a ser coherederos de Cristo (5,1-8,39); liberación de la servidumbre del pecado (6,5-23) y de la Ley (7,25).

 El problema de la incredulidad de los judíos y el cumplimiento de las promesas (9,1-11,36); Dios no ha fal­tado a sus promesas (9,5-29), sino que es culpa de los mis­mos judíos el haber quedado fuera de la justificación (9,30), exclusión, además, que no es ni universal ni de­finitiva.

 

            3.- Exigencia moral (12,1-15,33).- Deberes generales para con Dios, para con nuestros prójimos, para con nosotros mismos, para con los «débiles en la fe».

Recomendaciones sobre la humildad, la caridad sobre todo, la obediencia (12,1-13,14); la unidad y concordia que debe existir entre los fuertes y los débiles en la fe (14,1-15,3).

 

            4.- Epílogo (15,14-16,27).- Razón de la carta, los proyectos del apóstol, recomendaciones y saludos, doxología final.

    

       Hay algunos códices que omiten los c.15-16, terminando la car­ta en el c.14.El testimonio de Oríge­nes y otras razones de carácter interno (cf. 15,33; 16,20.27), han motivado que algunos críticos crean que estos dos capítulos habrían sido incorpo­rados a la carta más tarde. San Pablo la habría escrito efec­tivamente para los fieles de Roma; pero, por tratarse de un tema tan importante y que el Apóstol llevaba muy en el corazón, la querría dar a conocer también a otras comunidades, concretamen­te a la de Éfeso. A Roma habría enviado sólo los 14 cap. y para Éfeso, habría añadido los otros, sin olvidarse de ponerlos en guardia contra los judaizan­tes. El texto actual de la carta correspondería, pues, a su edición efesina. Por lo demás, ni el estilo ni el fondo doctrinal desdicen la autoría y el origen paulino.

 

III.- FUNDAMENTOS DOCTRINALES

 

            El asunto nuclear de la carta, en la intención de Pablo, es indicar a los Romanos y a todos los hombres, que el Evangelio es mensaje de salvación. Así lo expresa en esta frase inicial que tiene los trazos de enunciado programático: «No me avergüenzo del Evangelio, que es poder de Dios para la salud de todo el que cree, del judío primero, pero también del griego» (1, 16). La tesis de Pablo es que el hombre ha sido creado para conocer y glorificar a Dios; pero, los hombres han «divinizado» la creación, de lo que resultó el desorden y corrupción en el mundo (1,24-3,20), a cuya situación angustiosa, Dios ofrece un asidero: la fe en Jesucristo (3,2; 11,36).

       En esta perspectiva, desarrolla cinco argumentos concretos: conocimiento de Dios por la creación, dominio del pecado en el mundo, justificación por la fe, redención del universo, la increduli­dad judía.

 

                1. El conocimiento de Dios por la creación.- San Pablo entiende que el plan de Dios, en el acto mismo de la crea­ción, es el de revelarse a los hombres, de modo que le rindan homenaje. Supone que el hombre es capaz de descubrir a Dios en las criaturas, idea que encontramos también en los discursos de Listra y de Atenas, que los Hechos po­nen en boca de Pablo (Act 14,17; 27,27). Por lo demás, esta doctrina no es nueva en la Escritura; ya se encuentra en el A. T., particularmente, en los libros sapienciales (Job 12,9; Sal 19,2; Sab 13,1-9).La idea es de fundamental importancia en la interpretación del paulinismo.

            Se supone que esta «capaci­dad» de alcanzar a Dios por la creación existió desde el principio, aunque, después de la caída del hombre en la idolatría, «brotó» (1,21-31) toda la corrupción de costumbres que de ahí se desprende. De hecho, no obstante su insistencia en la universali­zación del dominio del pecado (3,9), Pablo afirma que quienes obran el bien, incluso entre aquellos que no disponen más que de la ley natural, recibirán la «incorruptibilidad» y la «vida eterna» (2,7-11). Eso significa que permanece la «capacidad» para alcanzar a Dios, y que Dios no ha dejado nunca al hombre con la puerta ce­rrada hacia su verdadero destino, incluso en esa etapa de dominio universal del pecado. No niega que cada hombre concreto pueda usar su libertad, ya para pactar con la actitud general, ya para acomodar su vida al co­nocimiento que por la creación tiene de Dios (1,20). El Vaticano II explica que «Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la ley natural de la razón humana, partiendo de las criaturas»; hay que atribuir a su revelación «que las realidades divinas, que por su naturaleza no son inaccesibles a la razón humana, todos las pueden conocer fácilmente, con certeza y sin error alguno, incluso en la condición presente del género humano».

