Evangelio de San Mateo

La ley de Dios

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

           Es un asunto de gran importancia, por la necesidad de fijar la actitud doctrinal, frente a la interpretación del judaísmo que hacían los rabinos. Cristo no vino a derogar la Ley y los Profetas, sino a perfeccionarla, a llenarla de contenido nuevo en su cumplimiento. El que quebrante uno de los preceptos y, además, enseñe así a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos. También los rabinos destacaban su obligatoriedad, pues todos habían sido dados por Dios. En esta materia de cumplimiento con lo mandado, se debe considerar la doctrina demasiado importante del Sermón del Monte junto a los preceptos de la Ley y los refrendados por Jesús en el Evangelio: “habéis oído… pero yo os digo..”.

            La referencia al ojo derecho y la mano derecha (Mt 5,29), evidencia que nada hay más importante que vivir según la enseñanza de Jesús. El discípulo debe estar dispuesto ante todo a reflejar, en su vida, la perfección del Padre Celestial.

 

1. Amor a los enemigos (Mt 5, 43-48) Lv 19 18; Lc 6 27-28.32-36; Rom 12 20; Ex 23,4-5.

 

       Aunque ya hemos tratado del amor, materia del primer mandamiento, haremos alguna referencia al amor a los enemigos.

 

 Habéis oído que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen…Vosotros sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.

 

            De nuevo, Cristo cita lo que leyeron en las lecturas y oyeron en las expli­caciones sinagogales: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemi­go». La primera parte de esta sentencia se encuentra formulada así en la Ley (Lev 19,18), pero la segunda, «odiarás a tu enemi­go», no se halla en ningún escrito bíblico, ni rabí­nico.

            En la Ley, se preceptúa el amor al prójimo (re'a); pero éste es sólo el judío (Ex 23,4; Prov 25,21.22). En algunos pasajes, se reco­mienda y manda amar también al «peregrino» (ger) (Lev 19,34), pero el contexto hace ver que no es el transeúnte, sino el advene­dizo afincado habitualmente entre el pueblo judío e incorpo­rado a él.

            La Ley ordenaba positivamente el exterminio de diversos pueblos idólatras, los amalecitas, ammonitas, moabitas, madia­nitas, cananeos (Núm 35,31), y hasta imponía la prohibición de aceptar compensación pecuniaria por el rescate de estas gen­tes (Núm 33,31). El salmista exclama: «¿Cómo no odiar, ¡oh Yahvé!, a los que te odian? ¿Cómo no aborrecer a los que se levantan contra ti? Los detesto con odio implacable y los tengo por enemi­gos míos» (Sal 139,21.22).

            Con sentido de síntesis ambiental, en el «Manual de disci­plina» de Qumrán, (1,4-9), se lee «Amar a todos los hijos de la luz... y aborre­cer a todos los hijos de las tinieblas». Lo mismo se encuentra en los «Salmos de Salomón». Desde el precepto positivo de amor al prójimo judío, se aprecia que, del silencio del amor universal al prójimo y de la legislación posi­tiva de exterminio de ciertas gentes, se vino a concluir, ilógica, pero prácticamente, que no había obligación de amar a los que no eran judíos.

            La literatura rabínica refleja muy bien el ambiente que indican las palabras de Cristo. Así se ve en el comentario del Levítico (19,18): «Amarás al prójimo, no a otro (alienígenas); amarás al «prójimo», pero no a los samaritanos, alienígenas, prosélitos (no conversos)». Al respecto, tras el estudio de la literatura rabínica, hay quien resume así sus conclusiones: «La sinagoga, en tiempo de Jesús, entendía la noción de prójimo en un sentido tan estre­cho, como en el A. T.; sólo el israelita era prójimo; los otros, es decir, los no israelitas, no encajaban bajo este concepto». Y así admiten que estas palabras de Cristo «debían de ser en aquella época una máxima popular, a la que los israelitas acomodaban, en ge­neral, su actitud con respecto al amigo y al enemigo». Y, en la Mishná, se lee: «Estos dos mandamientos conciernen a los hijos de tu pueblo, pero tú puedes ejercer la venganza y el rencor contra los otros» (los extranjeros). Dar muestras de amor al que las dio de odio, no era procedente (2 Sam 19,8). La expresión «y odiarás a tu enemigo» es una aclaración ambiental a la primera parte, y que, acaso, puede ser obra del kérygma o del evangelista, según su «fuente». Tal vez, la segunda parte de la sentencia de Cristo podría entenderse en un sentido más restringido. «Esta expresión for­zada de una lengua pobre en matices (en su original arameo) equivale a tú no has de amar a tu enemigo». Así, para indicar que antes de nacer Dios eligió a Jacob y no a Esaú, se dice: «Amé a Jacob, pero odie a Esaú» (Rom 9,12; Mal 1,3).

