Los desechados

II. Los presos

Autor: Camilo Valverde Mudarra  

 

Jesucristo y los presos

El amor de Jesucristo a los presos fue tan grande, que le llevó a identificarse con ellos: "estuve preso y no me visitasteis..., estuve preso y estuvisteis conmigo" (Mt 25,36.43). Nuestro destino eterno dependerá de la actitud que hayamos adoptado con los presos. Cada preso, cualquier preso, tanto el delincuente menor, como el mayor, es imagen viva de Jesucristo. M. Unamuno se preguntaba: "¡Cuándo llegaremos a ver en cada galeote ante todo y sobre todo un menesteroso, poniendo los ojos en la pena de su maldad y no en otra alguna cosa¡ Hasta que, a la vista del más horrendo crimen, no sea la exclamación que nos brote ¡pobre hermano!, por el criminal, es que el cristianismo no nos ha calado más adentro que el pellejo del alma". [1]

Jesucristo quiso ser un preso, para identificarse con ellos, no sólo de palabra, sino también de obra. "Fue tenido como un delincuente" (Lc 22,37), el Siervo, que cargaba con todos los delitos e intercedía por todos los delincuentes (Is 54,12). Cuando fueron a detenerlo, él mismo se entregó sin ofrecer resistencia alguna (Mt 26,47-56; Jn 18,1-l0), pero haciendo constar que su detención era injusta (Mt 26,55; Lc 22,52-53; Mc 14,48-49). Fue esposado y torturado. Al sufrir afrenta, protesta: "¿Por qué me pegas?" (Jn 18,23). Protesta inútil, pues siguen torturándolo. Ya no dirá más, lo aguantará todo sin proferir una palabra de disgusto. (Mt 26, 67-68; Mc 14,65; Lc 22,63-65). No perdió en ningún momento la serenidad y el autodominio (Mt 27,l4; Mc 15,5). Fue sometido a un juicio sumarísimo sin las debidas garantías procesales. Fue considerado inocente (Mt 27,24; Mc 15,l4; Lc 23,4-14) y, a pesar de ello, fue condenado a la pena capital y, al fin, ejecutado: la sentencia más injusta de la historia, paradigma de tantas injustas condenas, un 10% de las dictadas.

Quiso morir entre dos criminales (Lc 23,33). Había venido a redimir a los oprimidos, a dar la libertad a los encarcelados. Seguramente por eso quiso morir junto a dos prisioneros, a uno de los cuales canonizó en el último instante de su vida (Lc 23,43). Murió perdonando a todo el mundo, a los que dictaron la sentencia y a los que la ejecutaron (Lc 23,34), sin guardar rencor a nadie, poniendo en práctica las parábolas de la misericordia que Él había proclamado (Lc 15). De este modo, consumaba la realidad de su misión liberadora. La redención de Cristo no es, ni más ni menos, que la liberación de todas las esclavitudes que tienen aherrojado al hombre. Sin liberación, no hay redención, ni teología que valga. Jesucristo experimentó la vejación, el desprecio y el tormento a que los presos se ven con frecuencia sometidos. La cárcel, por su propia naturaleza, es flagelante, la esclavitud más humillante para el hombre. Y, al fin, redimió la prisión misma.



El tiempo presente


El hombre libre debe comprometerse a la liberación integral de los hombres en cautiverio (1 Cor 12,12-30; Lc 4,18-21), como si estuviera en el mismo cuerpo de los presos, encarcelado con ellos, como hacía la primitiva comunidad cristiana (He 2,15): "Acordaos de los presos, como si vosotros mismos estuvierais presos con ellos" (Heb 13,3). Pío XII interpretaba así este texto: "Se trata de acercarse tanto al culpable, que se llegue a ver, honrar y amar en él al Señor; más aún, se trata de compenetrarse uno mismo con él en manera tal de ponerse espiritualmente en su lugar con el uniforme de encarcelado y en la celda de su prisión". [2]

Un cristiano debe enjuiciar el hecho social de la prisión a la luz del Evangelio que "es por su propia naturaleza mensaje de libertad y de liberación". Sin libertad no hay cristianismo. El derecho a la libertad es el don más sagrado, que Dios ha dado al hombre como constitutivo esencial de la persona humana. Que la sociedad tiene derecho a protegerse contra la delincuencia es algo incuestionable. La asunto está en dilucidar, si tal derecho entraña el poder de privar de libertad a otros. La sociedad, en ciertos aspectos, genera la delincuencia, a consecuencia de sus estructuras de injusticia; y, al tiempo, reclama una mayor contundencia a los medios policiales, la aplicación de penas más fuertes y dureza en su ejecución. Y, con eso, la delincuencia, lejos de disminuir, aumenta; parece que la dura represión no cumple efectos disuasorios.