 

2. El pecado.- La carta, especialmente en los ocho primeros capítulos, hace una referencia constante al pecado.             San Pablo explica la universalidad del pecado en el mundo, diciendo que ha sido la humanidad voluntariamente y por sí misma, no porque sea ontológicamente mala, la que se ha separado de Dios.

Cuando Pablo habla del "pecado" en singular, se refiere a una fuer­za hostil a Dios, a un poder maligno, opuesto a Dios, y al que el hombre ha sido vendido (7,14). Cuando habla de los "pecados'' se refiere a las transgresiones, faltas, desobediencias, viola­ciones de la ley.

El "pecado", el poder maléfico afecta a la humanidad entera, judíos y gentiles (Rom 3,10ss.23). Los gentiles, por rechazar la verdad de Dios, han caído en una degradación moral (1,18-32) y están bajo la ira de Dios. Los judíos porque, teniendo la Ley, no la observan (2,1-29).La Ley es estéril, no salva (3,10-20), al contrario, se convierte en vehículo de transgresión (4,15; 5,20; 7,8). La fuerza del pecado se ha instalado de tal manera en el hombre que este, por sus propias fuerzas, es incapaz de alcanzar la salvación, la liberación del mismo, necesita la ayuda de Dios, la gracia divina (7,14-25).

            En el A.T., sobre el pecado de Adán y el pecado del mundo, se afirma repetidas veces que todos los hombres son pecadores, lo que está constatado por la experiencia Gn 6,5; 8,21; Job 4,17; 14,4; 15,14; Sal 120,3; 143,2 . Eso es un hecho. El Apóstol es el primero que vincula el pecado, que atenaza al mun­do, con el primer hombre, cuya ruptura con Dios encontramos en Gn 3. En Rom 5,12ss, Pablo atribuye al "hombre que introdujo el pecado en el mundo" no sólo la muerte total, física, espiritual y escatológica, sino también el contagio del pecado que afecta a todos los hombres, con independencia de sus transgresiones per­sonales. Así lo entendió y sancionó el Concilio de Trento, un pecado cometido por Adán, al que se deno­mina «prevaricación..., transgresión..., desobediencia» (5,14.15-19), y que de algún modo llega a todos los hombres (5,19). San Pablo dirá que, debido a esa transgresión o pecado de Adán, «entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muer­te» (5,21). De hecho, las conti­nuas infidelidades de los judíos hacia la Ley, incluidas en la primera perspectiva (2,2-3,20), las explicará más tarde Pablo como de­bidas a las tendencias malas de la «carne», es decir, a que reinaba ya «el pecado» en el mundo (7,7-28); parece obvio que lo mismo debamos decir respecto de los gentiles, en cuanto a la idolatría y subsiguiente degradación de costumbres. En la palabra de S. S. Pablo VI, para clausurar el Año de la Fe, encontramos recogida explícitamente la doctrina tradicional: «Cree­mos que en Adán todos pecaron, lo cual quiere decir que la falta original cometida por él hizo caer a la naturaleza humana, común a todos los hombres, en un estado en que experimenta las conse­cuencias de esta falta»

A esta conclusión, se puede llegar interpretando Rom 5,12-21, que pone de relieve la antítesis ADÁN-CRISTO: el efecto mortífero universal de la acción de ADÁN y el efecto salvífico universal del Hombre Nuevo, CRISTO JESÚS. Pero Pablo pone todo el acento en CRISTO, subraya la eficacia de la obra re­dentora de Cristo Jesús. Y, para ello, parte de la doctrina judía sobre la eficacia universal del pecado de un solo hombre. Es como si dijese: “Vosotros sostenéis que el pecado de un solo hombre ha dañado a toda la humanidad; pues bien si es así, no estáis legitimados para negar que igualmente la acción de uno solo, Jesucristo, puede salvar a toda la humanidad”.

