Los desechados

II. Introduccion

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

II. Introducción 

4.- El compromiso social

 

         El creyente ha de descubrir, proclamar y llevar a la práctica, la dimensión social del Evangelio, la liberación integral que postula el Reino de Dios y que tiene como meta final la exculpación de todas las esclavitudes, sociales, económicas, políticas y religiosas. Hemos de unir nuestro grito al de los pueblos que reclaman, con toda justicia, cambios radicales en las estructuras antievangélicas de una sociedad insolidaria.

         La Iglesia, fiel al Evangelio, se manifiesta contra la explotación económica, la exclusión política y toda clase de alienación, siempre a favor de todos los desechado y oprimidos. El pueblo de Dios, como los profetas, tiene vocación de ejercer la denuncia de todas las injusticias. No ambiciona el poder, pero planta cara al poder opresor, como hacían los profetas clásicos de la Biblia. La Iglesia no puede permanecer neutral e impasible ante el poder político y los diferentes opresores; y no ha de quedarse en la denuncia, tiene que anunciar, con la libertad y el coraje que le pide el Evangelio, el camino de la paz, la justicia y el amor. El pecado social, que lo es siempre contra la justicia y el amor, es también un pecado religioso, va contra Dios que es amor y justicia.

         La sed de justicia de los bienaventurados (Mt 5,6) es justamente el ansia de verla realizada entre los oprimidos. "El lujo pulula junto a la miseria; mientras un reducido número de hombres dispone de altísimo poder de adquisición y de decisión, otros muchos carecen de toda iniciativa y de lo más elemental, frecuentemente en condiciones de vida y de trabajo indignos de la persona humana" (GS 63). La exclusión no es inocente, no es fruto normal de la sociedad o del fatalismo, es la consecuencia de un pecado social. Los opresores, son ladrones del hombre, pecadores públicos, conculcadores del derecho y la justicia, cuya criminal injusticia queda casi siempre impune ante la Administración y la sociedad.

         Los regímenes políticos y económicos, que no trabajan y velan por imponer la justicia y liberar al hombre de la opresión, cometen de hecho una ofensa contra Dios y contra los hombres. Si el capital y la producción no se someten a un reparto justo y equitativo, en que triunfe la solidaridad y todos puedan trabajar y vivir honrada y dignamente de su esfuerzo, la humanidad perecerá por la furia de su ambición; es el sistema antitético al Evangelio, que debe ser condenado por la Iglesia. La tierra es de todos, los bienes que ofrece pertenecen a todos los nacidos, no a unos pocos. Si se reparten con justicia, hay para todos. No se puede asistir impasible a que los niños mueran de hambre y sed, a que la gente no tenga el medicamento preciso, el arado y el pozo necesarios y el pan de cada día.

 

5.- El Servicio

 

         La Iglesia es servicio: “Os he dado ejemplo, para que hagáis vosotros lo mismo” (13,14), sirve al hombre y celebra el culto. "El camino, que tiene que recorrer, es el hombre", la gran obra de Dios ("Hagamos al hombre": Gn 1,26), la imagen, el representante de Dios, al que hay que servir. La Iglesia da culto a Dios y celebra la liturgia. Lo hace en comunidad, donde todo se comunica, donde todo se comparte con gozo y alegría. Si así no se hace, no es celebrar, es ritualizar, teatralizar, escenificar un culto vano, realizar una idolatría.

         Lo importante de la ley no es el culto, ni el rezo, aunque es bueno hacerlo, es "la justicia, la misericordia y la fe" (Mt 23,23). El amor cristiano, que procede del amor a Dios, se concreta en el amor operativo al hombre. Es verdad que una liberación del hombre, al margen de la oración y de la religiosidad, no es liberación cristiana, pero no debe quedarse sólo en la oración y en las prácticas religiosas. Servir a Dios no compromete a nada, además, Él no necesita nuestro servicio.  Servir a los demás compromete a mucho, y eso es lo que Dios nos pide, que le sirvamos a Él en ellos. Una religiosidad, puramente espiritualista, recluida en sentimentalismo, en la interioridad del hombre, no sería evangélica, no es la que vivió y proclamó Jesús. El cristiano no puede desentenderse de las dolorosas situaciones en las que se encuentran tantos seres humanos en su lucha por la subsistencia, en la desesperanza de la muerte y del hambre.   

