Los desechados

II. Jesucristo y los pobres

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

El Siervo-Mesías

 

         Los "pobres de Yahvé" son la parcela más querida de Dios, la niña de sus ojos (Sal 69,34), son el retrato del Dios invisible del A.T., que se quiso identificar con ellos, de tal modo, que todo lo que se hace con ellos, se hace con Él. El clamor de los pobres es el mismo clamor de Dios que sufre en ellos (Prov 14,31; 17,5; 19,17). En la hora culminante de la historia, Dios nos envía ese retrato divino de los pobres, visible en la persona de su hijo, Jesús de Nazaret, el cual encarna y realiza la misión del Siervo de Yahvé.

         El Siervo, desde su absoluta pobreza, lleva la salvación a todas las naciones (Is 42,1), mediante el establecimiento de la justicia y la liberación de todos los oprimidos (Is 42,4.6). El Siervo hará una opción por los alejados, será misionero de los despreciados gentiles (Is 49,1.6), y, ya, no se empleará tanto en atender a sus conciudadanos israelitas (Is 49,6). El Siervo tiene palabras de esperanza, para sostener y animar al "cansado" (Is 50,4), a los que están a punto de desfallecer ante las muchas contrariedades, como encuentran por el camino, pues para los pobres todo son tropiezos y dificultades. Ellos son la "caña cascada" (Is 42,3), a punto de romperse, que hay que enderezar; la "mecha humeante" a punto de extinguirse (Is 42,3) que hay que avivar. El Siervo tiene que clamar contra los que cometen tamaños atropellos, pues no puede echarse atrás, ni eludir el mandato de liberar a los oprimidos (Is 50,5).

         El cumplimiento de esta misión lo llevó a la muerte; una muerte ignominiosa, llena de vejaciones y torturas, hasta dejarlo desfigurado y machacado, semejante a un leproso, que causa horror y ante el cual se vuelve la cara (Is 53,5). El Siervo morirá por los  crímenes y las injusticias de todos los mortales (Is 53,5), como víctima de reconciliación en expiación vicaria (Is 53,5). Se entregará voluntariamente a la muerte sin abrir la boca (Is 53,7). Fue destrozado por sus padecimientos (Is 53,10), siendo el único que no cometió injusticia alguna. Murió cargado de todas las iniquidades de la humanidad, intercediendo por todos los criminales y hacedores de injusticias (Is 53,11-12).

         Esta misión del Siervo, tan bellamente descrita por el Deuteroisaías en los cuatro cánticos, que acabamos de referir, la realizó Jesucristo, también en cuatro tiempos.

 

1º.-  Jesucristo, pobre

 

         Jesucristo es el autodesechado y el excluido. Siendo rico, se hace pobre; teniéndolo todo, se despoja de todo y se hace siervo, esclavo de todos y se reviste de la frágil naturaleza humana (Flp 2,5-7).

         Nació, como los más pobres, en una chabola (Lc 2,6-7). En su presentación en el templo, se hizo la ofrenda de los pobres (Lc 2,22-24). Vivió en Nazaret, bajo la condición de pobre, se ganó de comer con el sudor de su frente, tal y como estaba ordenado en la Biblia (Gn 3,19). Fue un obrero, un trabajador, carpintero, herrero, albañil, lo que fuera, pues el vocablo tekton (Mc 6,3) tiene todas esas significaciones. Perteneció al mundo de los penetes, los que viven de su trabajo. No fue, por tanto, un miserable o un pordiosero que viviera de la limosna. Ni fue, ni podía serlo, pues la condición de pordiosero es algo que no entra en los planes de Dios, algo que es fruto de la insolidaridad y de la injusticia humana, y, a veces, lo es de la vagancia, cosas estas incompatibles con el evangelio que él predicó.

         En su vida pública, no tenía casa propia (Mt 8,20). Cuando tuvo que pagar el impuesto del templo, no tenía dinero (Mt 27,17), lo que indica que no acaparaba nada, que vivía al día. Dedicado a tiempo pleno, al trabajo apostólico, era atendido por un grupo de mujeres generosas que pusieron a su disposición todos sus bienes (Lc 8,3).