Es verdad que el hombre introdujo el pecado en el mundo y que todos, con nuestros pecados, estamos contribuyendo a reforzar la marca de una humanidad pecadora.

El A.T. vincula el hecho de la muerte, al efecto del pecado (Job 18,5-21; Sal 37,20; 28,36; 73,27; Ez 18,20). Pablo se inser­ta en esta tradición (Rom 5,12-14; 1 Cor 15,21-22.56). Esta muerte es la corporal y la espiritual, como separación entre el hombre y Dios que es fuente de toda vida (5,21.23; 8,2.6) y la muerte escatológica.

 

                3.- La vida nueva, «justificación».- La justificación viene a ser equi­valente para Pablo a «alcanzar la justicia». El término «justicia» que aparece 32 veces en Romanos, se refiere, bien a la «justicia de Dios» que se revela en el Evangelio, bien a la «justicia» en nosotros adquirida por la fe, am­bas en íntima relación. Actualmente los exegetas, creen que la expresión indica un atributo divino que no es la justicia vindicativa o distributiva, sino la justicia salvífica, tantas ve­ces anunciada en los textos proféticos en relación con la salud me­siánica. El término «justicia» equivale a fidelidad, o mejor, al modo de obrar divino (= actividad divina sal­vífica), resultado de esa «fidelidad», con que Dios mantiene sus pro­mesas de salud. Es la actuación dinámica de Dios misericordioso que lleva consigo el efecto en el hombre de la justificación obtenida por la fe. Es lo que dice expresamente San Pablo con la frase «justo y que justifica» (3,26), esto es, Dios muestra su justicia salvífica, en conformidad con lo prometido, justificando al hombre, o lo que es lo mismo, concediéndole el don divino de la «justicia» (4,5; 5,17; 9,30; Fil 3,9; Gál 2,21).

       Así, insensiblemente, se pasa a la «justicia», don concedido al hombre, es decir, a la «justi­ficación». Pablo, cuando habla de la «justificación» del hombre por Dios, concibe la creación de esa realidad previa en el hombre. Es una verdadera transformación en el ser íntimo del hombre, un paso del estado previo de injusticia y de pecado a un estado de vida nueva en Cristo, hasta el punto de que puede hablarse de «nueva creatura» (5,-2; 6,2; 1 Cor 6,11; Gál 4,19; 6,15; Ef 2,3; Tit 3,4-7). Esta transformación en el ser íntimo del hombre, que Pablo vincula al término «justificación» y que es «don» gratuito de Dios (3,24; Ef 2,5; Tit 3,5), incluye dos aspectos fundamentales: remi­sión de «pecados» (4,7-8; Ef 1,7; Col 1,14; 2,13) y nueva «vida» en Cristo bajo la guía del Espíritu (5,1; 6,2; 8,1). San Pablo usa, además, en relación con la «justificación», otras expresiones que hacen clara referencia al papel desempeñado por la muerte de Cristo en la concesión de este don por Dios: redención (3,24; Ef 1,7; Col 1,14), expiación (3,24-25; 1Cor 5,7; Ef 5,2; Hebr 9,13-14), reconciliación (5,9;2 Cor 5,8-19; Col 2,21; Ef 2,16). En el desarrollo de su pensamiento sobre la justificación: comienzan predominando los términos «justicia» y «justificación», puestos en relación con Dios Padre (c.2 -4); siguen luego los tér­minos «reconciliación» y «liberación», en relación con la obra de Cristo (c.5-7); finalmente, predominan los términos «vida» y «vi­vificar», con referencia directa al Espíritu Santo (c.8).

