Los desechados

I. Introducción

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

1.- Practicar la justicia


Paz y justicia exige este frío mundo. El cristiano, el hombre bíblico, ha de extender y amar la paz, no la que ofrece el mundo, sino la que da y deja Jesucristo y la justicia de Dios que se reparte fraternalmente. El creyente es un hombre comprometido con la justicia. Porque la primera idea vertebradora de la Biblia es la justicia, antes incluso que la concepción de la Alianza; un cristiano, en primera instancia, tiene que "buscar el Reino de Dios y su justicia" (Mt 6,33).

Ya en el principio, según sus divinos designios, Dios creó al ser humano, con un destino marcado, impartir la justicia e incendiar de amor la existencia. Su primera intervención en la historia del hombre, fue la de hacer justicia, liberar al pueblo elegido de la esclavitud y la opresión. No hace falta insistir en la importancia del éxodo de Egipto, que puso fin al atropello de la justicia, la conculcación de los derechos fundamentales de todos los seres humanos.

"Dios justicia nuestra" (Jer 23, 6), es la bella definición que Jeremías aplica al Dios de la Biblia; y así se le llama con frecuencia: "El Señor de la justicia" (Tob 13,7; Jer 2, 7; Is 45, 21. 24). Si Dios es la justicia, la conversión a Dios no puede ser otra cosa que la de volver en sí mismo y actuar acorde con la justicia: "Conviértete a Dios, observa el amor y la justicia" (Os 12,7). "Convertíos, pecadores y practicad la justicia" (Tob 13,8). La conversión no consiste simplemente en pasar de un estado de alejamiento de las prácticas religiosas a otro de "cristiano practicante", que frecuente el culto celebrado en el templo. La religión, que Dios quiere, está expresada en estos versículos de Isaías:


"Abrir las prisiones injustas,

soltar las coyundas del yugo,

dejar libres a los oprimidos,

romper todos los yugos,

repartir tu pan con el hambriento,

hospedar a los pobres sin techo,

vestir al que veas desnudo

y no eludir al que es tu propia carne" (Is 58,6-7).


Con gran insistencia, Amós ejerció la denuncia profética sobre las injusticias de su tiempo, las migraciones forzadas, las masivas compras de esclavos, de poblaciones enteras (1,6-9), el ansia desmesurada de riquezas, el lujo estúpido (3,15; 6,4), la opresión (3,10; 4,1); por ello, exclama: "No busquéis a Betel... Buscad al Señor" (5,5-6). No vayáis al templo de Betel, porque allí no encontraréis al Señor. Buscadlo en otro sitio, buscadlo en los guetos de los desechados, de los desplazados, de los marginados, de los pobres, de los excluidos, porque ellos son sus representantes, en ellos está el Señor, ahí lo encontraréis. El hombre que comete injusticias, está lejos de Dios, sus prácticas religiosas no sirven, son inútiles, lo alejan de Dios, es rechazado por Yahvé.


2.- Los Derechos humanos


La justicia es virtud esencial en la vida religiosa. La práctica de la justicia supone la rigurosa atención por el hombre; requiere el absoluto respeto de los derechos humanos y el compromiso activo de que todos en el mundo puedan ejercerlos, sin restricciones ni cortapisas. Cada momento de la historia manifiesta su propio afán (Mt 6,34; Qo 391). La defensa de los Derechos Humanos es un claro signo de nuestro tiempo. La Biblia, Norma Suprema de la vida, es la Carta Magna de los Derechos Humanos. Es perentorio hoy para la Iglesia, proclamarlos, defenderlos y practicarlos; ese evangelizar es su función primera, pues en un mundo deshumanizado, evangelizar es humanizar. El régimen democrático es el cauce apto para el libre ejercicio de los derechos del hombre; la Iglesia ha de dar más cabida en sus estructuras a procedimientos democráticos, para que nadie en ella se sienta excluido, minusvalorado o preterido. Siendo el germen del Reino de Dios y la encargada oficial de anunciarlo, desarrollarlo y extenderlo por el mundo, ha de sustentarse en la Igualdad, libertad, fraternidad y justicia.

La dignidad humana, imagen de la divina, exige el derecho a la igualdad. Nadie puede tener privilegios ante nadie. Ante Dios todos somos iguales (Gal 3,6; He 10,34-35) y lo tenemos que ser también ante los hombres. Queda abolida toda discriminación "por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, por ser contraria al plan divino" (GS 29).

