Los desechados

II. Los impuros

Autor: Camilo Valverde Mudarra  

 

La verdadera impureza 

         Los fariseos, siguiendo la tradición de los antepasados, llevaron al exceso las precauciones contra la impureza. Tenían una concepción de la impureza y del pecado referida únicamente a lo exterior, a la violación del sábado, a no practicar las abluciones y a observar un exacerbado legalismo tejido de innumerables normas. No comían sin haberse lavado muy cuidadosamente las manos, y el menaje, los vasos, las jarras y las bandejas, según un ritual muy minucioso. Realizaban asimismo otras atenciones por el estilo (Cf. Mt 7,35), que no tenían relación con la higiene. El que no las realizase quedaba, para ellos, fuera del orden, semejante a un excomulgado. Decían: "El que come sin lavarse las manos, es como si fuese a casa de una mujer de mal vivir". "El que no hace caso de la purificación de las manos, será extirpado del mundo". "Hay demonios encargados de dañar a los que no se lavan las manos antes de comer".

         Jesucristo declara que esas doctrinas son puras elucubraciones sin fundamento alguno, unos formulismos vacíos de sentido, una pura pamplina. El alimento, sea el que sea, no mancha al hombre, no le hace impuro, como tampoco el coger con las manos los útiles de la mesa sin haberlas purificado y cumplido toda la gama esos ritos ridículos embargantes. Lo que mancha, hace impuro y pecador, es lo que sale del interior del hombre, las malas ideas, las palabras injuriosas, las blasfemias y las obras que lesionan los derechos de los demás (Mt 15,1-20).

Todo lo que Dios ha creado es bueno y el hombre no puede desecharlo y apartarlo, porque nada hay en la creación impuro o profano (He 10,14-15). Ninguna persona es impura, ninguna puede ser excluida por impurezas. La separación, que los judíos hacían entre ellos (los puros) y los gentiles (los impuros) es contraria a la ley divina (He 10,28).

         Así, San Pablo dice: "Yo sé, y estoy convencido en Jesús, el Señor, que, de suyo, no hay nada impuro" (Rom 14,14). Todo se puede comer sin el menor escrúpulo. Otra cosa muy distinta es esta: "Si alguno piensa que alguna cosa es impura, para él es impura" (Rom 14,14). Es bien sabido que la norma suprema de moralidad es la conciencia. San Pablo está refiriéndose a la pureza moral, no a la legal. Ningún animal puede transmitir al hombre impureza alguna moral. Y otra cosa también muy distinta es la obligación de regirse siempre por la ley de la caridad que nos obliga a abstenernos de una comida, si el no hacerlo, puede servir de escándalo a los demás (Rom 14,15; Mc 7,19; 1Cor 8; 10,14-33).

Lo que está claro en el mensaje evangélico es que no se puede admitir un código de pureza, que seguía siendo propugnado por los fariseos, apoyándose en las tradiciones, que separan al hombre de Dios. 

El mundo actual   

         El IV evangelio, con el relato del primer "signo" realizado por Jesucristo en Caná (2,1-11), que es un símbolo o una narración cargada de simbolismos, establece este principio revolucionario: Lo viejo ha pasado, es ya inservible y ha comenzado lo nuevo. El agua de las tinajas, destinadas a las purificaciones, símbolo de la ley, es absolutamente inútil, está vacía de todo poder y en su lugar hay que proclamar el nuevo poder purificador del amor evangélico simbolizado en el vino exquisito que tan abundantemente corrió en las mesas de la boda, porque el amor es la entrega absoluta y generosa al servicio de los demás.

         La verdadera impureza es el pecado, que debe evitarse, con el fin de conservarse "puro e irreprochable"  (Flp 1,10). Lo importante no es tener limpias las manos, sino tener limpia el alma, tener "un corazón puro" (1Tim 1,5).

El hombre se purifica y se santifica, no por la observancia de unos formulismos legales, de unas prácticas ritualistas o de unas celebraciones litúrgicas que tienen mucho que ver con la rutina y con la tranquilidad de una conciencia intranquila y muy poco con el sacramento del amor que celebró Jesús en la última cena.

En el mensaje evangélico, está muy clara la condena del ritualismo farisaico y de sus prácticas purificatorias que, lejos de aunar, separan al hombre de Dios. Lo que lo hace impuro y lo degrada es la falta de amor; sólo el que vive en el amor está cerca de Dios, está en Dios, pues Dios es Amor.

La pureza del hombre está en la honradez, responsabilidad y respeto; se erige en la perseverancia de la fe, esperanza y caridad. La pureza se consigue entroncándose en el Evangelio, en hacer que la palabra de Jesucristo anide en el corazón de todo hombre.

Es puro y limpio el que ama y cumple el Mandamiento Nuevo, nuevo y único, en él se encierra toda la esencia cristiana. El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ame será amado de mi padre y yo lo amaré y me manifestaré a él. Si alguno me ama, guardará mi palabra (Jn 14,21.23). Como el Padre me amó, así os amé yo; permaneced en mi amor. Lo que os mando es que os améis los unos a los otros (Jn 15,9.17).

         La impureza, hoy y en todos los tiempos, está en la violencia, en el odio, en la guerra. El amor, la caridad, todo lo limpia y purifica: Nosotros amémonos, porque Él nos amó primero…El que no ama a su hermano, que ve, no puede amar a Dios, que no ve. Este es el mandamiento que hemos recibido de El, que el que ame a Dios, ame también a su hermano (1 Jn 4, 19-21).