            San Pablo repite una y otra vez que, en orden a conseguir la justificación, Dios exige de parte del hom­bre la «fe» (1,16; 3,22.28; 4,2-5; 9,3-32; Gál 2,16; 3,6-9; Ef 2,8; Fil 3,9). Lo normal en Pablo es que tome la palabra «fe», y el verbo «creer», con referencia a algo que está en el hombre (fe subjetiva), con su significado básico de aceptación del men­saje de salud ofrecido por el Evangelio (9,22-25; 13,5; Gál 2,16; Ef 3,12; I Tes 1,8-9). Se trata simplemente de toda una actitud vital (entendimiento y voluntad) de quien se pone en manos de Dios, Suma Verdad y Suma Bondad, aceptando la revela­ción de la «justicia» divina en la obra llevada a cabo por Jesucristo y profesando que de Dios solo, única fuente de salud, confía reci­bir todo. Es como un abrirse totalmente a Dios, dejando que El intervenga en nuestra vida transformándonos y encauzándonos en la dirección por El querida de hacernos sus hijos adoptivos. Hay, pues, en el acto de «fe» un abandono confiado en Dios, pero un abandono que no es ciego e irracional, pues lleva incluida la acep­tación intelectual (obsequium rationabile) de la verdad contenida en la revelación (10,6). Es por medio de la «fe», cómo el hombre se convierte en recep­tor apto del Evangelio, abriéndose a la fuerza salvífica divina, que le introduce en la vida cristiana.

            San Pablo no identi­fica «fe y justicia, sino que concibe la fe como el camino que lleva a la justicia, como su preparación (fides informis), algo que ha venido a sustituir a las obras sobre las cuales pretendía apoyarse la «justicia» judía. En la justificación por la fe, la iniciativa misma parte de Dios, que es quien llama con su gracia en el momento oportuno, sin que el hombre haya de hacer sino someterse (enten­dimiento y voluntad) a ese plan divino de «salud», reconociendo que todo viene de Dios (4,1; 2 Cor 7,27; Ef 2,8; Flp 2,29).

            La «fe» que Dios exige en el hom­bre en orden a la justificación, no es concebible sin la aceptación abierta e incondicional de los postulados morales del Evangelio. No hay, pues, oposición entre la doctrina de Pablo y la de Santiago (Sant 2J4-17). Pablo, al hablar de la «fe», carga el acento en la inutilidad de las obras para merecer la salud; pero nunca dice que en el hombre justificado, única que contempla Santiago, las obras no sean necesarias. Es lo contrario lo que está enseñando continua­mente en sus cartas.

La justificación (salvación, liberación) nos da la vida nueva: «muertos retornamos a la vida» (6,4; cf. cap 6 y 8). Pablo trata fe y bautismo en su dimensión sacramental. El bautismo incorpora el hombre a Cristo y a la Iglesia. «Por el bautismo hemos sido sepultados con Cristo quedando vinculados a su muerte, para que, así como Cristo ha resucitado, también compartiremos su resurrección» (6,4-5). El bautizado es un «con-crucificado», un «con-resucitado», un «co-heredero», un «conglorificado», uno que «vive con Cristo» (6,4.8-8,17). En el bautismo, la gracia y la fe reproducen el misterio de la resurrección (6,8-11).

En fin, el supremo objetivo de la vida nueva es la conglorificación con Cristo (8,17). Estamos salvados pero sólo «en esperanza» (8,24), una esperanza que se apoya en cuatro pilares: a) La creación entera espera la liberación defi­nitiva (8,19-22). b) Nuestro propio ser suspira por «la liberación definitiva de nuestro cuerpo» (8,23). c) El Espíritu intercede por nosotros (8.26-27). d) «El Padre que nos ama, todo lo encamina al bien de los elegidos» (8,28-30). Dios está con nosotros, Dios nos ama. Todo lo demás es superfluo.

 

                4. La liberación cristiana.- El centro de la teología paulina no es el pecado, es la fuerza liberadora de  la acción de Dios en Cristo frente el poder esclavizante del pecado.

Jesucristo es el liberador: El sujeto de la acción liberadora es Dios Padre (3,21-26; 4,23-25; 7,24-25; 8,30-33) y Cristo es el me­diador de esta liberación que lleva a cabo con su muerte y su resurrección (1,4; 4,23-25; 6,6.10; 8,11.34).

Libres de pecado: Si Pablo destaca la tiranía del pecado es para acentuar la eficacia de la obra liberadora de Cristo. Si Dios permite el pecado es porque Jesucristo había de triunfar ro­tundamente de él (5,15-17). Dios utiliza el pecado para triunfar del pecado (11,32-33; Gál 13,22). Dios todo lo encamina al bien de los que lo aman (8,28), todo, incluso el pecado.