            Fcerster aduce que aquí el «enemigo» es el perseguidor de la comunidad «eclesial» primitiva, fundándose en que el término «enemigo», en los LXX designa, con frecuencia, los que son hostiles al pueblo de Dios (Sal 31,7;139,21; etc); y las palabras relativas a las «persecuciones» se empleaban normalmente, en el siglo I, para referirse de las persecuciones religiosas (cf. 2 Tes 3,15; Rom 5,10; Col 1,21; Sant 4,4). No se puede olvi­dar el Sitz im Leben tan concreto de las comunidades cristianas, en las que nacen -reflejando y resolviendo sus problemas­ a su entender- los Evangelios.

       Jesucristo da su enseñanza particular: «Pero yo os digo...» Y el amor al prójimo llega hasta amar a «vuestros enemigos», que, en contra­posición al judío, son todos los no judíos, todos los hombres (v.47). Y abarca todo el perdón de las ofensas per­sonales con verdadera amplitud, pues manda «orar» por los mis­mos que «os persiguen». El judaísmo no alcanzó este orden moral.

       En Mt, se pueden percibir dos planos: el histórico, con el que se señalan los enemigos raciales, perseguidores de los que entraban en el reino de Cristo, y la doctrina «etizada» de Mt, que indica la conducta propia de la vida cristiana cotidiana.

     La razón que Cristo expresa, para exigir este amor al enemigo, tiene un doble fundamento:

            a) «Para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cie­los». La misericordia es esencial a Dios y se desborda, infinita y benéfica, sobre todos los hombres, buenos y malos. Todos reciben el beneficio del sol y de la lluvia, de valor incalculable en la seca tierra oriental.

            Así, en cuanto el hombre, no odia, sino que ama a sus enemi­gos por caridad, imita y participa de la bondad indistinta y universal de Dios, que establece en ellos una nueva y especial relación con el Creador. Este es, en semita, el concepto de filiación: hijos de Dios, como se es «hijo de la luz». Los hombres son «hijos del Padre Nuestro, de todos, que está en los cielos».

            b) «Pues si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa ten­dréis?» Aquí, se impone la novedad necesaria de una conducta de amor, que llega a los «publicanos» y «gentiles», a quienes los judíos detestaban. El motivo es este amor a Dios, a quien hay que imitar en la grandeza y anchura de amar. Tal conducta de amor cristiano a los enemigos tiene su pre­mio en justicia. Se basa en la sentencia del Señor: «Sed, pues, perfec­tos, como vuestro Padre celestial es perfecto». La palabra griega «perfectos» en hebreo, temimim, significa, en sus diversas formas, perfección, justicia. Pero esta palabra, en el contexto de Mt, exige la perfección en este caso concreto. La «perfección» que se pide es la benevolencia y el amor a los enemigos, por lo que, en el estilo helenístico de Lc, se traduce con el sentido amplio del término «misericordiosos».

            La enseñanza de Cristo es de enorme profundidad: el cristiano ha de actuar e imitar, en el modo de vivir, al Padre Celestial, exponente cristiano de toda perfección. La Doctrina de los Doce apósto­les (I,3) da una interpretación errónea en este punto: «Amad a los que os aborrecen», y añade: «Y no tendréis enemigos» Pero expresado así no conlleva la perfección, sino el egoísmo o mera política.

Ampliando el ejemplo anterior, Mateo explica el alcance y el fundamento del amor cristiano. Es un amor que no puede quedar reservado al círculo de los más cercanos, a los de mi grupo o a los que me quieren, sino que alcanza incluso a los enemigos. Es un amor sin fronteras y sólo puede entenderse como expresión del amor de Dios, que es amplio, para todos entero, dadivoso, sin cortapisas. Los discípulos deben de amar así, porque, de ese modo, es como ama Dios. Este será su deber primero, y ese, su distintivo.