La libertad es el principio y fundamento de todos los derechos. Sin ella, no hay modo de ejercer ninguno de ellos. Dios hizo libre al hombre y "Jesucristo nos ha liberado, para que seamos libres" (Gal 5,1). Desde la marginación, la pobreza y la exclusión, no es posible ejercer la libertad.

La humanidad constituye la gran familia, cuyo común y único Padre es Dios, que es amor (1 Jn 4,8) y que se rige por la ley del amor (Jn 13,34; 1 Jn 2,7-10; 3,14-18). La justicia encuentra su plenitud en el amor. Sin ella, carece de fundamento la igualdad, la libertad y la fraternidad. Con ella, todo está cumplido, todo halla resolución.

Estos cuatro pilares, establecidos en los cuatro puntos cardinales del orbe, marcan el espacio infinito del Creador, en el que hay lugar para todos y del que nadie debe ser excluido, verse oprimido y andar desechado.


3.- El desechado


Isaías contempla al Mesías, liberador de los oprimidos, desechados y excluidos de la tierra (Is 26,19; 29,18-19; 35,5-6; 42,6-7; 61,1-2), liberación que realiza Jesucristo, el autodesechado y el despreciado.

Jesucristo comienza por nacer en un pesebre, en un espacio de marginación, porque era su elección, (Lc 2,7), junto a pastores, marginados por el sistema, como impuros. Él mismo se autoexcluye, de lo cual hace técnica de evangelización. Realiza su primer milagro en Caná (Jn 2,1-11), lejos del judaísmo y de sus instituciones, de las que deliberadamente se aparta. Acto seguido, va a Jerusalén y se presenta en el templo, para manifestar su disconformidad con las mismas instituciones religiosas y contra lo que ocurre en la Casa de Dios (Jn 2,13-24). Con ello, firma su rechazo por el judaísmo; e incita su exclusión por juntarse con "malas compañías" (Mt 9,13; Lc 15,2), los aborrecidos, los pecadores públicos, la gente de mal vivir. Fue el gran rechazado por todos, un desecho de la sociedad; le lanzan durísimos ataques, lo tachan de hereje, de loco, de endemoniado (Jn 8.48) y de borracho (Lc 7,34).

Se hizo el despreciado, el desecho de la humanidad, el humillado (Is 53,3-5) para sufrir en su persona todas las humillaciones y desprecios de los desechados y excluidos. Lo asesinaron, "lo echaron de la tierra de los vivos" (Is 53,8), lo condenaron a muerte por blasfemo, por hacerse igual a Dios (Jn 10,33) y por revolucionario social. Luchar por la justicia es cargar con la cruz del sufrimiento y de la persecución. Denunció la injusticia del sistema establecido por los fariseos (Mt 23,1-3); predicó al Dios de la justicia, el dios de la opresión, la marginación y la pobreza. Los poderosos no soportaron el discurso programático de su acción evangelizadora (Lc 4,18-20), que viene a ser el alma de la teología bíblica. No pudieron admitir que el proyecto de Dios, que predicaba, consistiera en la instauración del Reino Universal, de todos los pueblos un solo pueblo, que erigía la igualdad y borraba las clases sociales. Eso lo llevó a la cruz.

Jesucristo buscó a los desechados, excluidos, arrojados de la sociedad y condenados a vivir sufriendo. Las parábolas de su evangelio así lo testifican. Se acercó a los extraviados que estaban "con el yugo al cuello, oprimidos y extenuados, sin que se les diera respiro" (Lam 5,5), para incorporarlos a la mesa común de fraternidad y de participación digna.

Fue el desechado, para que todos los excluidos, con sus silencios y su dolor, en una sociedad llena de injusticias y opresiones, sean acogidos. Jesucristo, con su sacrificio y solidaridad por todos los expulsados y crucificados del mundo, trae la justicia y la igualdad. El futuro es de los desechados; no de los opresores, sino de los oprimidos.

Jesucristo es el espejo donde se miran los presos que esperan la libertad, los esclavos que anhelan la liberación, los ciegos que desean ver la luz, los leprosos que piden su curación, los olvidados del mundo que claman su dignidad humana.