Los desechados

I. Los pecadores

Autor: Camilo Valverde Mudarra  

 

La santidad  

         La santidad, en sentido absoluto, es patrimonio exclusivo de Dios, el único santo, la santidad misma. Sólo, Él puede ser llamado Santo, "EL SANTO" (Is 40,25; Job 6,10), con artículo y con mayúscula. Así también, Jesucristo es el único santo, el Hijo de Dios, El Santo (Lc 1,35). La Iglesia, el pueblo de Dios, tiene que ser santa, la "esposa santa e inmaculada" (Ef 5,27) y sus miembros, los cristianos, han de ser igualmente santos, pues son "templo santo del Señor" (Ef 2,21), "los santos" (He 9,13), "los predilectos de Dios, los consagrados" (Rom 1,7; 1 Cor 1,2).

         El pecador realiza una triple ruptura, rompe con Dios, con la comunidad y consigo mismo; se autoexcluye, se aleja de Dios, de la comunidad y de sí mismo, al destruir su propia identidad. Este triple alejamiento está expresado en la Biblia de múltiples maneras: querer ser como Dios, para terminar siendo expulsados de la presencia de Dios (Gén 3); verter la sangre del hermano, para tener que andar errante lejos de la convivencia social (Gén 4,1-15); practicar la corrupción y la maldad, para ser exterminado (Gén 6,1-8); construirse un mundo al margen de Dios, para ser dispersados (Gén 11,1-9); "apartarse del camino trazado por Dios" (Ex 32,8), para provocar la ira de Dios (Ex 32,10; Dt 9,8; Núm 11,1.33); abandonar al Dios verdadero por dioses falsos (1 Re 11,5-13; 13,33-34; 14,21-24).

         Los profetas ven en el pecado un enfrentamiento con la justicia (Amós), una infidelidad al amor (Oseas), una falta de fe y una obcecación en la infidelidad (Isaías), un olvido de Dios, una ingratitud con Yahvé (Jeremías). El pecador prescinde de Dios, que es la justicia, el amor, la fidelidad, el bien supremo; es un obcecado (Is 6,10; 29,9), tiene un corazón de piedra (Ez 11,9; 36,26), una cabeza dura (Ex 32,9; Dt 9,6; Jer 7,26), unos oídos sordos, obstruidos (Is 6,10; Jer 6,10; Zac 7,11): está alejado de Dios y quiere seguir apartado. "Su corazón está lejos de mí" (Is 29 13). Paradigma de este distanciamiento, puede ser el hijo pródigo, al alejarse del padre (Lc 15,11-32).

         El pecado mancha de tal manera al hombre que le convierte en un desechado, le aparta del culto y le impide acercarse a Dios (Sal 51,13); lleva consigo la exclusión del Reino (Rom 1,24-2,12; 5,19-21; Ef 5,5; 1Cor 6,9-10). El pecador es un esclavo (Jn 8,34), un hijo del Maligno (Mt 13,38), el "gran pecador desde el principio" (1 Jn 3,8), está sometido al poder del pecado (Rom  6,7.16; 7,14), es una víctima de su propia corrupción (Gal 6,8), está en el camino de la perdición, termina por caer en la locura, en el abismo de la muerte (1 Cor 15, 56).

         El santo y el pecador son incompatibles, no pueden coexistir. Así lo proclamaban los fariseos, que despreciaban a los pecadores, apoyándose en este axioma:"Dios no escucha a los pecadores". Jesucristo proclamó todo lo contrario, predicó la tolerancia, la coexistencia entre el trigo y la cizaña, el bien y el mal. San Agustín, explicando esta parábola, decía que, con el tiempo, la cizaña se convertiría en trigo. Y San Pablo decía, que, a fuerza de hacer el bien, se acabará con el mal.

 

Los fariseos y el pecador 

         Para los fariseos el pecado consiste en el incumplimiento de los múltiples ritos y las innumerables prescripciones rabínicas. Y tenían por pecadores, no sólo a los impuros, sino a los ignorantes, los que no conocen la ley (Jn 7,49), la chusma, el pueblo de la tierra. Son los malditos. Entre esos ignorantes, pecadores y malditos, contaban a Jesucristo, que no había estudiado en las escuelas rabínicas: "Nosotros sabemos que ese hombre (Jesucristo) es un pecador" (Jn 9,24). Ellos lo saben todo y, sin embargo, son los grandes ignorantes.

         A los fariseos hay que decirles que pecadores somos todos: "¿Quién puede sacar lo puro de lo impuro? Nadie" (Job 14,4). "Todos están descarriados, en masa pervertidos, no hay nadie que haga el bien, ni uno solo" (Sal 51,7). "¿Quién puede decir: tengo el corazón puro, estoy limpio de pecado?" (Prov 20,9). "No hay hombre justo en la tierra, que haga el bien sin pecar nunca" (Qo 7,20). "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos" (1 Jn 1,8).

         El pecador es un excluido al que hay que incluir, un alejado, al que hay que hacer retornar; pero, por su parte, tiene que dejarse incluir, dejarse acercar, dejarse arrancar de las manos del Maligno.

