Los desechados

I. La lepra

Autor: Camilo Valverde Mudarra  

 

 

         La lepra merece un capítulo aparte. En la antigüedad, era una enfermedad más, pero no una enfermedad cualquiera. Era la enfermedad sobresaliente, la más grave, la más temida, por ser la más repugnante y contagiosa. El Levítico (Cap. 3-15) denomina con el nombre de lepra diversas enfermedades de la piel: llagas, pústulas, úlceras, eccemas. El diagnóstico corría a cargo de los sacerdotes que lo hacían simplemente por las apariencias: 

"Cuando alguno tenga sobre la piel una inflamación, una pústula o una mancha reluciente será llevado al sacerdote... Si los pelos de la parte afectada se han vuelto blancos y la llaga es más profunda que el resto de la piel, es llaga de lepra. Una vez examinado, el sacerdote lo declarará impuro" (Lev 13,2-3). 

         El diagnosticar únicamente por las apariencias, suponía ciertamente la indefinición de la enfermedad real. De hecho, la afección considerada "lepra", muchas veces, se curaba por sí sola, sin emplear remedio alguno, lo que permite pensar que la estimación era errónea. La verdadera lepra sólo se curaba con un milagro, tal y como en el A.T., aconteció con Naamán (2 Re 5) y se narra en el N.T. Podemos afirmar que la lepra descrita en el Lev 13,1-59 no es la actual enfermedad de Hansen. Se trataba, en general, de enfermedades dermatológicas repugnantes y contagiosas.

         La lepra podía, producto de las escasas condiciones higiénicas, se decía estar también en las paredes de la casa. Si el sacerdote así lo apreciaba, la casa era declarada impura y no podía habitarse, para no contraer la impureza. Había que arrancar las piedras afectadas y tirarlas en un lugar impuro, en el basurero, fuera de la ciudad, reponerlas, raspar bien las paredes y tirar el polvo al basurero. Si a pesar de todo, seguían apareciendo manchas en las paredes, se derribaba la casa (Lev 14,34-45). Podía impregnar igualmente los vestidos, por lo que tenían que ser quemados (Lev 13,47-52).

         Los judíos llamaban a la lepra sara'at, azote, castigo de Dios, por el pecado cometido. Es la sexta plaga, con que Dios castiga a los egipcios (Ex 9,9-11). María, por haber murmurado de su hermano Moisés, el gran amigo de Dios, "el hombre de su confianza", fue castigada con la lepra (Num 12,1-5). El rey Ozías, por apropiarse funciones sacerdotales en el templo, recibió también el castigo de la lepra hasta el día de su muerte, de modo, que, en toda su vida, "estuvo excluido del templo del Señor" (2 Cron 26,16-21).

         La lepra es una de las maldiciones que azotarán a los israelitas que incumplen los mandamientos de la Ley de Dios (Dt 28,27). La  ley de Moisés excluía de la comunidad a los leprosos, por ser impuros y por el peligro de transmisión de su impureza. El leproso tenía que vivir fuera de la ciudad, en espacios despoblados y si veía a alguien, que se le acercaba, tenía que gritar: "tamé, tamé, impuro, impuro", para ahuyentarlo de él; así como, ir vestido con andrajos, para señalar mejor su presencia: "El leproso andará harapiento, despeinado, la cara medio tapada y gritando ¡impuro, impuro!" (Lev 13,45).

         Podía ir a la ciudad a pedir limosna, pero siempre alejado y a distancia de la gente. Era un muerto en vida, un muerto viviente, su vida era un vivir muriendo; un muerto social, un excluido, condenado a vivir en soledad; un muerto religioso, porque no podía participar en el culto con los demás fieles, sino apartado; era considerado un gran pecador (Num 12,9-15; 2 Re 15,5; 2 Cron 26,19-21).

         Los evangelios relatan dos curaciones de leprosos, la individual (Mc 1,40-45; Mt 8,1-4; Lc 5,12-16) y la de un grupo (Lc 17,11-19). 

Un leproso (Mc 1,40-45) 

         El leproso se salta la ley de Moisés, se acerca a Jesucristo y se pone de rodillas ante él, en actitud suplicante y conmovedora, propia de quien se encuentra en un gran aprieto, para urgir y apremiar más a Jesucristo con su petición: "Si quieres, puedes limpiarme". Y "Jesucristo compadecido extendió la mano, lo tocó y le dijo: Quiero, queda limpio".