El preso ha delinquido desde lo que la sociedad le ofrece: consumismo, droga, subempleo, explotación de menores, falta de cultura, es decir, injusticia social, la primera y más grave delincuencia, causa de otras muchas delincuencias. El hombre no nace delincuente, lo hace la sociedad, la falta o mala educación, la ruina y ruptura del seno familiar, los malos tratos y peores ejemplos, el hambre, la orfandad, la soledad, la calle, etc. El mundo ha de arbitrar una eficaz acción educativa, un reparto justo de la riqueza y cambiar su mentalidad arcaica sobre la delincuencia y las prisiones. Afortunadamente, las comunidades cristianas están tomando conciencia de ello.

La cárcel, tal y como funciona y está estructurada, es una realidad que niega los más altos y nobles valores del cristianismo. La solución a la delincuencia no pasa por la prisión, sino por abolir las penas caducas y obsoletas y por promulgar leyes nuevas que garanticen, entre otras, estos tres apuntes: Igualdad de oportunidades para todos en los distintos niveles, sin discriminación alguna. Creación de centros suficientes y eficaces de tratamiento y reinserción social, que, sin carácter carcelario, eduquen y reinserten; y llegar a la transformación de las actuales estructuras sociales y penales por otras más en consonancia con los postulados del Evangelio.

La solución a la criminalidad no es la represión, sino la prevención. Hay que atajar las causas de la delincuencia. El cristiano debe ser utópico y luchar por la utopía de un mundo sin cárceles, en que prime el amor y el perdón, constitutivos ambos del espíritu evangélico.

El 30 de diciembre de 1996 la población reclusa en España era de 42.105; 3.906 mujeres y 38.199 hombres. El 30 de diciembre de 1997, era de 43.831 personas, 4.092 mujeres y 39.739 hombres. El 29 de mayo de 1998 era de 45.099, 3.012 mujeres y 41.087 hombres. El número de encarcelados, lejos de disminuir, aumenta.

Más del setenta por ciento son jóvenes que pertenecen a las clases más desfavorecidas. A la cárcel, sólo van los pobres, como rezan estos versos escritos en una lúgubre celda carcelaria:


En este sitio maldito,
donde reina la tristeza,
no se castiga el delito,
se castiga la pobreza.



En el ochenta por ciento de los casos, la causa última del delito está en el desempleo, en la droga, en el alcohol. Lastimosamente, el joven encarcelado no puede ejercer ni siquiera el derecho de rehabilitación, a salir mejor que entró, muchos salen peor que entran, la mayoría aprenden más técnicas y se hacen reincidentes. La cárcel no sirve, pero se mantiene. Necesita alternativas y soluciones imaginativas. Tal vez, la creación de centros terapéuticos que curen las desviaciones de tantos presos, que, más que delincuentes, son enfermos.

La Sociedad habrá de cambiar esa mentalidad arcaica sobre el hecho carcelario; debe ser la más interesada en su supresión, en que la pena no sea generalizada para todos los delitos, salvo para aquellos, que empuñan las metralletas y las pistolas o emplean la dinamita de la bomba explosiva activada a distancia, y los violadores y asesinos, pero aún en estos casos se puede trasformar el régimen penitenciario a correcciones más humanas y eficaces, porque la cárcel actual no rehabilita, un muy alto porcentaje de presos sale con una mayor capacidad de delincuencia que la que tenían. Salen, además, estigmatizados para siempre en una Sociedad falta de comprensión, que no los acoge, no los perdona, no los reinserta, sólo, los rechaza.


[1] Unamuno, Miguel de, Vida de don Quijote y Sancho, según Miguel de Cervantes Saavedra, explicada y comentada [1905], Madrid, Alianza Editorial, 2005.

[2] S. S. PÍO XII, DIVINO AFFLANTE SPIRITU, CARTA ENCÍCLICA de 30 DE SEPT. DE 1943.