San Pablo

III Filipenses

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

           Al norte del mar Egeo, se encuentra Filipos en los confines de Macedonia con Tracia. Se le asignó el nombre por Filipo, padre de Alejandro Magno, quien la conquistó el año 360 a. C. Se hizo célebre por la batalla del año 42 a. C., en la que Marco Antonio y Octavio vencieron a lo asesinos de César, Casio y Bruto.

            San Pablo predicó en la ciudad y puso las bases de su evangelización durante su segundo viaje misionero, hacia el año 50-51. Fue el primer punto europeo que conoció el mensaje del Evangelio. Los filipenses recibieron la predicación del Apóstol con generosidad y fueron los más amantes y más amados de Pablo. Captaron bien el espíritu evangélico, el verbo «alegrarse» y el sustantivo «alegría» lo indican elocuentemente. San Pablo les permitió excepcionalmente atenderlo en sus necesidades (4,10ss), cosa que no consintió hacer a otras comunidades. Se propuso vivir para el evangelio, pero, no vivir del evangelio. Disminuyendo la eficacia de su misión, se lo hubiesen reprochado sus muchos y encarnizados enemigos.

            Esta epístola describe la compenetración profunda y la enorme cercanía del Apóstol con aquellos cristianos. Fueron, para él, motivo de alegría y de acción de gracias; por ello, expresa sus sentimientos con absoluta espontaneidad, sin temor a ser mal interpretado. De ahí, que esta carta sea menos erudita y cerebral que las otras, no se atiene a un orden lógico al  exponer su pensamiento; su pluma se mueve con mayor libertad y vuela ligera con más sencillez.

 

I. Estructura de la carta

 

            El preámbulo (11,3-11) es la parte más definida; el Apóstol pone de relieve la colaboración de los filipenses en la difusión evangélica, con el convencimiento de que Dios completará la obra buena que les ha inspirado. No es fácil establecer partes claras de división en la carta; no se puede decir que tenga una sección dogmática y otra moral, como acaece normalmente en otras.

            Señala que sufre prisión, que posiblemente termine con su muerte o con su liberación 11,12-27). Parece ser que lo llevaron a la cárcel las acusaciones judías de que su predicación ponía en peligro la seguridad del Estado; precisamente, el propio Apóstol da a entender que también algunos de sus fieles habían pensado que su predicación no había sido muy prudente; existían entre ellos, quienes pensaban que su predicación evangélica no había sido la adecuada al carecer de adaptación o por su escasa elocuencia 11,17). Ante lo cual, San Pablo aduce las siguientes razones:

 

    a. El Apóstol afirma que está preso por la causa de Cristo, no por injerencias políticas (1,13). Es un hecho que se ha reconocido oficialmente.

    b. San Pablo, a los cristianos que dudaban de la oportunidad de su predicación, les dice que él ha contribuido a la causa del Evangelio (1,14);

     c. A la vista de otras presentaciones del Evangelio, afirma Pablo que lo esencial es que Cristo sea predicado (1,15ss). Aunque las motivaciones no siempre sean confesables y los instrumentos, deficientes, la gracia del evangelio circula siempre a través de los medios que se empleen.

 

            A continuación, invita a sus cristianos a acomodar su vida a las exigencias del evangelio 11,28-2,5), pues el incentivo supremo lo tienen en el ejemplo de Cristo. La imitación de Cristo implica la conciencia plena del ser cristiano, que conlleva un «plus» sobre el ser humano y la plena encarnación en medio de la realidad en que vive. Por esta razón, inserta aquí el célebre himno cristológico (2,6-11). Y así, con varias amonestaciones y notas alusivas a su situación personal, concluye esta sección en 3,1.             De forma inesperada y abrupta, deja el tono familiar y amistoso de su carta y comienza una polémica virulenta contra los judaizantes (3,2), a los que llama «perros». Es el término despectivo con el que los judíos designaban a los gentiles (Mt 15,25). La actitud de los judaizantes los autoexcluye del verdadero Israel; por tanto, voluntariamente, por decisión propia, se convierten en «perros». En este contexto inserta su currículum vitae (3,5s), en el que San Pablo destaca tres títulos heredados: circuncidado al octavo día, según prescribía la ley de Moisés (Gén 17,12); del linaje de Israel y, más en concreto, de la tribu de Benjamín, que, según la leyenda judía, era el único que había nacido en la tierra santa, hebreo e hijo de hebreos, es decir, perteneciente al pueblo elegido por nacimiento, no por agregación o adopción, al estilo de los prosélitos. A continuación, añade otros tres adquiridos por su conducta, no por herencia: su militancia en el fariseísmo, es decir, perteneció al partido de la más estricta observancia; perseguidor de la Iglesia por cumplir celosamente la Ley, y «delincuente», excluido del pueblo (Dt 27,26; Lev 18,29), al no observar el cumplimiento de la Ley en la justicia que ella procura irreprensible.