Libres de la muerte: La muerte compañera y salario del pe­cado (5,12; 6,23), es vencida en su triple dimensión, física, espiritual y escatológica. Es vencida ahora en su dimensión espiritual, moral, por la que separa el hombre de Dios, fuente de la vida (5, 2.17; 6,4-11; 13,23; 8,10). Será vencida también cuando tenga lugar «el rescate de nuestro cuerpo» (8,18-23). Lo será plenamente al final: «El cristiano muere en el Señor» (14,7-9): El Señor de la VIDA, que ha derrotado a la muerte con su propia muerte, arrastra con él a cuantos participan en su muerte libre y liberadora (6,8-11).

 

                5.- La salvación universal.- Al principio de su carta, San Pablo, como anticipando el tema fundamental, dice que el Evangelio «es poder de Dios para la salud de todo el que cree» (1,16). Es decir, que el Evangelio es un mensaje de salvación.

       La «salud» ofrecida a todos los hombres es obra de Dios por Jesucristo; para designarla, San Pablo usa también los términos: justificación, expiación, redención, reconciliación..., que exigen del hombre la «fe» e insiste una y otra vez en que no es por las obras, sino por la fe, como se consigue la salud (1,16-17;3,22-28;4,2-8; 5,2). Para los judíos, esta palabra rememoraba la «salud mesiánica», tantas veces prometida en el Antiguo Testamento, que había de ser realidad con la venida del Mesías (Mt 1,21; Lc 1,69-75; 2,11.30; Jn 4,42). En la «salud» mesiánica, veían el remedio a todos sus males y la entrada en una mayor unión con Dios. También en el mundo pagano había ansias de liberación de las duras condiciones de la vida presente, llena de sufrimientos e inquietudes; de ahí la frecuencia con que invocaban a sus dioses bajo el título de «salvadores», y el que en las religiones de los mis­terios tanto abundasen las teorías y ritos de salvación.

Pues bien, a ese grito unánime de la humanidad pidiendo «salud», San Pablo ofrece la solución del Evangelio. No concreta el contenido del término «salud», se contenta con relacionarla explícitamente con la «justicia de Dios» y, de nuestra parte, con la exigencia de la «fe». A lo largo de la carta, sin embar­go, aparecerá claro que se trata de una «salud» en el orden religioso, no en e1 temporal. En sustancia, San Pablo viene a decir que esa situación de tortura que pesa sobre nosotros es resultado de una falta moral cometida al principio de la humanidad y acrecen­tada con nuestros pecados personales, que nos alejó de Dios; ahora la «salud» consistirá en ser liberados de ese estado de pecado, me­diante nuestra incorporación a Jesucristo, principio de nueva vida para la humanidad regenerada.

                Y así también, por la liberación que proporcionan los méritos de Cristo, la salvación del pueblo judío (Cap 9-11) llegará. Sobre este problema judío, digamos que cuando Pablo escribe esta carta, las comunidades judío-cris­tianas iban perdiendo importancia y, al tiempo, permanecía fuera de la Iglesia la gran masa del pueblo judío. En cambio, las comunidades étnico-cristianas se multiplicaban; e1 cristianismo estaba pasando a propiedad de los gentiles. Problema realmente desconcertante. Es probable que la incredulidad judía fuera tema de frecuen­tes conversaciones en las comunidades cristianas y ello habría dado pie a Pablo para tratarlo aquí con tanta amplitud. Pablo viene a decir, en concreto, que Dios no ha faltado a sus promesas (9,6-7) ni ha abandonado a su pueblo (11,1-4); que, aunque sólo un «resto» ha aceptado el Evangelio (11,5-7), llegará un día en que todos los judíos se convertirán, lamentándose de haber cedido su puesto a los gentiles (11,12.14-15.26). La «salud» no se obtiene sim­plemente por descendencia carnal, sino que es puro don de la mi­sericordia divina (11,30-32). En apoyo de sus afirmaciones alu­dirá Pablo al proceder de Dios en la historia de los patriarcas, que eli­ge sólo a uno de sus hijos y no al primogénito; es la libertad omní­moda de Dios, que aparece también en la historia posterior, conforme indican algunos textos de Oseas y de Isaías, sin que nosotros seamos quiénes «para pedir cuentas a Dios» (9,20-­29).