Las palabras finales resumen magníficamente lo que signifi­can estas enseñanzas: los discípulos deben vivir con la mirada puesta en Dios, pues están llamados a manifestar en su vida la perfección de Dios, y no pueden poner topes ni barrenas al amor.

 

2. Valoración cristiana del segundo precepto del Decálogo 5,33-37

 

"También habéis oído que se dijo a los antiguos: No perjura­rás, antes cumplirás al Señor tus juramentos. Pero yo os digo que no juréis de ninguna manera…”

 

            El hábito frecuente de hacer juramentos había llegado a ser abusivo en Is­rael, precisamente, no por el perjurio (Ex 20,7; Dt 5,11; Núm 30,3), sino, por deducir de una casuística inverosímil (Núm 30,3) que todo lo que se hiciese bajo voto era mejor, pues tenía así un valor de acto religioso. Se juraba por Dios (ha'Elohim), por el cielo, metonimia por Dios; por el Todopoderoso (Gheburtá), por el templo, por «esta morada»,  como sinónimo; por el altar, por la Alianza, por la Thorah (la ley), por la Consolación de Israel (Mesías). Y, en forma negativa: «yo (juro) que no quiero ver la Consolación de Israel si...» (hago o sucede tal cosa); o «Yo (juro) que quiero ver muertos a mis hijos si... Dos trata­dos de la Mishná -Shebuotla (juramentos) y Nedarin (votos) se dedican a reglamentar todo eso, mediante una casuística reglamentada.

            Esta íntima necesidad de apoyar la propia palabra con un juramento, como era costumbre entre los judíos, implica un sentido interior de desconfianza. Sin embargo, la inauguración del Reino establece, en el corazón, un exigente ámbito de sinceridad, que convierte en innecesario el apoyo y cualquier aval o prueba. En este espíritu, la afirmación o negación de la boca ha de corresponder a la que nace dentro del alma.

            En concreto, declaraban la inva­lidez de aquellos que no tuviesen expreso el nombre de Dios, aunque se hicieran a Dios. Y, ante esta proliferación de irre­verencia y laxismo, Jesucristo, defendiendo el nombre y el honor de Su Padre, prohíbe, taxativamente, jurar: «No juréis de ninguna mane­ra». No es que lo excluya en absoluto, pues El mismo respon­derá ante la «conjuración» que, por Dios, le dirige Caifás, sino que, rotundamente, expresa su postura contra el laxismo.

       En segundo lugar, muestra algunos juramentos, como modelo y más frecuen­tes, que se hacían por las criaturas, para destacar que, en ellos, está Dios y que por eso se utilizaban: «Ni por el cielo», pues es la morada de Dios; allí está «el trono de Dios» (Is 66,1); «ni por la tierra», pues también en ella está Dios, y es, como decía el profeta, «escabel de sus pies» (Is 66,1). Se lee en el Talmud: «Si alguno dice (en juicio): Yo os conju­ro, o yo os obligo (por juramento), son culpables (si no cum­plen el testimonio a que se les obliga). Pero si dicen solamente: Por el cielo y por la tierra, quedan libres (de la obligación de res­ponder al testimonio que se les pide). Si se los conjura por el Nombre Divino, sea por las letras Ad o Yah, o por los atributos divinos, etc., son culpables», si no responden a la conjuración que se les hace. Cristo censura aquí un juramento que era espe­cialmente valorado por los rabinos: «Ni por Jerusalén, pues es la ciudad del gran Rey», Dios, en la que puso su nombre. Por eso es la Ciudad Santa. «Ni por tu cabeza jures tampoco», pues, aún en este juramento, se incluía a Dios; estaba incluido al usar la palabra técnica «jurar», y porque ella es la representación del hombre, que está bajo el do­minio de Dios. Por eso, no puede cambiar, por decisión personal, ni el color de sus cabellos.

       En este ambiente de frivolidad religiosa, Jesucristo propone decir «sí, o no; todo lo demás no es aceptable, sobrepasa lo correcto, es malo». Hágase una afirmación o negación sin doblez. La epístola de Santiago, ha­blando del juramento, interpreta el sí y el no en este sentido (Sant 5,12). Y en la Mishna se lee: «Decid al sí, «sí», y al no, «no». Este sentido salva el honor de Dios; y revaloriza la dignidad y lealtad del hombre.

