Los desechados

I. Los enfermos

Autor: Camilo Valverde Mudarra  

 

La enfermedad, fuente de sufrimiento y precursora de la muerte, es, sin duda, el gran problema de la humanidad en todos los tiempos. ¿Cuál es su causa? ¿Cuál la razón de su existencia? ¿Cómo reaccionar ante ella? ¿Qué hacer para prevenirla? ¿Cómo acabar con ella?

A estas y a otras preguntas por el estilo, la Biblia no tiene una respuesta científica, porque la Biblia no es un libro científico, sino un libro religioso, que trata de la liberación integral del hombre, de todas sus dolencias y de sus esclavitudes, y, en definitiva, de su salvación. La Biblia trata de la enfermedad, en cuanto puede ser efecto del pecado, en cuanto nos puede apartar de Dios y ser así un obstáculo, para nuestra salvación y en cuanto nos puede acercar más a Dios. 

I.- ANTIGUO TESTAMENTO 

Dios y la enfermedad 

         En el mundo antiguo se considera a Dios como la causa única, omnipotente y soberana de todo lo que ocurre. Y la enfermedad no podía ser una excepción: 

"Sucederá en la ciudad una desgracia

sin que el Señor la haya causado?" (Am 3,6). 

         Que Dios es la causa de la enfermedad y el único que puede curarla está reiteradamente afirmado en la Biblia, como consecuencia de la creencia generalizada en todos los pueblos de la época: 

"Yo soy el señor de la muerte y de la vida. Yo hiero

y yo curo. No hay nadie que se libre de mi mano"  (Dt 32,39).  

         Así lo piensan y manifiestan cuantos sufren: 

"Es la mano de Dios la que me ha herido" (Job 19,21).

"Todo mi cuerpo está enfermo debido a tu furor" (Sal 38,4). 

         Dios lacera con la enfermedad y la desgracia directamente o por medio de seres angélicos, unas veces sirviéndose del ángel exterminador (2 Sam 24,15-16) y otras del mismo Satanás (Job 2,7).

 

La enfermedad, castigo  

         La enfermedad es claramente un castigo. Pero, ¿cómo Dios, nuestro creador y nuestro padre, puede infligirnos este sufrimiento? Dios no puede mandarnos, sin razón de peso, castigo semejante. Lo hace como respuesta a nuestro pecado (Job 4,7).

Se trata, pues, de un castigo merecido, en términos de estricta justicia retributiva. A mayor pecado, mayor castigo. Pero este castigo tiene siempre un carácter medicinal y disuasorio, sirve como corrección y como prevención de ulteriores pecados: "Tú corriges al hombre, castigando su falta" (Sal 39,2). Dios es un padre que, al castigar, busca el arrepentimiento y la conversión del hijo castigado (Sal 39,2). 

Pecado y castigo  

         ¿Puede el hombre pecar directamente contra Dios? ¿Qué puede hacer el hombre a Dios? ¿Es que puede salpicar a Dios la maldad del hombre? ¿Es que no tiene Job alguna razón cuando dice esto?: 

"Si he pecado, ¿qué te he hecho a ti con ello,

oh guardián de los hombres?" ( Job 7,20). 

         La tiene y no la tiene, como le explica su amigo Elihú: 

"A un hombre igual que tú afecta tu maldad

a un hijo de hombre tu justicia" (Job 35,8). 

         En quien repercute la acción pecaminosa no es en Dios, sino en los otros hombres. Se trata, pues, en definitiva, de los pecados sociales, de quebrar la solidaridad que siempre debe reinar con los semejantes. Se piense o no se piense, parezca o no parezca, el pecado daña siempre al prójimo. Esto estará muy claro en la teología del cuerpo místico de Cristo elaborada por San Pablo. Así se lo hace ver a Job: 

"No has dado de beber al sediento

y al hambriento has negado el pan.

.....

Has despachado a las viudas con las manos vacías,

y has quebrado los brazos del huérfano.