La historia de Isra­el es un misterio centrado en el mismo corazón de la salvación universal. Israel ha tropezado (Rom 9,32) y ha caído (11,12); pero su caída ha originado un gran bien en la historia de la salud. Su desobediencia abrió paso a la salvación de los gentiles. Su pérdida fue una ganancia, pues trajo, de rechazo, la reconcilia­ción del mundo (11,15).

Los gentiles no pueden vanagloriarse ni engreírse (11,18.20), pues todo se debe al amor de Dios. Los gentiles, además, son ramas cor­tadas de un olivo silvestre e injertadas en el tronco del olivo legítimo. Están así tomando savia ajena, sostenidos por raíces que no son las propias (11,24). La alegoría del olivo, en que dice son «injertados» los gentiles, va diri­gida sobre todo a los étnicos-cristianos: si Dios pudo realizar con éxito un injerto con ramas silvestres, más fácil le será hacerlo con ramas del propio olivo, actualmente desgajadas. Es lo que sucederá con el Israel incrédulo (11,24-26).

Israel no va a estar eternamente caído. No, porque Dios no lo desea ni lo permite. "Dios no ha rechazado a su pueblo al que de antemano conoció (11,1-2). Israel será reintegrado (11,15). Su reintegración en el propio olivo, el olivo de Dios, que será como una resurrección de entre los muertos (11,15), un volver a nacer, un nacimiento nuevo. Si la pérdida de Israel trajo la reconciliación de los gentiles, su rein­tegración traerá la vida eterna. Sin esta vida, no hay triunfo com­pleto en el reinado de Cristo. Pero, antes de este glorioso reina­do final, tiene que venir la reintegración de Israel, todo Israel será salvo (11,26).

 

            6. Transformación o «redención.- San Pablo, presentando las maravillosas perspectivas de la esperanza cristiana en Rom 8,18-25, dice que «los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros». En ese futuro glorioso, incluye expresamente la transformación o «redención de nuestro cuerpo» (8,23;cf.ICor 15,42-53; Fil 3,20-21), redención que parece se exten­derá también, de algún modo, al cosmos entero (8,19-22), al universo.

            Ya en las alusiones de los profetas al futuro reino mesiánico, se habla de «cielos y tierra nuevos» (Is 65,17; 66,22), expresión que no recoge San Pablo. Hay autores que interpretan que no son solamente los cuer­pos de los hombres los que serán transformados con el soplo del Espíritu, sino la creación entera, que escapará a la servidumbre de la corrupción... La idea de Dios aniquilando el conjunto de su crea­ción material fuera de los cuerpos humanos sería difícilmente concebible en teología. En perspectiva, se habla también de que ese «cosmos» futuro a que se refieren los textos bíblicos no debemos desligarlo del actual, sino suponerlo como prolongación y en continuidad del actual, y son los hombres, con su esfuerzo, los que han de prepararlo con continuas mejoras, y llenarlo todo de Cristo, hasta la plena maduración, de modo que «Dios sea todo en todo» (ICor 15,28). La misma expresión de San Pablo: «todo lo creado gime y siente dolores de parto» (8,22), estaría dando a entender que el «mundo futuro» habrá de salir de las propias entrañas del actual, que está como en gestación. Es claro que, vistas así las cosas, los trabajos mismos del hombre por ir perfeccionan­do el mundo material y humanizando sus estructuras adquieren valor de eternidad; el diá­logo con los marxistas, cuyo ideal es construir con nuestro esfuerzo el mundo futuro perfec­to, resulta más fácil y en gran parte coincidente. Teología de las realidades terrenas, G. T. (Buenos Aires).