Verdaderamente, los hombres y mujeres, profundamente religiosos, entregados por entero a la oración y a la contemplación, fuera o dentro de un recinto conventual, al estar más cerca de Dios que los demás mortales, son, desde su propia situación y estado, los más comprometidos con la justicia social, porque sienten, como nadie, los latidos del corazón de Dios, que reclama sin cesar el amor y la solidaridad a sus hijos, todos los seres humanos. 

 

6.- El escándalo de la postergación 

 

         La ingente colectividad de desechados y postergados se compone en el mundo, por un ochenta por ciento de la población humana, comunidad, que se acrecienta, en Suramérica, en África y en Asia, mientras la clase excluyente, occidental, fundamentalmente europea de impronta cristiana, se hace cada vez más rica; en su deshumanización se parece mucho al Epulón de la parábola, cada día de banquetazos, instalado en el materialismo puro y con el corazón seco.  Estos epulones únicamente preocupados por el propio bienestar, por su bolsa y sus riquezas, ajenos a la trágica miseria de los desechados han de cesar en su ambición o perecerán. Al desechar al prójimo, desechan el Evangelio, lejos de Jesucristo, pues Jesucristo se identificó con los postergados, no con los dueños de la riqueza y del poder. El evangelio proclama la primacía de los últimos, los oprimidos, los desechados. Jesucristo vino a poner fin a todas las exclusiones y opresiones.

         La voz de Jesús clama que los países ricos acreedores perdonen oficialmente la deuda a las naciones pobres, endeudadas e insolventes. Lo exige la nueva evangelización, de que se habla hoy, que es realmente lo que Jesucristo hizo: evangelizar a los pobres.

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Este ensayo presenta, desde la Biblia, quince grupos de seres humanos desechados por la sociedad, en los tiempos bíblicos que, aún hoy, en mayor o menor medida, siguen postrados en desecho y exclusión; triste hecho que llena de sonrojo, en primer lugar, a todos los cristianos que no somos capaces de llevar a la práctica el Mandamiento Nuevo de Jesús, y, también, a todos aquellos que se han adueñado del poder y de los bienes de este mundo y que tienen la posibilidad de acabar con tanta desigualdad y tanto sufrimiento. Ello está en sus manos, porque la miseria no es algo que se deba a leyes de la historia, al azar o al fatalismo, sino fruto del egoísmo y de la insolidaridad, de la injusticia humana que despoja y aplasta a la enorme multitud de empobrecidos, abandona a los niños, rechaza a los emigrantes, discrimina a la mujer y deja morir de hambre a millones de niños y de seres humanos.

         Da escalofríos contemplar esta humanidad crucificada de los pobres, ante la indiferencia impávida de los ricos y poderosos. Filas interminables de personas famélicas y exánimes cargadas con la cruz camino del calvario y de la muerte, sin que sus crucificadores se muevan a compasión y los liberen de los clavos y maderos. Es justamente la fuerza del Crucificado, del que murió por todos, la que tiene que empujarnos, no sólo a denunciar tanta injusticia, pues eso más o menos se hace, sino a practicar la justicia, despojándonos de lo que nos sobra para dárselo a ellos, porque es suyo; se les ha hurtado y hay que restituírselo.

El dolor indecible de los desechados está clavando, con sus silencios, sus gritos y clamores en las conciencias del mundo; exige que la Iglesia Institucional, todas las Iglesias, la masa de creyentes, el pueblo de Dios, acuda a sus demandas, que dé pruebas fehacientes de que cree de verdad en el Evangelio de Jesús que dice que tenemos un Padre Común, que todos somos hermanos y que hay que repartir entre todos los bienes de la tierra