Los desechados

II. La lepra

Autor: Camilo Valverde Mudarra  

 

 

Los diez leprosos  

         Hay quien opina, que la curación de los diez leprosos (Lc 17,11-19) es una parábola que enseña las cualidades, que debe tener la oración: Humildad, súplica, agradecimiento.

         Los leprosos solían hallarse en grupos. Las desgracias comunes aúnan corazones. Mientras que la riqueza y la bienandanza fomentan el egoísmo y el distanciamiento, la pobreza y la desventura favorecen la generosidad y la unión. No pocas familias desunidas y amigos alejados, ante la desgracia de un miembro familiar o de un amigo, se unen y se acercan para siempre. El infortunio logra unir a personas distanciadas, lo que no llegan a originar la razón y el sentido común. Aquí se ha dado la conexión de dos enemigos irreconciliables, judíos y samaritanos. Sin duda, el sufrimiento compartido se aminora.

         Estos leprosos, fieles cumplidores de la ley (Lev 13,45), se mantienen a distancia de Jesucristo y le piden a voces la salud. Lo hacen en plural: "Ten compasión de nosotros".Todos piden para todos. Todos ellos constituyen una comunidad perfecta. Lo que cada uno desea para sí, lo desea también para los demás. Cumplen la regla de oro del evangelio (Mt 7,12). Además, un grupo unido hace más fuerza, que uno solo. La plegaria en común es más eficaz.

         Jesucristo los envía a los sacerdotes, como estaba mandado; cuando iban de camino, quedaron curados. Los curó su fe. Confiaron en Jesucristo e hicieron lo que les mandaba. Todos se curaron, pero sólo volvió uno a darle las gracias, un samaritano. Se explica, pero no se justifica, como algo normal el que los demás, llenos de gozo, fueran corriendo a sus casas, a dar un abrazo a sus familiares. Pero, también hubiera sido oportuno ir a dar gracias a Jesús. Recurrimos a Dios cuando nos encontramos en aprietos, y, cuando salimos del problema, lo olvidamos con enorme facilidad.

         Jesús alaba la fe del rechazado y del odiado, del samaritano. Si de bien nacidos es ser agradecidos, el samaritano, considerado por los judíos como maldito, era un bien nacido. Jesús pone de relieve el agradecimiento de uno y la ingratitud de los otros:  

"¿No han quedado limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve? No hubo quien volviera a dar gracias a Dios, sino este extranjero. Y le dijo: "Levántate, anda, tu fe te ha salvado". 

         El samaritano ha obtenido la salud del cuerpo y del alma, la salvación plena. El diez es un número simbólico que indica plenitud. Aquí significa que son muchos los que reciben el beneficio de la salud, pero pocos -sólo uno- los que son agradecidos. Ya, en el plano espiritual, puede significar también que muchos son los llamados -todos los judíos- y pocos los escogidos, pocos los que entraron por la puerta estrecha, pues pocos fueron los judíos que entraron en el reino que Jesucristo predicaba. Regresó únicamente el extranjero, igual que el extranjero Naamán regresó también a dar gracias al profeta Eliseo (2 Re 5,15).

         Al curar la lepra, Jesús triunfa sobre la enfermedad más grave y peligrosa y la más temida, con lo que queda de manifiesto su poder sobre el pecado y sobre sus consecuencias. En último análisis, manifiesta su poder contra el Diablo. Al curar a los leprosos y reinsertarlos en la sociedad, está declarando que ya no hay puro e impuro; que toda discriminación es injusta; que Él ha venido a establecer un reino, en el que todos gozan de los mismos derechos y tienen los mismos deberes. Es tal la compasión que tiene con los leprosos, que cuando envía a sus discípulos a evangelizar, les da, entre otras, estas instrucciones: "Curad a los enfermos..., limpiad a los leprosos" (Mt l0,8). Con decir "curad a los enfermos" hubiera bastado.

         Una última consideración: Si la lepra es símbolo del pecado, ¿por qué el Siervo de Yahvé está herido con la llaga de la lepra? (Is 53,3-12). Porque, igual que Jesucristo en la cruz, se ha cargado con los pecados de toda la humanidad. Sus llagas son la expresión, la marca de nuestras llagas, el estigma de nuestros pecados. Él se ha hecho pecado, para destruir el pecado y se ha hecho leproso para limpiarnos a todos. 

En la actualidad  

         No se dice, no es noticia. En el mundo, hay unos quince millones de leprosos, prácticamente abandonados. Pareciera que, siendo una dolencia erradicable, se espera les llegue la muerte cuanto antes; y es que es preciso y urgente, que los pueblos desarrollados tengan la voluntad de extirparla. Los leprosos, recluidos en su reducto, lejos de la sociedad, van perdiendo a trozos su cuerpo, como macabro desguace, convertidos en cementerios vivos. La sociedad en general ni siquiera está enterada de este drama.

Cada año aparecen en el mundo unos 600.000 casos de lepra en las zonas más pobres: La India, Indonesia, Nigeria, Brasil. En España, hay unos dos mil leprosos; en el sanatorio alicantino de Fontiles, se cuentan unos trescientos. La mayoría de los afectados españoles están en zonas chabolistas de la Andalucía Oriental, sobre todo en la provincia de Jaén.

         La lepra es la enfermedad, entre las infecciosas, menos contagiosa. El 95% de la población europea es inmune al bacilo de Hansen, y el otro 5%, para llegar al contagio, tendría que llevar un contacto íntimo con leprosos, y, además, vivir en condiciones de promiscuidad, falta de higiene y hacinamiento.

            El SIDA es, se puede decir, la lepra de nuestros días, más que una enfermedad, es una muerte física, personal y social. La sociedad sitúa en el límite, a estos pacientes, porque el SIDA produce miedo, temor al contagio, como enfermos infectos, semejantes a los leprosos de la antigüedad, señalizados, apartados de la vida común, anunciadores a gritos de su propia repulsa. El SIDA es la enfermedad de los pobres. De los 23 millones de personas que la padecen, el 94% vive en el mundo subdesarrollado. Es una enfermedad debida a una conducta reprochable y reprobada la sociedad. El enfermo es un desprestigiado, produce un doble rechazo, por la enfermedad y por el origen de la misma; se ve rechazado por casi todos, a veces hasta por sus familiares más cercanos, suele morir en el abandono (Sal 22,2).

El enfermo, toda enfermedad grave, que conduce a la muerte, evoca la epifanía de la cruz de Jesucristo, que murió en el desprestigio, en deshonor, fue un desechado; atrapado y llevado a una muerte humillante y vergonzosa, la más horrenda que podía infligirse a los condenados.