Por todo esto te ves rodeado de lazos

y te estremece, repentino, el terror" (Job 22,3-10). 

         Pero el caso es que Job nunca cometió tales delitos, antes por el contrario, ejerció las virtudes opuestas: 

"Yo libraba al pobre que gemía,

al huérfano que no tenía apoyo" (Job 29,12). 

         La experiencia enseña que la enfermedad no tiene mucho que ver con el proceder del que la padece. Por otra parte, ¿cómo se puede pensar en un Dios vengativo, puesto que la venganza, propia de personas ruines, es incompatible con su infinita grandeza? ¿No habrá que pensar, más bien, en que la enfermedad no es ningún castigo?  

Postura del enfermo 

         La enfermedad viene a que el hombre tome conciencia de que es un pecador, es como un recordatorio de los pecados, que se han cometido a lo largo de la vida. Este es un preciado fruto de la enfermedad, el primer paso para recobrar la salud, la del cuerpo y la del alma. La enfermedad es un instrumento de purificación, equivale al sacrificio por el pecado" (Lev 4,14.20; 7,18; 10,16-20), la mejor oración para obtener el perdón (Ex 32,30-32), porque acerca a Dios, en el cual "se encuentra el perdón mismo" (Sal 130,4).

         La enfermedad, a la par que constituye la pena merecida, purifica el interior del hombre, limpia el corazón de toda maldad y le hace apto para ver a Dios (Mt 5,8).

         Tras reconocerse pecador, el segundo paso es confesar públicamente el pecado y admitir el sufrimiento merecido como justa retribución: 

"Reconozco mi iniquidad,

tengo siempre delante mi pecado" (Sal 51,5). 

         El tercer paso es pedir perdón a Dios, llamarlo con un grito de socorro y confiar en su misericordia: 

"Ten compasión de mí, oh Dios,  por tu misericordia" (Sal 51,3).

 

         Tener serenidad y tomar como modelo al Job de la primera parte del libro escrita en prosa: 

"Si se acepta de Dios el bien,

¿no se ha de aceptar el mal?" (Job 2,10). 

         Y no perder nunca la paciencia, como la perdió el Job de la parte central del libro escrito en verso, modelo de impaciencia: 

"Muera el día en que nací

y la noche en que se dijo:

"Ha sido concebido un hombre".

.......

¿Por qué no me quedé muerto en el seno materno?

¿Por qué no expiré al salir del vientre? (Job 3,3.11). 

         La paciencia es una medicina eficaz e imprescindible para el enfermo: 

"Hijo, en tus enfermedades no te impacientes,

suplica al Señor y él te curará" (Si 38,9). 

         El es el único que puede dar la salud integral, la del cuerpo y la del alma. Respetar al Señor y apartarse del mal es "medicina para la carne y refrigerio para los huesos" (Prov 5,8). Las palabras de la Sabiduría son "dulzura para el alma y medicina para el cuerpo" (Prov 16,24), "dan salud al cuerpo" (Prov 4,22). Todo esto quiere decir que ofrecer a Dios la enfermedad, poner en sus brazos la suerte del cuerpo dolorido y del alma herida, abandonarse, de manera absoluta, en su regazo paternal, infunde una paz tan grande, que incluso influye, de manera poderosa, en el bienestar corporal y en la recuperación de la salud.

         Pero todo no puede quedarse ahí. Hay que dar el cuarto paso: 

"Después recurre al médico, porque también a él lo creó el Señor, pues hay veces que la salud depende de sus manos" ( Si 38,12-13). 

         Hay, en efecto, veces en que el médico acierta, pero hay otras muchas en que el enfermo recorre un calvario de médico en médico y cada vez sufre más y está peor, y, al final, se gasta en ello toda su fortuna (Mc 5,20; Lc 5,43). Con el ansia de recuperar la salud, en tiempos de Jesucristo, el enfermo acudía a muchos médicos, a ver si alguno daba con el remedio eficaz que, en aquel tiempo, consistía casi siempre en una mezcla de brebaje y de supersticiones.