            El añadir «todo lo que pasa de esto (de decir sí o no) pro­cede del mal» puede significar que procede del «mal» -de la mala condición de los hombres-, o del Maligno (diablo), en su obra de mal contra el Reino. Parece más probable la primera, pues no todo mal es obra actual del diablo. En la otra hipótesis, sería una alusión a Satán, que, al introdu­cir la mentira y el mal en el mundo (Jn 8,44), hizo necesaria, a veces, la garantía del juramento.

            De la redacción de San Mateo, no se desprende que se niegue la licitud del juramento en ocasiones. La fórmula rotunda de prohibición no es más que la hipérbole de un estilo oratorio y oriental.

A la situación de un abuso total, se le opone, en este estilo, una prohibición total. Pero la contraprueba de su licitud estriba en que Cristo responde a la «conjuración» que le hace Caifás, lo mismo que la palabra de San Pablo (Rom 1,9; 2 Cor 1,23; 11,31; Gál 1,20; Flp 1,8) y el ángel del Apocalipsis que «jura por el que vive por los siglos» (Ap 10,6), y, en fin, la práctica de la Iglesia.

           

3. La «Ley del talión» ante la moral cristiana. 5,38-42 (Lc 6,29-30)

 

         Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. "Pero yo os digo: No resistáis al mal; y si alguno os abofetea en la mejilla derecha, ponedle también la otra. (…) Dad a quien os pida y no volváis la espalda a quien os pide algo prestado”.

 

            La llamada «ley del talión», procedente de Roma, toma su nombre de la incorpora­ción a aquella cultura. Las primeras frases con que aparece citada se encuentran formuladas en la Ley (Ex 21,24.25; Dt 19,18.21). Es la ley vigente en Oriente en el tiempo bíblico, y la que rige en el código de Hammurabi. Esta legislación, tan extraña y chocante a la mentalidad moderna, tiene su origen precisamente en un espíritu de justi­cia y moderación. La injusticia privada fácilmente degenera en reyerta y luego en abuso, a prevenir y evitar ambos aspectos tendía la «ley del talión». Era la justicia tasada materialmente: «Ojo por ojo», pero no más que el equivalente material de la ofensa hecha; aunque, en la antigüedad, cabía la sustitución de esta tasa­ción concreta por una equivalencia en especie o dinero (Ex «Si membrum rumpit... talio esto» 21,26-35). Sin embargo, no es seguro, si en la época de Jesucristo regía la sustitu­ción pecuniaria o equivalente de la «ley del talión». En la literatura rabínica hay indicios de estar vigente estricta­mente esta ley, al menos en casos determinados. Josefo dice que se practicaba, si el agredido no aceptaba la compensación pecunia­ria. Y este principio es el que Cristo toma en su primitiva for­mulación, para preceptuar a sus discípulos un ancho espíritu de justicia, desbordada por la caridad.

            La justicia que viene a exponer Jesucristo no es la abolición de la justicia pública, necesaria para la existencia misma de la sociedad. Él mismo dijo: «Dad al César...»; y aconseja a sus se­guidores que cumplan sus obligaciones ante la justicia pública, lo contrario supondría hacer la vida «humana» imposible en multitud de casos. Y, así, lo corrobora con su ejemplo (Jn 18,22.23).

            Jesucristo, con una fórmula oriental, concreta, ex­tremista y paradójica, enseña el espíritu generoso de caridad que han de tener sus discípulos en la práctica misma de sus derechos de justicia. Por eso, al «ojo por ojo», dirá como te­mática paradójica de este espíritu de caridad: «No resistáis al mal», es decir, por el contexto, al hombre malo, al que causa el mal. Jesús ilustra gráficamente su pensamiento sobre este principio, que se sintetiza en lo siguiente:

       a) Si alguno te abofetea en la mejilla derecha, muéstrale también la otra (Lc 6,29a). La paradoja es clara. Presentar concretamente una mejilla se debe a que «el detalle agrada al pueblo y fija la atención». San Lucas dice: «Al que te hiera en una mejilla, ofrécele la otra» (Lc 6,9). Es una expresión del uso y del lenguaje popular. En la literatura rabínica, se lee: «Cuando alguno te abofetee en la mejilla izquierda, preséntale aún la derecha». Es matiz caracte­rístico de Mt.