         Murió en la cruz, despojado de todo (Jn 19,23-24; Mt 27,35); penó como un desechado, pues la crucifixión estaba reservada para los esclavos y para los agitadores políticos. Murió en la más espantosa soledad, abandonado hasta por su propio Padre, recitando el salmo de los pobres, solos y abandonados casi siempre (Sal 22). Sólo están con Él el discípulo amado, porque el amor lo aguanta todo y resiste hasta el final, y las tres Marías: su madre, porque las madres no abandonan nunca, María de Cleofás y María Magdalena (Jn 19,25-26), porque eran seguidoras fieles y discípulas. Es sepultado en una tumba prestada (Mt 27,60).

         Vivió la pobreza real y efectiva, vivió como un pobre. Fue pobre y no quiso salir de la pobreza. No se dejó llevar por el deseo de las riquezas, en el que solemos caer todos los mortales, pues ello supondría dar culto al dios Mammón, todo lo contrario al Dios que Él representa y que Él mismo es (Mt 6,24). Aguantó la pobreza hasta el final.

 

2º.- La opción por los pobres

 

         Jesucristo hizo una opción de clase, se alistó en las filas de los pobres y de los marginados y dio de lado a la burguesía y a la aristocracia: los fariseos, los dirigentes, los sumos sacerdotes, de los que no quiso saber nada. Los pobres fueron sus preferidos; se hizo amigo de los sencillos y de los ignorantes, de los que no sabían nada de teología. Los pobres optaron también por Él, y así lo vemos rodeado de mendigos, enfermos, infelices, desheredados, prostitutas y publicanos. Ellos fueron sus amigos.

         Por eso, los instalados y los beatos decían que andaba en malas compañías, gente de mal vivir (Mt 9,13; Lc 5,2). Se juntaba con los que nadie quiere estar, aquellos a los que todos rehuyen, porque se considera un desdoro andar con ellos. Pero esta era justamente la misión que le asignaron los profetas: "Evangelizar a los pobres, liberar a los oprimidos" (Is 61,1-2). Estas mismas palabras fueron el corazón de su primer discurso en su sesión de investidura en la sinagoga de Nazaret, al comenzar su vida pública (Lc 4,18-19). Esa era su misión, esa la señal de que el Mesías de los pobres ya había llegado y de que no había que esperar a otro: "Decid a Juan lo que habéis visto y oído..., se anuncia el Evangelio a los pobres" (Lc 7,22-23).

         Jesucristo fue el defensor de las causas perdidas, de los olvidados. Se atrevió a dedicarse a los pobres. Ese fue el gran escándalo que originó. Los fariseos, en efecto, se escandalizaron, no pudieron soportar que prefiriera a los pobres y los pusiera en la primera línea de la atención pública. Por eso le quitaron del medio.

         La parábola de la oveja perdida pone de relieve el interés de Jesucristo por los más débiles de la sociedad, los que, por si solos, no pueden salir de la postración en que se encuentran, igual que la oveja, la más necesitada del rebaño, la que, por sí sola, no puede volver al redil.

         Los pobres son bienaventurados (Lc 6,20), no porque sean pobres, sino porque, con el Evangelio, ha llegado la hora de su liberación. Los pobres tienen derecho a no ser pobres y los demás tenemos la obligación de ayudarles a dejar de serlo. La pobreza es un mal que Dios no quiere. Jesucristo fue pobre y optó por los pobres, pero no hizo una apología de la pobreza, la hizo de los pobres. La cuestión no está en hacerse miserable, indigente, sino en luchar, para que desaparezca la pobreza. Lo social es esencial al evangelio. Jesucristo unió de manera indisoluble el amor a Dios con el amor al prójimo e hizo de este último el corazón de su mensaje.

         Jesucristo se identificó tanto con los pobres, que hizo de ellos un sacramento, un lugar teológico: "Tuve hambre y me disteis de comer" (Mt 25,35). Es bien sabido que la teología se elabora, partiendo de lugares teológicos, como la Biblia, la Tradición, los Santos Padres, los Concilios y el Magisterio de la Iglesia. El lugar teológico número uno son los pobres, los derechos de los pobres, punto de arranque por excelencia de la teología cristiana, pues una teología que dejara esto a un lado, tendría muy poco de cristiana. A Jesucristo hay que buscarlo donde está, y, como en ningún otro sitio, está en los pobres. Esto lo dejó muy claro Jesús, al final de su vida; se iba y, por tanto, ya no era posible una relación personal directa con Él. En adelante, para estar con Él, hay que estar con los pobres, porque se ha quedado encarnado en ellos: "A los pobres debéis tenerlos siempre con vosotros" (Jn 12,8). Por eso, cuando ponemos un pedazo de pan en las manos de un pobre, lo estamos poniendo en las manos de Jesucristo.