            Después de referir estos hechos, comienza a describir, con una partícula adversativa pero..., el otro modo de comprender su vida que se produjo tras su conversión; a partir del encuentro con Cristo (3,7ss), no cuenta nada de lo anterior; ya no puede gloriarse en ello ni de ello; lo único importante es lanzarse en pos de Cristo y seguir sus pasos. Y esto es lo que significa su conversión que no reside en un arrepentimiento del pasado -Pablo no se manifiesta nunca un arrepentido, sino un convertido-, es más bien un lanzamiento a lo nuevo, un entrar por el restaurado camino de salvación abierto por Dios en Cristo para el hombre, la renuncia a la Ley y la aceptación del Evangelio.

            Finaliza la carta con sus recomendaciones, para que se conviertan en imitadores suyos y permanezcan firmes en la fe (3,17-4,9); con la adición de notas personales sobre el comportamiento de los filipenses que le han ayudado (4,10-20) y los saludos de rigor.

 

II. La unidad de la carta

 

            El análisis del texto presenta un único problema serio: la unidad de la carta. Probablemente se trate de la fusión de tres cartas que Pablo escribió a los Filipenses. Se piensa en la siguiente división:

 

     carta A (1,3-3,1 + 4,4-9.21-23): San Pablo exponía su situación personal, las razones por las que les ha enviado a Timoteo y Epafrodito y las exhortaciones a la comunidad;

     carta B (1,1s + 4,10-20): Pablo les daba las gracias por sus aportaciones económicas para el sostenimiento del Apóstol y para la difusión del Evangelio. Ha sido una auténtica koinonía.

     carta C (3,2-4,3): Haría una amonestación muy seria en contra del peligro de los judaizantes.

 

            Esta distribución se fundamente en las siguientes razones: 1ª. El corte brusco y el paso del tono familiar de la carta al de la polémica más virulenta contra los judaizantes (3,2); 2ª. El tema de los judaizantes desentona en el conjunto de la carta; 3ª. en lo que hemos llamado la carta B, la gratitud de Pablo no parece tener sentido después de lo anterior. Estos sentimientos ya se los había expresado (4,4 9); 4ª. Un argumento ajeno al texto: Policarpo, en la carta que escribió a los filipenses, les habla de que Pablo les había escrito «cartas»; 5ª. Parece ser que la aludida carta de Policarpo es también fruto de una recopilación de cartas.

            Los argumentos son serios, pero no definitivos. El más fuerte, el del cambio abrupto de tono al dirigirse a los judaizantes, no es tampoco incomprensible en una carta amistosa. Es normal que Pablo les advierta del peligro y, por tratarse de una comunidad tan querida para él, es también normal que utilice el grueso calibre en sus argumentos.

 

III. Cuestiones teológicas

 

       El contenido teológico de esta carta, cuya paternidad paulina es indudable, se puede centrar en los puntos siguientes:

 

       1. La fe y no la Ley (3,7ss) ofrece la única manera de acceder a Dios y el único camino de salvación. La mejor ilustración de esta tesis está en la vida del Apóstol. Aquí reside el principio básico de la teología paulina: la justificación por la fe, no por las obras basadas en la Ley. Se refrenda en el esfuerzo de San Pablo por «ganar a Cristo», por lograr la comunión personal con Él, por «conocerlo» con un conocimiento práctico y amoroso y no sólo cerebral, por experimentar el poder de su resurrección y de sus padecimientos, es decir, la fuerza vivificadora del misterio pascual, la muerte-resurrección de Cristo. Esta concepción  y trayectoria desemboca en la resurrección personal.

            El acomodo de su propia vida, que hace Pablo a la vida en Cristo, es el mejor signo y ejemplo para el cristiano: el trabajo permanente para vivir en unión con Aquel que da sentido a la vida y la comprensión del mensaje que hace ser un auténtico cristiano.

 

       2. Es Dios quien tiene la iniciativa para entrar en este camino de salud. Y Dios es plenamente fiable, lo que comienza lo lleva a buen puerto (1,6). Un Dios que actúa en el hombre, pero no sin el hombre. Esto obliga a trabajar con seriedad: con temor y temblor (2,1 1ss).

 

       3. El himno cristológico, acentuando la renuncia al poder y llevando la conducta por el camino de la obediencia, inculca la imitación de Cristo. Es el modo específico de San Pablo: aborda situaciones concretas recurriendo a principios trascendentes y permanentemente válidos, como lo demuestra este célebre himno cristológico, cuyo contenido exponemos sintéticamente a continuación:

 

            a. Cristo fue un hombre con el «plus» de la divinidad. Tenía la condición de Dios, es decir, como hombre-Dios podía haber estado exento de toda limitación humana. Lo que asombra es que haya renunciado a todos los privilegios que le correspondían. Siendo Dios, no quiso aferrarse a su dignidad única. Se halla subyacente la contraposición al hombre que, siendo tal, pretendió y pretende hacerse Dios (Gén 3,5)

 

            b. En un segundo momento, el himno afirma la total encarnación de Dios, haciéndose uno de los que iba a redimir.

