Los desechados

I. Los extranjeros

Autor: Camilo Valverde Mudarra  

 

Los gentiles 

          En la concepción de Israel, el mundo está compuesto por dos comunidades, ellos, los judíos (goyim) y los gentiles (ethne). Los judíos constituían el pueblo de Dios, el de la Alianza y las promesas. Los gentiles (los extranjeros), son todos los demás pueblos que no conocen a Dios, que no tienen a Yahvé por Dios, este desconocimiento los tiene hundidos en el pecado. Frente a los judíos que son los santos, los gentiles son los pecadores, agentes de maldad (Sal 9,6), idólatras que merecen el castigo de Yahvé. Son famosos los oráculos de los profetas contra las naciones paganas, dirigidas, no sólo contra sus más próximos enemigos, sino contra los grandes imperios de Egipto y Babilonia (Am 1-2; Is 13-29; Jer 46-51; Ez 25-32). Oráculos, que, por una parte, manifiestan la amenaza de Dios por su idolatría y por su enfrentamiento con Israel, y, por otra, indican que el dominio de Yahvé es universal, del que no puede substraerse ningún pueblo. 

Particularismo y universalismo         

          Frente a estas profecías, que proclaman la devastación de las naciones, están las que anuncian la salvación universal del género humano, aunque esa salvación, cuya fuente es Dios, provenga y parta su irradiación de Israel: "La salvación viene de los judíos" (Jn 4,22). El particularismo y el universalismo judíos son dos corrientes que se complementan. Las naciones pasarán a formar parte del proyecto salvador de Dios, gracias a Israel, y, al mismo tiempo, Israel no se salvará sin las naciones, cosa que explica en profundidad San Pablo (Rom 9,11) y que está muy clara en el Deuteronomio, donde aparece la especialísima predilección de Dios por Israel, su siervo elegido (41,8-10) y su proyecto de salvación universal (45,22-23; Is 51,4-5). Todos los pueblos de la tierra serán unidos y reunificados y tendrán por rey universal a Yahvé (Sal 47). Jerusalén será su patria común (Sal 87), los pueblos de la gentilidad acudirán a ella con dones y presentes y se declararán sus vasallos. Ellos mismos, que la habían destruido, participarán en su reconstrucción (Is 1,1-16). En el monte Sión, Dios ofrecerá un banquete de exquisitos manjares y de vinos generosos (Is 25,6), al que estarán invitados los pueblos de todas las lenguas (Is 66,18). El templo de Jerusalén será la casa de oración común (Is 56,7). De oriente a occidente el nombre de Yahvé será grande y en todo lugar de la tierra se ofrecerá un sacrificio de incienso y una ofrenda pura (Mal 1,11). Estas profecías manifiestan el poder universal de Yahvé que rige los destinos del mundo y la historia de todas las naciones, a la par que proclaman la entrada de todos los pueblos en el reino mesiánico.

          Yahvé es el único Dios de todos los pueblos (Is 45,22-24), su providencia es universal (Is 40,25-26), el Siervo de Yahvé será la luz del mundo (Is 44,6).

          El Israel postexílico se debate también en esa misma doble perspectiva. Por una parte, presenta el racismo y la xenofobia, que rebota de manera cruel en la reforma de Esdras y Nehemías, al poner en práctica las medidas durísimas de disolución de los matrimonios mixtos (Esd 9-10) y bajo el juramento de no volver a contraer matrimonio con extranjeros (Neh 13,25). El particularismo del libro de Ester cae también en la crueldad, pues llega hasta el odio más feroz y sanguinario contra todo lo que no es judío y culmina con la matanza de los gentiles (Est 9). Con ello, se recupera la vigencia de las leyes que prohibían el matrimonio con extranjeras, pues suponía un grave peligro de caer en la prostitución idolátrica (Ex 34,16; Dt 7,3-6). La gesta de los macabeos obedece asimismo a un nacionalismo religioso de tipo fundamentalista que rechaza de plano toda influencia extranjera y que, en tiempos de Jesucristo, se presencializa en los fariseos y en los esenios. Para los macabeos un "gentil" (un extranjero) es sencillamente un "pecador" (1  Mac  2,44.48).

