Los desechados

I. Invalidos

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

En Jerusalén  

         En Palestina, abundaban los inválidos. La ceguera era tan frecuente que hasta se consideraba una verdadera plaga. El clima, el sol ardiente y el polvo del desierto eran sus causas fundamentales.

         Los evangelistas dicen que las gentes llevaban "cojos, ciegos, sordos, mudos y otros muchos enfermos y los ponían a los pies de Jesucristo y los curaba" (Mt 15,30). Los soportales de la piscina de Bezata de Jerusalén estaban llenos de "enfermos, ciegos, cojos, paralíticos" (Jn 5,3). Cuando David decidió conquistar Jerusalén a los jebuseos, sus habitantes le lanzaban este reto: "No entrarás aquí, los ciegos y los cojos te rechazarán" (2 Sam 5,6). Esto puede significar que Jerusalén estaba tan bien guarnecida que era prácticamente inexpugnable, aunque en ella hubiera sólo cojos y ciegos, aunque, también, que estaba poblada de discapacitados. Este hecho sirvió, para que David se declarara enemigo de estos seres faltos, igual que apunta el texto de Samuel, "los ciegos y los cojos no entrarán en el templo del Señor" (2 Sam 5,7).

         Los inválidos eran considerados personas completamente inútiles, no aportaban nada a la comunidad, por el contrario, eran un estorbo y una carga, por su incurabilidad. Tobías acudió a los médicos, y "cuantos más ungüentos le ponían, menos veía, hasta quedar completamente ciego" (Tob 2,10). Uno de esos ungüentos se hacía con la hiel de los peces; precisamente, ese luego, por un milagro del Señor, lo curó (Tob 11,10.14). 

El impedimento   

La invalidez era un impedimento para acceder al sacerdocio y ofrecer el culto: "Ningún defectuoso, sea ciego o cojo, mutilado o deforme, lisiado de pies o manos, jorobado o enano, bisojo o sarnoso, tiñoso o herniado, ningún descendiente de Aarón que tenga algún defecto" (Lev 21,18), puede ser sacerdote.

         En todas las religiones, incluida la católica, se ha exigido que el oferente no tenga defecto físico alguno. No sólo el oferente, sino también la ofrenda tenía que ser perfecta, sin mácula alguna, pues tanto el uno como la otra se relacionan con el absolutamente perfecto que es Dios. 

"No ofreceréis animal defectuoso,

pues no sería aceptado...

Nunca ofrecerás al Señor animal ciego,

cojo o mutilado" (Lev 22,20-22). 

         La minusvalía era considerada como un castigo de Dios por el pecado, pues nada de lo que acontece al hombre puede escapar al poder de Dios: "¿Quién ha dado al hombre la boca, y quién le hace sordo y mudo, vidente o ciego. ¿No soy yo, el Señor?" (Ex 4,11).

         Los ángeles del Señor dejaron ciegos a los sodomitas (Gn 19,11); el Señor, a instancias de Eliseo, dejó ciegos a los sirios que querían apresar al profeta (2 Re 6,18); Pablo hirió de ceguera al mago Elimas por oponerse a su mensaje (He 13,10-11). El pecador estaba asimilado al ciego, no encuentra su propio destino, "porque ha pecado contra Dios" (Sal 1,17), "anda en tinieblas y no sabe dónde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos" (1 Jn 2,11).

         Hay acciones indignas y cobardes, que nunca se deben hacer con los discapacitados: "No insultarás al sordo, ni pondrás obstáculo delante del ciego" (Lev 19,14), pues uno y otro no pueden defenderse ni dar la respuesta adecuada al agresor. Son seres indefensos, en cuya defensa sale Yahvé. Entre las doce maldiciones, que había que proferir cuando llegaran a la tierra prometida, figuraba: "Maldito el que desoriente al ciego en su camino" (Dt 27,18). Ejemplo de solidaridad con los minusválidos fue Job: "Yo era ojos para el ciego y pies para el cojo" (Job 28,15). Ahí está el camino santo; esa es la mano caritativa que se debe extender siempre. 

El Maestro de Nazaret

         Jesucristo, que "da la vista a los ciegos y endereza a los que ya se doblan" (Sal 146,48), que es la luz del mundo (Jn 8,12), la luz de todos los hombres (Jn 1,9) y de todas las naciones (Lc 2,32), tiene como misión "abrir los ojos de los ciegos" (Is 42,6-7): "Decid a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen" (Mt 11,4-5).

         Jesucristo realiza las obras que los profetas habían asignado al Mesías (Is 35,5-6;61,1), lo que significa que Él es el Mesías. Aparte de las muchas curaciones colectivas, los evangelistas refieren curaciones concretas de ciegos: Bartimeo, que pedía limosna cerca de Jericó (Mc l0,46-52), dos ciegos en Galilea (Mt 9,27-31), otro ciego y mudo también en Galilea (Mt 12, 22-23), un ciego en Betsaida (Mc 8,22-26), dos ciegos en Jerusalén (Mt 21,14 y Jn 9); con ello quieren poner de relieve la ceguera de los fariseos, de la que no querían salir, en contraste con las masas populares que "se maravillaban al ver a los mudos hablar, a los mancos sanos, a los cojos andar y a los ciegos ver (Mt15,31). Y ello ocurría con los ciegos, y también con los cojos (Mt 15,30; 21,l4; Lc l4,21), con los sordos y con los mudos (Mt 9,32; 11,5; Lc 7,22; 11,14; Mc 7,32.37; 9,17.25).