         A Jesucristo lo encontramos también en la Biblia y en el culto, pero siempre que la lectura de la Biblia y la celebración del culto nos conduzcan al servicio de los pobres, pues de lo contrario, ambas cosas caerían en la esterilidad y en el vacío.

         Jesucristo hizo causa común con los pobres, pero no todo fueron lisonjas y alabanzas para ellos. También los atacó duramente, como hizo con aquel criado inmisericorde, que trata de manera cruel a un compañero de trabajo, sólo, porque no puede pagarle una nonada (100 ptas.), cuando a él le acaban de  perdonar una deuda impagable (60.000.000 pts). Un pobre insolidario y egoísta es merecedor de todo reproche.

         Jesucristo amó a los pobres, y no odió a nadie, no podía odiar a nadie, sin dejar de ser quien era, el amor misericordioso. No odió ni despreció a los ricos, incluso aceptó sus invitaciones, lo que no fue obstáculo, para que les cantara las cuatro verdades, como en el caso de Simón el fariseo (Lc 7,36-50) y de Zaqueo (Lc 9,1-10) y para proclamar la grave dificultad, que tienen los ricos, para entrar en el reino de Dios.

         El Evangelio se dirige a todos,  pero no a todos por igual. Se decanta en favor de los pobres y en contra de los ricos. Por eso, el Evangelio es una "buena noticia" para los pobres, porque les anuncia el fin de su pobreza. Mas, para que los pobres dejen de ser pobres, los ricos tienen que repartir con ellos su riqueza, con el fin de que se establezca la igualdad. Por eso, en este sentido, el evangelio es para los ricos una "mala noticia".  Aunque también para los ricos es una buena noticia, pues, si para los pobres supone la liberación de su pobreza, para ellos supone la liberación de su riqueza que constituye un gran obstáculo para entrar en el reino. Y lo importante no es considerarse miembro de la Iglesia, sino ser ciudadano del reino.

 

3º.- La denuncia profética

 

         Jesucristo denunció las injusticias del sistema establecido por los fariseos, los dirigentes y los Sumos Sacerdotes: el uso arrogante del poder. Ataca a los tiranos que gobiernan los pueblos y encima se hacen llamar "bienhechores" (Lc 22,25).  Ataca a los que visten lujosamente y viven en palacios (Mt 11,8). Ataca la causa de la pobreza. Exige la justicia, la comunicación de bienes.  Fue un revolucionario, proclamador de cambios substanciales. Por eso, un cristiano tiene la obligación, más que nadie, de ser un revolucionario en el sentido más noble de la palabra.  Mientras exista tanta pobreza en el mundo, la acumulación de la riqueza no tiene justificación posible, y la expresión "cristiano rico" es un contrasentido y un antitestimonio. Porque un cristiano rico sería una persona, que se proclama seguidor de Jesucristo y a la vez, sigue tras la riqueza, cargado de tesoros y de ambición; y sobre este tipo de gente, dice Santiago:

 

         "De qué le sirve a un señor decir que tiene fe, si no tiene obras? Si un hermano o una hermana están desnudos y le falta el alimento cotidiano, y uno de vosotros dice: Id en paz, calentaos y alimentaos, sin darle lo necesario para el cuerpo, ¿de qué le sirve esto? Lo mismo es la fe: si no tiene obras está muerta" (Sant 2,14-17).

         "Y vosotros, los ricos, llorad con fuertes gemidos por las desventuras que van a sobreveniros.  Vuestra riqueza está podrida, vuestros vestidos se han apolillado. Habéis vivido en la tierra en delicias y placeres y habéis engordado para el día de la matanza" (Sant 5,1-2. 5)

 

          Y San Juan dice esto:

 

         "Sí alguno tiene bienes de este mundo, ve a un hermano en la necesidad y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede estar en él el amor de Dios" (1 Jn 3,17).

 

         Una sociedad en la que hay criados y señores, pobres y ricos, débiles y poderosos, opresores y oprimidos, no es cristiana. Ser ricos, a costa de los pobres, aparte de ser antievangélico, es algo que debe llenarnos de vergüenza.