          Como contrapartida, nos encontramos con la apertura del judaísmo a los gentiles. Y así el libro de Rut es una hermosa proclamación de universalismo y de solidaridad entre todos los pueblos. En este libro, queda abolido el exacerbado nacionalismo judío a través de Rut, de Noemí, de Booz y de otros personajes llenos de ternura y de humanitarismo. El libro de Jonás, contemporáneo de Rut y de Esdras-Nehemías, está fundamentalmente dirigido a los judíos enclaustrados en el recinto de un particularismo patriótico que no puede admitir la universalidad del amor misericordioso de Dios, ejemplarizado en su bondad con Nínive, la ciudad pagana por excelencia, símbolo de todos los marginados y excluidos por su condición de pecadora. El libro de la Sabiduría conoce asimismo el proyecto de Dios de salvación universal: "Tú tienes misericordia de todos, porque todo lo puedes; tú amas todo lo que existe y no aborreces nada de lo que existe" (Sab 11,22-24). Esto es lo mismo que proclama San Pablo: "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tim 2,4); lo mismo que dice San Pedro: "También a los gentiles Dios ha concedido el arrepentimiento para alcanzar la vida" (He 11,18). Los sabios de Israel tienen una visión universalista de la vida, abierta a todos los problemas de la humanidad. Hay que recordar también a Abrahán, en el que serán bendecidos todos los pueblos (Gn 12,3). 

El extranjero residente 

          El extranjero de paso era considerado en Israel como un gentil, al que hay que odiar, y cuyo trato hay que evitar. Otra cosa, muy distinta, es el extranjero residente, al que se designa con el vocablo ger y es, por lo general, un prosélito. Hay un prosélito que está plenamente incorporado al pueblo de Israel: ger tsedeq; y otro que lo está sólo relativamente y que en realidad es un simpatizante: ger toshav.

          El ger tsedeq adquiría un conocimiento perfecto de la ley y el compromiso de cumplirla, lo que le obligaba a ser circuncidado y le capacitaba para ser bautizado. La instrucción en la ley, la circuncisión y el bautismo lo igualaban, en teoría, a cualquier ciudadano israelita.

          El ger toshav suele generalmente identificarse con el llamado "temeroso de Dios" (en griego sebómenos /phoboumenos) al que con frecuencia hacen referencia los salmos; frecuentaba las sinagogas y cumplía las leyes judaicas, de manera especial las referidas al sábado, pero no era circuncidado ni bautizado.

          Los extranjeros, en general, gozaban del mismo ordenamiento jurídico que los israelitas, tanto para hacerles justicia (Dt 1,16), como para condenarlos (Lev 20,2). Eran, además, objeto de especiales consideraciones. Israel no debía olvidar nunca que él fue también extranjero residente en tierra extraña: "No explotarás ni oprimirás al extranjero, porque también vosotros fuisteis extranjeros en Egipto" (Ex 22,20; 23,20). En cuanto a los derechos primarios, que afectan a la existencia y a la subsistencia, estaban equiparados a los pobres y tenían derecho a parte de la recolección (Lev 19,10; 23,22), de la vendimia (Lev 19,l0; 24,19.21) y de la recogida de aceituna (Dt 24,20-21). Cada tres años había que repartir también entre ellos el diezmo de los productos destinados a los pobres (Dt 14,29; 26,12). En todo momento, había que respetar sus derechos (Dt 24,27) .