         Al tocar al leproso, Jesucristo quedó contaminado de impureza legal, por lo que ya no pedía andar en sociedad, en las ciudades; quedaba impuro, como un leproso, alejado de la ciudad, en lugares despoblados y solitarios; poro aún así, las gentes acudían a él de todas partes (Mc 1,45). Jesucristo toca al leproso, aunque estaba prohibido por la ley (Lev 14,16), porque él estaba por encima de la ley; porque no temía el contagio; porque así acogía al leproso y le agradecía la humildad y la fe que le había mostrado, llamándolo "Señor", es decir, Dios; porque la caridad lleva, ante todo, a la solidaridad, de modo, que Jesús se hace leproso e impuro con el leproso impuro.

         Lo manda a presentarse al Sacerdote, el único que podía testificar oficialmente que ya estaba curado y, por tanto, podía reincorporarse a la vida pública, en la convivencia humana. Lo hace también, para que se vea que cumple con los requisitos de la ley, que así lo mandaba; para que los sacerdotes cayeran en la cuenta de que el Mesías ya había llegado, pues en Él se cumplían las profecías de Isaías (Is 35,5; 29,18; 61,1). Una de las señales que Jesucristo da a los emisarios de Juan Bautista de que Él es el Mesías y de que ya no hay que esperar a otro, es esta: "Los leprosos quedan limpios" (Mt 14,5).

         Por tres veces, aparece en el relato el verbo kazariseis que se emplea en el N.T, con una doble significación: Limpiar en el sentido físico, lavar (Mt 8,2-3; 11,5; 23,25; Lc 4,27; 17,14,17). Y limpiar en sentido espiritual, equivalente a perdonar los pecados (He 15,9; Ef 5,26; Tit 2,14; Heb 9,14.22.23;10,2; 1 Jn 1,7-9). En algunos textos, tiene las dos significaciones: limpiar física y espiritualmente (2 Cor 7,1; Sant 4,8), en nuestro caso también las tiene, el leproso quedó limpio de cuerpo y alma.

         Limpiar es, por consiguiente, perdonar los pecados, purificar, limpiar íntegramente al hombre. A eso vino Jesucristo, a liberarnos de todas las enfermedades, las del cuerpo y las del alma, a liberarnos de toda esclavitud, material y espiritual, si nos quedamos sólo con lo físico o con lo espiritual, rompemos el mensaje cristiano.

         Jesucristo despide al leproso "profundamente conmovido" -embrimesámenos-. Antes ha dicho que "compadecido" -splanjniszeis- (enternecido o, tal vez, "airado", como algunos traducen), lo cura. Lo mira y atiende profundamente conmovido, estremecido, entrañablemente conmocionado, o indignado. Y esto, ¿por qué? Unos dicen que la causa de su indignación es el leproso mismo, que transgredió tan fuertemente la Ley, puesto que tan fuertemente había sido castigado. Pero eso no es lo que Jesucristo piensa de la enfermedad. Lo más probable es porque Jesucristo se enfrenta con la muerte y con su autor, Satanás. En Jn 11,13, ante la muerte de Lázaro, se dice también que "se estremeció", que quedó "profundamente conmovido" (también allí se enfrenta con la muerte), o como, al celebrar la última cena, "profundamente conmovido, dijo: Os aseguro que uno de vosotros me entregará" (Jn 13,21), momento en que se enfrenta definitivamente con la muerte. Son batallas que a lo largo de la vida ha ido librando con el enemigo número uno del hombre, la enfermedad, la muerte, Satanás. Puede ser también que estuviera profundamente conmovido por el trato tan inhumano y tan cruel que se infería a los leprosos. Hay, por fin, otra interpretación: que Jesucristo despidió "indignado" al leproso, pero esto no es posible. Esa indignación se refiere a Satanás, autor de la enfermedad, por serlo del pecado. Jesucristo indignado, lleno de ira, despide a Satanás, causa de la lepra, le conmina a que se vaya, a que deje libre a aquel desgraciado. Despidió, no al leproso, sino al Diablo, porque Jesucristo no quiere la enfermedad, ni el dolor, ni la muerte. Su camino, su mensaje es la infinita misericordia, la inmensa compasión por el hombre y su desgracia que es la falta de fe, esperanza y caridad, caridad de Charitas, Amor. Dios es Amor (1 Jn 4,8).