         He aquí el manifiesto más audaz de Jesucristo, su lacerante denuncia profética contra las injustas estructuras sociales:

 

Benditos los pobres...                Malditos los ricos

Benditos los hambrientos...         Malditos los hartos

Benditos los oprimidos...            Malditos los opresores

Benditos los marginados...       Malditos los aclamados, los instalados (Lc 6,20-26)

 

         Si los pobres son benditos y dichosos no es para que acepten resignadamente la pobreza y la opresión. Jesucristo no predicó nunca la resignación, porque eso sería predicar el fatalismo y la pasividad ante la injusticia, algo que un cristiano no puede ni hacer ni admitir.

         Y, si a los ricos y a los opresores se les llama malditos, no es porque se trate de la revancha, en la que ellos van a ocupar el puesto de los pobres y los pobres el puesto de los ricos, aunque el Magnificat parece estar de acuerdo con esta idea (Lc 1,52-53), sino porque el Evangelio tiene que acabar con tanta desigualdad y tanta injusticia. Se trata de que los de abajo suban y los de arriba bajen y se establezca la igualdad. Esta igualdad es la que pretendía San Pablo con las colectas entre los cristianos ricos de Macedonia y de Acaya para llevárselas a los pobres de Jerusalén (Rom 15,25-27; 2 Cor 8,14; Gal 2,10; He 11,2830).

         Este manifiesto de Jesucristo es un eco vibrante de las grandes proclamas de los profetas contra las injusticias de su tiempo, de las que esta de Amós es un buen ejemplo: "Por tres crímenes de Israel y por cuatro, no lo perdonaré: Porque han vendido al inocente por dinero y al pobre por un par de sandalias; porque aplastan contra el polvo de la tierra la cabeza de los necesitados y no hacen justicia a los pobres" (Am 2,6-7)

         Las bienaventuranzas son un grito revolucionario que hay que leer así: Adelante los pobres..., adelante los que pasan hombre..., adelante los que son perseguidos, porque ha llegado el momento de la revolución querida por Dios, el cambio de unas estructuras socioeconómicas injustas por un mundo nuevo en el que reinen la justicia y el amor. Eso es lo que pretende el evangelio de Jesús: el que toda persona pueda ejercer en plenitud los derechos humanos y en el que todos constituyamos la gran familia universal, que tiene a Dios por Padre, y en la que todos coman y vivan con dignidad.

         Se trata de que el rico Epulón sea capaz de hacer partícipe de su mesa al pobre Lázaro, al que ni siquiera permite recoger las migajas que caen al suelo (Lc 16,19-31). En esta parábola los fariseos, "amigos del dinero" (Lc 16,14), se vieron retratados, por lo que deciden apresarlo y condenarlo.

         La caridad, en forma de limosna, junto con el ayuno y la oración, era uno de los tres pilares del judaísmo y lo es también del cristianismo (Mt 6,1-17). El maestro Hillel decía: "Mucha limosna, mucha paz". Y Jesucristo: "vended vuestros bienes y dad limosna" (Lc 12,33).

         En Jerusalén, los pobres se ponían en las entradas del templo, porque se pensaba que una limosna, antes de entrar en el templo, era especialmente grata a los ojos de Dios. En las primeras comunidades cristianas, "partir el pan" (celebrar la eucaristía) y "compartir la mesa" (la acción caritativa) eran dos cosas indisolublemente unidas (He 2,46; 4,37; 6,1-6). Los pobres, que nos encontramos en las puertas de nuestros templos, nos recuerdan que la celebración de la Santa Misa nos obliga a compartir nuestros bienes con los necesitados, que cada Misa, que celebremos, debe ir acompañada de una acción caritativa con nuestros hermanos. Un culto, que prescindiera de la acción caritativa, no sería un culto cristiano.

         Jesucristo no cesó en su misión revolucionaria, usando únicamente el arma de la palabra y de los gestos, la denuncia profética, nunca la violencia, a pesar de que profirieran contra Él ataques durísimos y lo tacharan de blasfemo (Mt 26,64-65; Mc 2,5-12; Jn 10,33), de hereje, de endemoniado (Jn 8,48), de comilón y de borracho (Lc 7,34).