            Sobre la relación en­tre cristianismo y judaísmo, pensamiento de Pablo parece referirse a un nuevo pue­blo de Dios que sustituye al antiguo; expresiones evangélicas, como «les será quitado el reino y dado a las gentes» (Mt 21,43; Mc 4,25), apoyarían la idea. Las expresiones peyorativas, que usa Pablo: «se han encallecido..., han caído..., vasos de ira..., ramas cor­tadas» (9,22; 11,7,12.17),miran a aquella parte de ese pueblo, ciertamente mayoritaria, que no cree, y a la cual por eso le viene sustraído el Reino de Dios y la abundan­cia de gracia, que se le ofrecían con la venida de Cristo. Pero de ese pueblo ha quedado un «resto», al que pertenecen Cristo y los Após­toles y las más primitivas comunidades cristianas, el nú­cleo primero de la Iglesia, que está en absoluta línea de continuidad con el veterotestamentario pueblo de Dios; tanto es así, que los ju­díos que permanecen fuera del Evangelio no son sino «ramas desga­jadas». Por su precedente elección por parte de Dios y porque «los dones y la vocación de Dios son irrevocables» se puede decir, con las debidas matizaciones, que los judíos pertenecen a la Iglesia por derecho; de ahí que, cuando se con­viertan y crean, no harán sino volver a su lugar, es decir, ser injerta­dos «en el propio tronco».

            Se considera a la Iglesia como «nuevo» pueblo de Dios; no es mera continuación del antiguo pue­blo de Dios, pues en su formación está la obra de Cristo, que es de tal magnitud que podemos hablar de funda­ción nueva sobre Cristo, es decir, de «muevo pueblo de Dios». La Escritura señala la «Nueva» Alianza (I Cor 11,25; 2 Cor 3,6; Lc 22,20), sellada con la sangre de Cristo, estrechamente vinculada con la idea de nuevo pueblo de Dios. La muerte y resurrección de Cristo introducen características nuevas en la noción misma de «pueblo de Dios». Por eso, la expresión «nuevo Pue­blo de Dios», es corrien­te en la literatura cristiana, a partir ya de los primeros siglos, y la usa también el concilio Vaticano II.

 

                7. Moral y vida cristiana

 

Así pues, para San Pablo, el bautizado es una nueva criatura, vive una nueva vida, la vida de Cristo resucitado. Esta vida le exige "servir a la justicia" (6,17-22). Ser “siervos de la justicia” es "ser siervos de Dios” (6,18.22). Esta servidumbre se desarrolla en la libertad de los hijos de Dios (8,14-17). El hijo ama el padre y lo hace libremente.

El bautizado debe considerarse “muerto al pecado y vivo para Dios en Cristo Jesús" (6,11). Siendo libre, se hace esclavo de todos para ganar a todos cuantos pueda (I Cor 9,19,22). El supremo valor no es la libertad, sino el amor que hace a los cristianos “esclavos los unos de los otros" (Gal 5,13) y compen­dia toda la ley (Rom 14,14-15)

Todos somos hijos de Dios: Todos están llamados a vivir la “nueva vida del Espíritu". Si todos han sido presa del pecado y de la muerte, a todos -y con más fuerza- alcanza la acción liberadora de Dios en Cristo (3,21-26; 5,12-19)."Dios ha permitido que todos seamos rebeldes para tener compasión de todos (11,32).

El cristiano está sometido a la lucha de la carne y del espíritu que se disputan la victoria final (8,4-11). Por eso, es preciso estar alerta y evitar que nos sorprenda el sueño (13,11), ser humildes y no alimentar falsas seguridades (1Cor 10,12); emprender la lucha humildes, animosos y confiados (2Cor 7,10); revestirnos de las armas de la luz (13,12) y hacer de nuestros cuerpos instrumentos del bien al servicio de Dios" (6,13). Dios paga con la vida.

      Quienes se dejan confiados guiar por el Espíritu de Dios, esos son los verdaderos hijos de Dios. Tras la redención y resurrección de Jesucristo hemos dejado de soportar el espíritu de esclavitud y abandonado el espacio del temor, para venir a disfrutar, revestidos del hombre nuevo, la gloriosa realidad de ser hijos y coherederos del Reino y, por tanto, hermanos de Jesucristo e hijos auténticos de Dios, que nos hace exclamar: ¡Abba! ¡Padre!

            «El Padre que nos ama, todo lo encamina al bien de los elegidos» (8,28-30). Dios está con nosotros, Dios nos ama. Todo lo demás es superfluo.