Los desechados

II. Los enfermos

Autor: Camilo Valverde Mudarra  

 

 

Inocente

 

         Frente a la tesis tradicional -el enfermo es un pecador- ya en el A. T. aparece la doctrina del enfermo inocente. Esta es la tesis del libro de Job, como ya hemos visto. Un hombre azotado por enormes desgracias y víctima de una espantosa enfermedad que jura y perjura que es inocente. Y lo es, pues así lo confirma el mismo Dios que da la razón a Job y se la quita a sus amigos que le acusaban una y otra vez de pecador (Job 42,7). El sufrimiento no necesariamente es vindicativo; podrá serlo alguna vez, pero lo que es siempre, es medicinal, debe servir, para provocar la conversión, la vuelta a Dios. Y si ya se está en Dios, para acercarse más a él, para ser más suyo.

         No es sólo Job el justo sufriente, hay otros muchos hombres y mujeres, justos también, probados por la enfermedad, de los que Tobías puede ser el paradigma de lealtad a Dios en medio del sufrimiento (Tob 2,6; 12,13). Aunque el modelo único será siempre el Siervo Doliente que carga con todas las enfermedades de los hombres (Is 53,4).

 

Un misterio

 

         Nadie puede decir que la enfermedad es un castigo de Dios, ni que es algo que Dios manda, para que el hombre se convierta. Entre otras cosas, porque hay muchos enfermos que no necesitan convertirse. Incluso nadie puede afirmar que es un instrumento del que Dios se sirve para probar a sus leales, para reafirmarlos en la fidelidad y para que crezcan en la virtud.

         La enfermedad es un misterio. Job pregunta a Dios por la razón de su enfermedad que no alcanza a comprender y Dios le responde preguntando. ¿Conoce él las leyes que rigen la marcha del mundo? ¿Conoce el inmenso misterio que es el cosmos? No lo conoce. Pues una pequeña parte de ese misterio incomprensible es el sufrimiento, el dolor, la enfermedad. El sufrimiento no se explica. Dios no ha querido explicarlo, tal vez, porque la mente humana es incapaz de comprender la explicación. El sufrimiento se siente y se asume, como algo natural e inevitable en la vida del hombre, que tiene "un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para llorar y un tiempo para reír" (Qo 3,2.4), algo que hay que ir haciendo en el momento debido.

 

Penosa situación

 

         La enfermedad lleva consigo el alejamiento de la sociedad, de la que el enfermo es, con frecuencia, un excluido. Si la enfermedad es grave y prolongada, el enfermo corre el peligro de hundirse en la más espantosa soledad. Le abandonan todos, hasta los amigos íntimos. No es infrecuente que los propios familiares se cansen de tanto sufrimiento, sobre todo si la enfermedad es infectocontagiosa. ¡Cuántos enfermos del SIDA están plenamente marginados y rechazados, no sólo por las instituciones del Estado y por la misma sociedad, sino por sus allegados! Esta es la situación en que se encontraba Job: (Job 19,13.14.17).

         Entre los muchos salmos de los enfermos (Cf  6,32,38,39,88 etc.), tal vez sea el 38, tercer salmo penitencial, el que mejor expone la realidad dolorosa de la enfermedad. El enfermo describe el lamentable y repelente estado en que se encuentra, con un pie ya en la sepultura:

 

"Mis heridas apestan y supuran,

cabizbajo, totalmente abrumado,

todo el día estoy triste,

el gemir de mi corazón se hace un rugido,

las fuerzas me abandonan,

hasta la luz de mis ojos he perdido.

Mis compañeros, mis amigos, se alejan de mis llagas,

hasta mis familiares se mantienen a distancia" (38,6-12).

 

         El enfermo está sumido en desasosiego permanente:

 

No tengo calma, no tengo paz,

No hallo descanso,

sólo la turbación me invade" (Job 3,26).

"La angustia me aturde, el espanto me ciega,

mi corazón me falla, el terror me sobrecoge" (Is 21,4).

 

         Lo más angustioso es el dolor del alma:

 

"Se consumen de tristeza mis ojos,

mi alma y todas mis entrañas;

mi vida se consume de tristeza,

los gemidos acaban con mis años" (Sal 31,10-11; 102,8).

 

         La soledad y el insomnio, la angustia y la tristeza, el miedo y el terror, son crueles compañeros de la enfermedad. No es nada extraño que estos enfermos, "cansados de la vida", hartos de vivir sufriendo, prefieran la muerte, como la prefería Job y el mismo Jeremías, que hasta llegan a maldecir el día en que nacieron (Cf Job 3,3; Jer 20,14).