 

            c. El tercer momento acentúa la exaltación. El «nombre sobre todo nombre» es sencillamente Kyrios. Así lo reconoce la confesión cristiana de la fe: Jesús es el Señor.

 

            4. El cristianismo canoniza cuanto hay de bueno fuera de él (4,8). Los valores mencionados: «lo verdadero, lo noble, lo justo, lo limpio, lo amable, lo laudable, lo virtuoso y lo encomiable» eran admitidos sin discusión, como plenamente válidos por la filosofía estoica. El Apóstol cristianiza tales valores, de los que nunca el evangelio es una alternativa;  los verdaderos valores, sean los que fueren y vengan de donde vinieren, deben ser aceptados siempre y cuando no estén en contra del Evangelio y del contenido fundamental de la fe. Si Pablo evaluó positivamente los principios y valores de la filosofía estoica, no se ve razón alguna para que la Iglesia no mantenga la misma actitud frente a los que van surgiendo en las distintas épocas, como signo de los tiempos, en los que se ha de conducir la vida diaria.

 

            5. Inmediatamente después de la muerte, el cristiano está con Cristo (1,23). ¿No hay tiempo intermedio? Tal interrogante no tiene una respuesta absoluta. Parece ser que ni el mismo Pablo tenía clara esta cuestión. En esta carta, puede constatarse la esperanza de la parusía (3,20; 4,5), y en otras anteriores, en las que la esperanza de la parusía se halla más acentuada (Tesalonicenses y Corintios), no aparece especulación alguna sobre el tiempo intermedio.

 

            6. Para el Apóstol, los cristianos constituyen un “politeuma” (3,20): con esta palabra se designa el enclave de un pueblo o de una comunidad en otra más amplia. Las colonias judías de la diáspora, en Egipto, en Éfeso o en Roma, constituían un politeuma, vivían en una determinada ciudad, pero su auténtico derecho de ciudadanía, su patria, estaba en otra parte. El politeuma, para los cristianos, significa que, allá donde se encuentren, deben vivir conforme a las leyes de su verdadera patria, el cielo. Es necesaria la conjunción de ambas vías: la normalidad en la diáspora mientras dura la vida terrena y las leyes nuevas que deben guiar la conducta en consonancia con la patria última y definitiva.

 

            7. San Pablo, en la carta, destaca el tema de la alegría, descrita de muchas maneras, pero todas coincidentes en un denominador común: nace como consecuencia de la contribución de los filipenses a la difusión del Evangelio (1,4); procede del hecho de anunciar a Cristo (1,18); es la alegría de la fe (1,25); surge del cumplimiento de los deberes impuestos por el Evangelio (2,2); del sacrificio, incluso hasta la muerte, por la fe (2,17ss); es una alegría «en el Señor» (3,1;4,4.10); es fruto del quehacer apostólico (4,1).

            Los diversos aspectos acentuados por Pablo indican una alegría que no viene motivada por las circunstancias favorables de la vida -no olvidemos que él habla de ella desde la cárcel-, sino que esta alegría es obra del Espíritu Santo (Rom 14,17; 1Tes 1,6; Gál 5, 22). Es la alegría de la vida cristiana o esta misma considerada como alegría (Jn 16,22s: es la alegría instaurada por la presencia del Resucitado; la que aclara el misterio oscuro de la existencia humana, y que sólo ella lo puede hacer. Nadie se la podrá arrebatar al creyente, al que está infundido de fe.

 

IV. La circunstancia de la carta

 

            Esta carta, junto con las dirigidas a los Colosenses, Efesios y Filemón, constituye el bloque de las cartas de la cautividad. San Pablo se halla prisionero (1,12-26), cuando la escribe y según la opinión más frecuente, en Roma. De modo que Filipenses habría sido escrita en Roma en torno al año 61 o poco antes de la muerte del Apóstol. Esta opinión se basa en la mención del «pretorio» y en el saludo proveniente «de la casa del César» (1,13;4,22). No obstante, teniendo en cuenta que «pretorio» se llamaba también a la casa del gobernador en las provincias (Mc 15,16), el argumento no es convincente.

            En la actualidad, se aduce, con mayor fundamento, que su cautividad se produce en Éfeso, y desde allí la habría escrito por los años 56-57. La relativa proximidad entre Éfeso y Filipos puede explicar el ir y venir de las noticias con relativa facilidad y frecuencia. La única dificultad es que no tenemos información segura sobre esta cautividad efesina. Sin embargo, el mismo Pablo se refiere a las graves dificultades que sufrió en Éfeso, donde luchó con «fieras» (1Cor 5,32; 2Cor 1,8 y He 19).

            Por último, pensar que fue escrita en Cesarea, donde Pablo estuvo preso durante los años 58-60, es una posibilidad, que se cree menos probable y real.