El cristiano, como Jesús, así debe de actuar, siempre al lado del débil, del pobre: "Cuando des un banquete, invita a los pobres, a los impedidos, a los cojos, a los ciegos, y así serás dichoso" (Lc 14,13). Pero, ¿dónde hay un cristiano, uno siquiera, que haga esto?

         Estas incapacidades físicas tienen un sentido simbólico referido a las deficiencias espirituales en aquellos que "oyen hablar y no comprenden, miran y no ven" (Is 6,10;Jn 12,4O), guías ciegos y guías de ciegos (Mc 15,l4), ciegos que tienen ojos y sordos que tienen oídos (Is 43,8), pero que no quieren ver la luz y escuchar las palabras del Señor. Frente a estas profecías, de carácter negativo, que se cumplieron en los tiempos mesiánicos, con la incredulidad de los judíos, Isaías tiene otras profecías de signo contrario: 

"Aquel día los sordos oirán la palabra del libro,

los ojos de los ciegos verán

sin tinieblas ni obscuridad" (Is 29,18).

"Se abrirán los ojos de los ciegos,

y los oídos de los sordos se abrirán.

Saltará el cojo como un ciervo,

la lengua del mudo gritará de júbilo" (Is 35,5-6).        

Jesús es la luz  

         El texto del milagro sobre el ciego de nacimiento (Jn 9) es una pieza literaria perfectamente estructurada, que tiene, como centro de gravitación, la revelación de que "Jesús es la luz". Se detalla el itinerario progresivo de un hombre hundido en las tinieblas que es iluminado y tras acceder, por vez primera, a la maravilla de la visión física, pasa a la más maravillosa aún, de la visión espiritual; como contraposición, se presenta el paso regresivo de unos hombres que se creen en posesión de la luz plena y, por un proceso a la inversa, van perdiendo la visión, hasta quedarse completamente ciegos. La narración comienza con un ciego que ve (Jn 9,1) y termina con unos hombres que veían y que se quedan ciegos (Jn 9,41). Y es que la luz puede servir, para hacer ver a los que no ven y para cegar a los que ven.

         El interés se centra en un diálogo cada vez más animado y vivo, lleno de preguntas y respuestas, cuyo protagonista principal es el ciego y que tiene siempre como punto de referencia a Jesucristo. Es el proceso del ciego que va desde la obscuridad a la verdad plena: ¿Quién te ha abierto los ojos? El hombre que se llama Jesús (9,11)… ¿Crees en el Hijo de Dios? Creo, Señor (9,38). La fe avanza de modo ascendente: Este hombre se llama Jesús; Jesús es un profeta; Jesús es de Dios; Jesús es Dios y termina adorándolo.

         En contraposición está la pérdida de la fe de los fariseos: En su primera pregunta al ciego, están dispuestos a aceptar el milagro: "¿Cómo puede hacer milagros un pecador? (9 15-16). En su segunda pregunta a los padres del ciego, manifiestan sus dudas en el milagro y piensan que el ciego no lo era de nacimiento (9,19). En su tercera pregunta al ciego, niegan rotundamente el origen divino de Jesús (9,26-29). El ciego se declara ignorante por tres veces: No sé, donde está Jesús (9,12). No sé, si es pecador o no (9,25). ¿Quién es el Hijo del hombre, para que crea en él? (9,36). 

         Los fariseos se declaran sabios también por tres veces: Sabemos que Jesús no es un hombre de Dios (9,16). Sabemos que Jesús es un pecador (9,24). Sabemos que a Moisés le habló Dios, mientras que de Jesús hasta se desconoce su origen (9,29). 

         La cuestión está muy clara. Jesucristo, luz del mundo, ha venido a iluminar a los que viven en tinieblas y a hundir en la obscuridad a los que se creen instalados en una región perfectamente iluminada, rechazan la luz, se enfrentan cara a cara con ella y, en consecuencia, se quedan ciegos. Jesucristo revela el misterio de la salvación a los sencillos y a los ignorantes, mientras que los importantes y los que se creen sabios se ven privados de ella. El ciego termina adorando al señor (9,38) y entra en el reino de la salvación; los fariseos siguen instalados en el pecado y la soberbia, y caen en la perdición.

         Y es que Jesucristo "ha venido a este mundo para un juicio, para los que no ven, vean y los que ven se queden ciegos" (Jn 9,59). Su venida provoca un juicio, en el que cada cual es juez y parte, uno autodicta su propia sentencia, en razón de aguzar la vista o cerrar los ojos, de aceptar la luz o de rechazarla, de creer o no creer. Por una parte, están los invidentes, los que tienen conciencia de su ignorancia, de su carencia de visión, de su salud, de su falta de fe en Jesucristo y que van a recibir el don de la fe, de la salvación. Y por otra, están los videntes los que tienen conciencia de su sabiduría y de su salud, los que no necesitan ser curados, los que, por eso mismo, se quedarán definitivamente ciegos, al no querer salir de su ignorancia y de su incredulidad.