        

Ante Dios 

El alejado no es un reprobado por Dios; al contrario, es el descarriado repetida, continuamente llamado, buscado por el Señor. Toda la Biblia viene a ser un empeño de Dios por liberar al hombre del pecado, un diálogo continuo entre el hombre pecador y el Dios misericordioso, un diálogo que encuentra su culminación en Jesucristo, cuya misión es realizar el proyecto eterno de Dios de salvar al mundo. El único obstáculo, para que se realice esa salvación, es el pecado, del que Cristo nos libera (Mt 1,21; Jn 1,29). Jesucristo supone que todos somos pecadores, pues a todos nos invita a la conversión (Mt 1,14; Lc 3,3.5). El pecador es portador de una miseria que provoca la misericordia. Jesucristo dirige primordialmente su llamada a los pecadores, porque ellos son los más capacitados para recibir la misericordia y el perdón. Ellos, que son los despreciados, son los más apreciados. Dios siempre perdona (Sal 103,8), porque es misericordioso y compasivo (Ex 34,6; Jl 2,13; Sal 86,15;145,8).

         La compasión y el perdón, el amor misericordioso, es el corazón del Evangelio, el evangelio dentro del evangelio. Jesucristo acoge a los pecadores con amor infinito (Lc 7,36-50;19,5;15,11-32; Jn 8,10), aunque esto escandalice a los fariseos, como escandalizó al hermano del hijo pródigo. Los fariseos odiaban a los pecadores, Jesucristo los ama, porque ha venido, él el primero, a poner en práctica: "Misericordia quiero y no sacrificios" (Mt 9,13), que tenía vigencia en el judaísmo y la sigue teniendo en el cristianismo. La misericordia y la pacífica convivencia social están siempre por encima del culto y la liturgia.

         En su enfrentamiento con los fariseos, y no sin cierta ironía, Jesucristo formula: "No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores" (Mt 9,13). "No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos" (Mc 2,17). Los fariseos, que se tenían por justos (Lc 18,9), no necesitaban, al que había venido a quitar el pecado del mundo (Jn 1,29). Ellos están sanos, no necesitan de médico, no entran en la acción de Jesucristo; los enfermos y los pecadores, sí; por eso, Jesucristo se junta con ellos, está siempre con ellos, rodeado de ellos; son los mismos pecadores los que van en su busca y le siguen: "Todos los pecadores se acercaban a Él" (Lc 15,1); ese "todos", típico de Lucas, es claramente una hipérbole indicadora de la gran aceptación que Jesucristo tenía entre los pecadores.

         Por pecadores, eran tenidos los gentiles y cuantos con ellos trataban, los pobres, los ignorantes, los pastores, los pequeños, el pueblo de la tierra, las prostitutas, los publicanos, la gente de mal vivir, los desechados de la vida social, los reprobados por la moralidad pública. Aquellos, a los que la burguesía y "las gentes de bien" no podían soportar. Como Jesucristo andaba con ellos, decían de Él, no sin cierta razón social, que "andaba en malas compañías". Eso le va a costar muy caro, morir en una cruz. Y como "dime con quien andas y te diré quién eres", los fariseos podían decir que Jesucristo era un pecador (Jn 9,24), y en cierto sentido tenían razón, pero no por lo que ellos decían, sino porque, al venir a quitar el pecado del mundo, "Dios lo envió en condición semejante a la del hombre pecador, como sacrificio por el pecado y para condenar el pecado en su misma naturaleza humana" (Rom 8,13). Jesucristo asume el pecado, no es pecador, pues "no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros" (2 Cor 5,21), para que así "tengamos en Él el perdón de los pecados" (Col 1,14). Cargó, incorporó en sí todos los pecados del mundo, "sobre el madero llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que muertos a nuestros pecados, vivamos para la justicia" (1 Pe 2,24), con su muerte en cruz realizó la redención del mundo, la expiación de nuestros pecados (1Pe 3,18). Fue amigo de los estigmatizados públicamente como pecadores, pero fue condenado por los pecadores de verdad, en cuyas manos fue entregado (Mt 26,45), los empedernidos, los que se presentaban en las hornacinas de su santidad. Y al final, murió por unos y por otros, por todos los pecadores del mundo, por toda la humanidad. Desde este momento los pecadores han quedado redimidos, incorporados a la comunidad, como ciudadanos enteramente limpios, y eso, por derecho de conquista, porque Él, con su sangre, los ha conquistado para Dios y para su pueblo santo.

 

En la vida práctica 

Que la depravada naturaleza humana está seriamente marcada por su inclinación al pecado, es algo evidente y fuera de discusión, pero no lo está tanto, como para que necesariamente tenga que caer. Por sí sola caería, pero asida a la gracia de Dios, puede no caer. En todo caso, la historia demuestra, y la Biblia lo afirma, que todos caemos. La única que no cayó nunca fue la Santísima Virgen que gozó de la inmunidad del pecado.

         Ante esta realidad, sólo cabe la reflexión, la oración y la meditación serena; al tiempo que se deben de adoptar las actitudes y posturas acordes con nuestro ser cristiano. Así, con honda humildad, sentirse sincera y profundamente pecador; al caer, tener la valentía de levantarse, pues no está la maldad en caer, aunque ya es malo, sino en permanecer caído; acudir al perdón y saberse perdonado, pues Jesucristo se entregó y murió en la cruz, "para el perdón de los pecados" (Mt 26,28), para destruir el pecado.

Es preciso revestirse de paciencia e indulgencia con uno mismo y con los hermanos, perdonarse a uno mismo y perdonar a los demás, pues todos constituimos la Iglesia, que es santa por su origen y por su fundador, pero es también pecadora por sus miembros, una comunidad de pecadores. Y ser agradecido por el perdón que Dios y los creyentes, amando con el mismo amor que Él nos tiene, ofrecen al pecador.