            b) Al que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, dale también el manto (Lc 6,29b). La «túnica» (heb. = kuttoneth) y el «manto» (heb. = simláh) eran las dos piezas usuales del traje palestino de la época. La escena parecería evocar un caso de re­clamación ante un tribunal. Ante este pleito, Cristo dice, paradó­jicamente, que le de también el «manto», sobre el que no había cuestión. La Ley exigía, que el que tomase «en prenda» el «manto» del prójimo, se lo devolviese antes de la puesta del sol, pues le era totalmente necesario (Ex 22,25.26). Lc le da una formulación menos «jurídica».

            c) Si alguno te requisa para una milla, vete con él dos. Esta sentencia es propia del evangelio de Mt. Y al que te exija ir cargado mil pasos, ve con el dos mil. Da a quien te pida y no vuelvas la espalda al que te pide prestado. Este párrafo y el siguiente tienen como denominador común la invitación a amar al prójimo sin medida. En este precepto y en el de amar a Dios, resume Jesús toda la ley.

La «ley del talión» se suprime y es superada por Jesucristo, porque con la llegada del reino se hace presente el amor de Dios, un amor comprensivo y sin medida; un amor que rompe las leyes de la correspondencia, porque Dios nos ama antes de que nosotros lo merezcamos. Los ejemplos que se citan pertene­cen a la vida cotidiana, y pueden ser ampliados a otras muchas ocasiones.

 

4. El quinto precepto del Decálogo 5,21-26 (Lc 6 =u-;uEx 21 24; La 24 2o; Dt 19 21; 1 Cor 6 7

 

Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás; el que matare será reo de juicio. Pero yo os digo que todo el que se irrita contra su hermano será reo de juicio”.

 

            Instando al auditorio les dice: «Habéis oído que fue dicho a los antiguos...» Estos «antiguos» son las generaciones ju­días anteriores contrapuestas a las que habla Cristo. En la literatura rabínica, se dice frecuen­temente: «Sabéis por la tradición». Lo habían oído en las lectu­ras sinagogales. Este «que se dijo» es, pues, fundamentalmente un circunloquio por Dios (cf. Mt 6,33).

       La cita viene literalmente del Decálogo. La segunda par­te, «el que matare será reo de juicio», no se encuentra citada así en la Ley. Aparte que es una cita «quoad sensum», puede derivar de la san­ción que la Ley impone en caso de homicidio: «El que hiere mortalmente a otro será castigado con la muerte» (Ex 21,12; Lev 24,17). Este «juicio», al que se alude, puede ser el acto jurídico del tribunal (Dt 16,18: Dan 7,26 en los LXX) que juzgará y condenará o puede ser la misma «condena».

            Esta legislación del Decálogo había sido interpretada mate­rialmente: realización física del homicidio. Pero Cristo, al contra­poner su enseñanza a la interpretación rabínica del mismo man­damiento, está dando la interpretación del contenido primitivo.

            Hay otro valor. La contraposición de lo que había dicho Moisés a los antiguos, al «pero yo os digo», declara implícitamente su superioridad a la de Moisés. Aquí se presenta ya como el Supremo Legislador de Israel.

       En este precepto, no solamente se condena el acto de homici­dio real, sino la injuria al «hermano», que, en la apreciación ju­día, era el equivalente al «prójimo», y era sólo el judío. Y se condena «el airarse contra el hermano» injus­tamente al llamarlo racá o reqa', palabra aramaica, que significa vacuo, loco, estulto, o de la forma aramaica, apocopada, rahaqá', re­chazar, reprochar, por ello, será (hombre) abominable, o rebelde contra Dios, ateo. Parece responder mejor a este segundo sentido; en la literatura rabínica se encuen­tran ejemplos estructurados de este modo climático paralelo: «El que llama a su prójimo siervo será castigado con anatema; el que lo llama espurio, con cuarenta azotes; el que impío, ha de ser acu­sado de crimen capital». El castigo correspondiente es también gradual. Al «airarse» se le amenaza con ser «reo de juicio» del tribunal local, que ha de haber en todos los pueblos (Mt 16,18); por el «racá», se es «reo ante el sanedrín» de Jerusalén, que es el que tenía competencia en los crímenes mayores; al que llama «impío», se le amenaza con «la gehenna de fuego», o sea el infierno.

