Los desechados

I. Los pastores

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

El oficio de pastor era tenido como un oficio despreciable. Porque "como la experiencia probaba, eran la mayoría de las veces tramposos y ladrones; conducían sus rebaños a propiedades ajenas y, además, robaban parte de los productos de los rebaños. Por eso, estaba prohibido comprarles lana, leche o cabritos" (J. Jeremías)

         Los pastores, juntamente con los publicanos, eran considerados oficialmente como ilegales y proscritos, "no podían ser ni jueces ni testigos, "estaban privados de los derechos cívicos y políticos que poseía todo israelita" (Ib). En la época de Jesucristo, a los pastores, dice León Dufour, "se les asemejaba a ladrones y matones".

         Jeremías, Ezequiel y Zacarías nos dan un modelo de los malos y despreciables pastores, encarnados en los dirigentes de Israel, pastores insensatos (Zac 11,5-15; Jer 10,21), infieles (Zac 11,17), que no se preocupan de apacentar el rebaño en buenos pastizales y, con su indolencia, dejan que el rebaño se disperse (Jer 23,1-2). Pastores despreocupados, que no alimentan a las ovejas flacas, no curan a las enfermas, no vendan a las heridas, no se preocupan de las descarriadas, no van en busca de las perdidas. Pastores que sólo se preocupan de comer la carne de las ovejas gordas de beber su leche, de vestirse con su lana. En lugar de apacentar al rebaño, se apacientan a sí mismos (Ez 34,2-5; Zac 11,16 ). A esta clase de pastores, se los llevará el viento (Jer 22,22).

         Mas, no todos los pastores eran así. Hubo paradigmáticas excepciones, grandes y buenos pastores, representados en los personajes más relevantes del A.T. Abel fue pastor, y así mismo Moisés (Ex 3,1), lo era también David (1 Sam 16,11; 17,34-35) y lo fue el profeta Amós (Am 1,1); el mismo Dios es "el pastor de Israel": “Jehová es mi pastor” (Sal 23,1; 86,2); “Pastor de Israel, escucha; Tú, que pastoreas” (Sal 80,1), “que no sea como rebaño sin pastor” (Núm 27,17), “como un pastor apacienta su rebaño, en su brazo coge los corderos y conduce al reposo a las paridas” (Is 40,11).

         El retrato del pastor ideal estará encarnado en el Mesías (Ez 34, 11-16), que apacentará al rebaño en pastos escogidos y lo hará descansar en cómodos apriscos. Jesucristo, en efecto, es el Buen Pastor (Jn 10) que está siempre al frente del rebaño; que vigila e inspecciona, pasa revista a las ovejas; conoce a cada una y las llama por su nombre; las defiende, aunque sea a costa de su propia vida; coge en brazos a los corderos (Is 40,11) y, en sus hombros, a la oveja perdida y encontrada (Lc 15,5); fortalece a las débiles, cura a las enfermas, venda a las heridas, hace volver a las descarriadas (Ez 34,16).

         Todo el capítulo diez del evangelio de San Juan está dedicado al desarrollo de esta idea del pastoreo del Maestro. Todos los pastores de la Iglesia tienen en estas bellísimas páginas el paradigma y programa excelente, para llevar a cabo su labor de servicio y entrega a su rebaño, única función para la que fueron llamados en su día por el Señor. Jesucristo, que había entendido muy bien su misión, se siente y declara pastor: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor arriesga su vida por las ovejas, pero el mercenario, que no es pastor ni dueño, las deja y huye” (Jn 10,11). Por eso, dice San Marcos que “Vio Jesús a la multitud y se apiadó de ella, porque era como ovejas sin pastor” (Mc 6,34), la piedad y la misericordia con las ovejas descarriadas es su cometido primero. Y no sólo es el buen pastor, sino la puerta del redil, “yo soy la puerta de las ovejas, el que entra por mí se salva y encuentra pastos”; por el contrario, el ladrón y salteador se encarama y “entra para robar, matar y destruir”, las ovejas no lo conocen, no escuchan su voz, las arrebata y las dispersa.

Los primeros a los que se anunció la Buena Noticia, fue justamente a los pastores. Los primeros que tuvieron el privilegio de ser testigos cualificados fueron ellos, los humildes, los despreciados pastores. De esta forma Jesucristo rehabilita el desprestigiado oficio de pastor, manifestándose a ellos los primeros y presentándose a sí mismo como pastor. La Divina Providencia dispuso que estuvieran allí cerca, porque habían de ir a visitar y adorar a aquel Niño, también humilde y desechado, que nace en soledad y en medio de la pobreza. Los ángeles no son enviados a los doctos, sacerdotes o potentados, sino a los ínfimos. Así, cuando luego elige a los suyos acude a los pescadores, a los sencillos, más aún, no deteniéndose en convenciones sociales ni en formulismos rituales, llama a Mateo el publicano, tenido por pecador y permite que un grupo de mujeres formen parte de su discipulado en rango de igualdad y dignidad igual al de los hombres (Lc 8,1-3), algo desechado también por la sociedad judaica.

Los apóstoles tendrán que ejercer también este oficio de pastores con la misma entrega y solicitud con que lo hace Jesucristo (Jn 21,16; Ef 4, 11; Mt 18, 12-14). Jesús, salvo la primacía y primado de Pedro, no establece jerarquías, vuecencias ni boatos; no hace diferencias de clase y categorías ni discrimina a nadie por su sexo, sólo rechaza a los pecadores conscientes y empedernidos, a los soberbios y autosuficientes que se creen los mejores y se tienen por doctos y santos. La santidad es en exclusiva de Dios. Los verdaderos santos nunca se consideran a sí mismos en posesión de ese grado de virtud, por el contrario, viven en absoluta humildad, retraídos y desprendidos de toda ínfula y vanagloria. Su caminar estriba en la entrega, servicio, obediencia sencilla y en la caridad. 

         Cristo no se ocupa sólo de Israel, sabe que su tarea es universal: “Hay otras ovejas, es necesario que yo las guíe, escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor”. Este es el excelente camino que han de seguir los cristianos y ministros. Dice San Pablo a los efesios: “El mismo Jesús constituyó a unos apóstoles, a otros evangelistas y a otros pastores, a fin de perfeccionar a los cristianos en su ministerio y en la edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef. 4,11); y la razón es que Él así lo determinó, para guiar y llevar a la perfección a todos, los de aquí y los de allí, pero con entrega, espíritu de servicio y misericordia: “Os he dado ejemplo, haced vosotros lo mismo” y “sed perfectos, como Vuestro padre lo es”.