          El que se convirtiera de corazón a la religión judía era acogido por Dios y, por tanto, debía ser admitido en el templo: "A los extranjeros que se entregan al Señor para venerarlo, amar su nombre y ser sus siervos, que guardan el sábado sin profanarlo, que se mantienen en mi alianza, los llevaré a mi monte santo y les daré alegría en mi casa de oración. Sus holocaustos y sus sacrificios serán aceptos a mi altar, pues mi casa se llamará casa de oración para todos los pueblos" (Is 56,6-7). En la inauguración del Templo, Salomón oró así al Señor: "También al extranjero que no es de tu pueblo Israel, si viene de tierras lejanas…, si viene a orar en este Templo, escúchale tú en el cielo, lugar de tu morada y haz todo lo que el extranjero te pida" (1 Re 8, 41-43).

          Si se integra sinceramente, de manera absoluta, en el judaísmo, debe ser considerado como un israelita a todos los efectos. "Si un extranjero se establece en vuestra tierra, en medio de vosotros, no le molestaréis; será para vosotros como un compañero más y le amarás como a ti mismo" (Lev 19,33-34). Este amor debía concretarse en la acción caritativa, "suministrándole pan y vestido" (Dt l0,18) y compartiendo equitativamente con él todos los bienes de la tierra. Así, dice Ezequiel: "Os repartiréis estas tierras según las tribus de Israel, os las repartiréis como heredad entre vosotros y los extranjeros residentes en vuestro territorio que hayan engendrado hijos entre vosotros; los consideraréis como ciudadanos israelitas, y con vosotros echarán suertes, para obtener su parte en medio de las tribus de Israel" (Ez 47, 21-22).

          Esta solemne proclamación de igualdad y derechos de ciudadanía constituye una hermosa declaración de buenas intenciones, que no llegó a ser una realidad con todas sus consecuencias. El mismo Ezequiel, en su fantástica visión del nuevo templo reconstruido y renovado, en la que se describen con todo detalle, no sólo el ritual del culto nuevo, sino los espacios y compartimentos del templo y de todo el complejo de construcciones en torno a él, visión suscitada, sin duda, tanto por el recuerdo del tabernáculo del desierto, como del templo salomónico (Ez 40-44), prohíbe la entrada en el templo a los gentiles: "Esto dice el Señor Dios: Ningún extranjero, incircunciso de corazón, entrará en mi santuario; ninguno de los extranjeros que viven entre los israelitas" (Ez 44,9).

          Este exclusivismo vigente en la época del exilio, permanece en el templo de la era mesiánica, en el que había un atrio destinado únicamente a los gentiles, en cuyos muros había una inscripción en latín y en griego que amenazaba con la pena de muerte al que tuviera la osadía de traspasarlo. El templo era profanado, si un gentil ponía en él su pie. San Pablo fue perseguido, porque metió en el templo a los griegos: "Ha metido a los griegos en el templo, profanando este lugar" ( He 21,28).

          Los prosélitos no llegaron nunca a igualarse con los judíos, en el ejercicio de los derechos; lo fueron, sin embargo, en el cumplimiento de los deberes, pues estaban obligados a cumplir la ley en plenitud, especialmente en lo referente al sábado: "El séptimo día es día de descanso en honor del Señor, tu Dios. No harás en él trabajo alguno ni tú, ni tu hijo..., ni el extranjero que habita contigo" (Ex 20,10).

          Tenían que ayunar el día de la expiación, el del gran perdón: "Ayunará tanto el indígena, como el extranjero residente (Lev 16,29), pero, si no está circuncidado, no podrá participar en la pascua (Ex12,48-49). Nunca podía ser miembro de los tribunales de justicia, para lo que se requería la pureza ética judía.

          Si se trataba de una prosélita, era siempre sospechosa de haber sido, antes de la conversión, una prostituta. Después de todo, ¿qué es para los judíos el paganismo, sino una prostitución idolátrica? No era, por eso, digna de casarse con un sacerdote.

El prosélito, aun el circuncidado y bautizado, aunque jurídicamente tenía los mismos derechos que los israelitas, socialmente era siempre considerado como ciudadano de segunda. Siempre estaba marcado con el estigma de la gentilidad. Hasta la segunda y tercera generación era discriminado.