            Sin duda, Jesucristo no intenta regular este triple y gradual código de penas y castigos. Toma los términos de la juris­prudencia judía, como medio de expresión de valoración moral. El tribunal, ante el que Cristo cita, no es uno terrenal, sino el de Dios. Tomando tres casos de gravedad ascendente, expone representativamente otro tipo de culpas, sugerido por este procedimiento semita de «acumulación».

            El quinto precepto del Decálogo, no sólo condena el homicidio físico, sino todo deseo de injuria injusta. El rabino Eliezer (c.90 d.C.) decía: «Quien odia a su prójimo tiene que ser contado entre los derramadores de sangre». El ju­daísmo, en tiempo de Cristo, rechaza unánimemente la cólera entre hermanos. En Qumrán se dice: «El que, injustamente, guarde ren­cor a su prójimo, será castigado seis meses (Regla... VII,8). Pero también se exige ser «inmisericordes» contra los que están fuera de la «vía» (ibíd., X,20ss) y se lee en el Talmud bab. (Yoma 226): «Un aprendiz de las Escrituras, que no se venga y no es rencoroso, no es un verdadero aprendiz de las Escri­turas».

            Después, por medio de dos pequeñas parábolas o comparaciones, señala, por evocación y contraste procedentes de otros contextos, la necesidad de la reconciliación con el prójimo.

       a) En primer lugar, presenta, con un símil tomado del sacrificio, el caso del que está ya a punto de ofrecerlo: Deje la ofrenda «ante el altar» y vaya primero a reconciliarse con su «hermano»; acaso, recuerde la redacción eclesial de la Iglesia primitiva, si «tiene algo contra ti», se supone que el oyente ha cometido algún acto injusto contra él. Subraya la necesidad de la caridad, al ponerlo en comparación con el sacrificio, que, al ser representación vicaria del oferente, no es grata a Dios sin el amor al prójimo (Os 6,6).

     b) La segunda comparación procede de la vida civil: más vale, a los litigantes en un pleito, avenirse entre ellos, que llegar a la sentencia inapelable del juez, aparte de pagar costas y tener incomodidades y pleito. Se pagará hasta lo último. El «cuadrante» (quodrans), moneda romana, era la cuarta parte de un as, y éste equivalía a la décima; más tarde, a la de un denario, que era el jornal de un trabajador.

            El juez y su sentencia son el tribunal de Dios; el castigo «en prisión», de la que no se saldrá «hasta que» se pague el último cuadrante, es decir, hasta que se cumpla estrictamente la justicia; esta redac­ción parabólica se refiere popular y «sapiencialmente» al anun­cio de un castigo que corresponde a una culpa contra la caridad.

 

5. Sexto precepto del Decálogo 5,27-30 (Mc 9,42-48)

 

         Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que todo el que mira con malos deseos a una mujer, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón. Si, pues, tu ojo derecho te escandaliza, sácatelo y arrójalo, porque mejor es quedarte sin uno de tus miembros que ser arrojado con todo tu cuerpo a la gehenna (27-30).

 

       La ley judía condenaba, en el Decálogo (Ex 20,14), el adulterio. Pero, explícitamente, no se legislaba sobre la simple fornicación. Esto será función de los profetas y libros sapienciales. La interpretación de la prohibición del adulterio en el Decálogo se enten­día usualmente referida al acto externo. El mismo Decálogo orientaba, aparentemente, a ello, al valorarlo solamente desde el punto de vista de la justicia. Como se condenaban otros pecados externos de lujuria, seducción o intención (Ex 22,15; 22,18; Lev 18,23.24; 19,29); en otros pasajes del A.T., se hace ver el peligro del pecado interno (Job 31,1; Eclo 9,5). El décimo precepto del Decálogo prohíbe el desear la mujer ajena, sólo en razón de justicia, por ser propiedad del marido (Ex 20,17; Dt 5,21).