         Hay que hacerse eco de las justas reivindicaciones de los pobres y de los humillados, ser voz de los sin voz, de los que, por mucho que griten, nadie los escucha. Y eso lo tenemos que hacer todos, y de manera especial los dirigentes de la Iglesia, a los que no se ve nunca al frente de las manifestaciones reivindicativas de los derechos de los pobres. Hay que llevar al mundo la teología de la caridad, de la misericordia y de la liberación, liberación que no es comunismo, esa antigualla ya pretérita; la teología no necesita la amalgama de esas ideas, que encadenan y someten. La teología exacta se bebe en el Evangelio. La libertad que predica Jesucristo libera, dignifica y valoriza al hombre. La liberación, pues, ha de ser redención, salvación y justicia distributiva en el amor, la paz y el reparto justo de la riqueza. El planeta es de todos y no de unos pocos. El oprimido y desechado necesita aperos de labranza, redes de pesca, ganadería, huertos y pozos, nunca las armas, la guerra y la esclavitud.

 

4º.- La pasión y el perdón

 

         En la lucha contra las injusticias, hay que estar dispuestos a todo, incluso a lo peor, pues todos los redentores terminan crucificados. Como terminó Jesucristo, como terminó el Siervo Paciente, con la espalda llena de latigazos, las mejillas, de salivazos y de bofetadas, la barba arrancada, cubierto de ultrajes y de afrentas (Is 50,6). Todas estas humillaciones las soporta el Siervo, pues está hecho al sufrimiento y curtido en la resistencia, como el pedernal. Sabe, además, que tiene junto a Él al que le hace justicia y está seguro de su triunfo final, pues el triunfo del justo está de antemano asegurado. Jesucristo asumió voluntariamente el camino de la pasión y de la muerte: "Yo doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que la doy yo por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla. Tal es el mandato que he recibido del Padre" (Jn 10,17-18)

         Su muerte, por tanto, no fue la de un incauto que se dejó apresar: "El Hijo del hombre tenía que padecer mucho, ser matado y, después, resucitar" (Lc 9-22). La víspera de su pasión manifestó su condición de siervo, lavando los pies a sus discípulos, haciendo el oficio de esclavo. Era el servidor máximo, el diácono perfecto (Jn 15,1-18), había venido a servir y no a ser servido (Mt 20,28; Mc 10,45).

Como "maestro" nos dio su última y suprema lección: la de servir a los demás. Y como "señor" nos impuso la obligación de servirlos: "Haced vosotros lo mismo" (Jn 13,15). Esta es el alma del Evangelio: el servicio, la entrega a los demás, hasta la misma muerte. San Juan pone el relato del lavatorio de los pies en el mismo lugar en que los Sinópticos ponen la institución de la Eucaristía, la entrega de Jesucristo a la muerte por todos los hombres para el perdón de los pecados. El "haced vosotros lo mismo" de Juan equivale al "haced esto en memoria mía" de los Sinópticos (Lc 22,19), lo que quiere decir que la razón de ser del cristiano y, de manera especial de los dirigentes y de los sacerdotes de la Iglesia, es la de servir a los demás hasta las últimas consecuencias, como personas expropiadas en beneficio público. Eso fue Pablo (2 Cor 4,5), que, siendo libre, se hizo esclavo de todos (1 Cor 9,19) y eso fueron los demás apóstoles (Lc 22,25-27).

         Jesucristo murió perdonando a todos, a los que lo condenaron a muerte y a los que ejecutaron la sentencia. Pasó de la pedagogía del castigo a la pedagogía del perdón. En las reivindicaciones sociales, no se trata de practicar la revancha, prohibida por el evangelio. Hay que odiar la injusticia, pero hay que amar a los que la practican. A los injustos, no hay que machacarlos ni odiarlos, sino amarlos. No hay que alimentar nunca ni odios ni venganzas. La muerte, a nadie ni para los asesinos, la sangre no se lava con sangre. El único camino para acabar con las injusticias es practicar la justicia y luchar por la justicia, el mal sólo se vence con el bien.

         El perdón es signo de poder. Jesucristo, al perdonar, se mostraba más poderoso que sus perseguidores, parecía que Él era el vencido y ellos los vencedores, pero era al revés. Su derrota era su victoria. Antes que torturar, hay que dejarse torturar, antes que oprimir, hay que pasar por ser oprimidos, antes que practicar la injusticia, hay que sufrirla, antes que matar, hay que dejarse matar, antes que ser victimador, hay que ser víctima. Con este ejemplo supremo del sometimiento, de la resistencia y del aguante, se puede alcanzar el que el opresor reconozca que es opresor y se deje de oprimir.