            Y, ante esta legislación interpretada restrictivamente, Cristo ofrece su enseñanza auténtica: en este precepto está incluido todo mal deseo de adulterio (Mt 15,17-20). El «corazón» es el verdadero responsable ante la moral. Ciertamente, en la literatura rabínica, se «encuentran textos de todas las épocas que expresan un sentimiento constante contra la impureza que se comete con los ojos o el pensamiento. Rabí Simeón, en su Melkilta, dice: «No cometerás adulterio... ni tampoco con los ojos ni con el corazón». Pero la práctica debía de ser muy distinta, cuando Cristo tiene que tomar esta actitud ante la interpretación del Decálogo.

            Aclarado el sentido del sexto precepto, indica su cumplimien­to mediante la necesidad de evitar la ocasión del pecado, con un grafismo hiperbólico oriental y paradójico: El «ojo derecho», por ser especialmente estimado (1 Sam 11,2), lo mismo que la «mano derecha» que escandalizan, vale más cortárselos que ir con ambos a la gehenna (infierno). Naturalmente, esto no tiene el sentido de una realización material; el «ojo derecho», -o el izquierdo, para el caso es lo mismo-, es decir, el «escándalo», en el sentido etimológico de que es tropiezo u ocasión de pecado. Jesucristo destaca la necesidad de la abstención, de la vigilancia y el heroísmo, para superar todo escándalo temporal, a fin de no ir, por él, a la gehenna perdurable.

 

6. Condenación del divorcio 5,31-32 (Mt 19,3-9; Mc 10,11-­12; Lc 16,18; Ex 20,10; Dt 24,15; 1 Cor 7,10).

 

"También se ha dicho: El que repudiare a su mujer, déle libelo de repudio. Pero yo os digo que todo el que se separa de su mujer, salvo en caso de infidelidad, la expone a cometer adulterio; y el que se casa con una separada, comete adulterio (Mt 5,31-32).

 

       En este pasaje, hay una dificultad ya clásica. Parecería que el divor­cio fuese lícito en el caso de «fornicación», de infidelidad. Mt incluye aquí este caso por anticipación, en función del esquema del Ser­món. Se trata del tipo judío de matrimonios «zanut» (Mt 19,3-9). Aquí se habla especialmente del «re­pudio». Entre los judíos se había llegado a tales extremos, que podían repudiar a la mujer, por nimiedades, sólo, porque no le gustara al marido su forma de guisar. “Moisés permitió el divorcio por la dureza de vuestro corazón, pero no es esta la ley primitiva”.

            Hay en la vida situaciones desgraciadas que hacen necesarios el repudio y la separación. Sin embargo, perdido el sentido religioso y el carácter sacramental del matrimonio, el hombre moderno, instalado en el hedonismo y el laicismo, ha convertido la separación en práctica habitual del capricho y de la conveniencia; acomoda la unión conyugal a la fugacidad, sin consideración alguna de los valores y sentimientos personales, el aguante y la dedicación y el cultivo del amor y la entrega. El impulso sensitivo ha de venir a formar un todo compacto sustentado en aquel supremo amor que S. Pablo denomina “ágape”. Es el amor total, “paciente, servicial, no envidioso, que no se pavonea, no se engríe; no ofende, no busca el propio interés, no se irrita, olvida las ofensas; no le alegra la injusticia, le gusta la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera” (1Cor 13,4-7). El matrimonio que no se funde y rija por  este programa de vida está abocado a la ruina. Por eso, presenciamos todos los días tantos fracasos, tantas rupturas, porque los materiales empleados en su construcción han sido ruinosos y frágiles. Necesita seriedad y reflexión, preparación y formación en su nacimiento y frecuente riego con la paciencia, con la disculpa, con la tolerancia y la alegría en su crecimiento. El ágape, altruista y desprendido, alejado del yo vive en y para el tú. Busca, como de modo natural, la dicha y comprensión del otro, sin idealizarlo, acepta su ser con defectos y debilidades, para cumplir juntos el deber cotidiano.

            En el ambiente que respiramos, se han introducido muchos modismos y formas que intentan destruir el matrimonio y la familia; nuestra respuesta será la de S. J. Crisostomo: “No me cites leyes que han sido dictadas por los de fuera…Dios no nos juzgará en el día del juicio por aquellas, sino por las leyes que Él mismo ha dado