El hecho místico III

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

La mística es la misma perfección de la vida cris­tiana, que es la senda que conduce a la visión y resurrección, a la íntima unión con Dios consumada y abisal; anticipa la absoluta beatitud. La fe dinámicamente nos lleva hasta el amor; y Dios es Amor; el que está en el amor, está en Dios y Dios en él. En esto, consiste la perfección del amor en nosotros (1 Jn 4,8.16).

Los místicos son los testigos de ese amor (1 Jn 4,16-17). Son, según Bergson, los que prolongan, con su experiencia mística, la experiencia metafísica, llegando así a la experiencia integral. Evidentemente, toda la mística es algo infuso, es siempre efecto de una llamada, a la que responde y en parte prepara nuestro pobre esfuerzo. Dios convoca a la perfección a todos los hombres; así lo expresa Jesucristo: “Vosotros, sed perfectos, como Vuestro Padre Celestial es perfecto (Mt 5,48); y, al joven rico, le dice: Ve, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y ven y sígueme (Mc 10,21). La experiencia mística es para todos, la vocación a la santidad alcanza a todo el que quiera atenderla; aquel joven, al oírlo, se retiró entristecido y, ahí, perdió su gran oportunidad de estar y ser de Jesús. Y, en el Evangelio, sigue anunciando y llamando: Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; pero sin mí nada podéis hacer. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis, y se os dará (Jn 15,5).

Existencialmente no puede darse una experiencia mística natural, porque toda experiencia de Dios es de hecho, históricamente salvadora, en orden a la vida sobrenatural; es siempre «gracia». Hipotéticamente, el espíritu humano puede conocerse directamente a sí mismo, al reflexionar sobre sus actos, puede llegar a su raíz, que es él mismo. Al encontrarse consigo, descubre que sujeto y objeto del conocer son lo mismo. La presencia es inmediata, es interior a ella misma. Esa experiencia viva de su nada le revela al Todo, que está allí realmente, del cual él mismo es imagen pobre, pero verdadera, que funde su finitud y su contin­gencia.

El hecho místico es, dice J. Font, "una vivencia amorosa totalizante, en la que la experiencia de unión se presenta, como uno de sus núcleos más decisivos". La mística es "experiencia amorosa"; se resuelve en el entronque amoroso con la Divinidad que invade la intimidad de la persona, se adueña de su vida y se convierte en la fuerza más determinante del alma. Por eso, el verdadero místico es una persona, no sólo muy "espiritual", sino también muy "humana", amable, sensible, próxima, afectuosa, considerada, de modo que el cúmulo de virtudes conforma una estructura sólida, un perfil firme, un ser hecho y dotado, que sabe manejar sus relaciones personales y sociales y dominar las situaciones del vivir.

El místico se ha dejado llenar del Evangelio, vive la verdad de la palabra del Verbo, que viene a los suyos, y en este caso, es cuidadosamente acogido. Su núcleo vital es Jesucristo, del que ha hecho su vida; en su entrega total, firme y decidida, mueve sus convicciones interiores que no ceden a lo conveniente o a lo interesante de cada momento. Jesús está en él siempre, dando fruto y abundante, actuando, incidiendo cada vez más hondo; toda su andadura pone de manifiesto el rotundo lazo que lo une a Cristo. Todo su ser expresa esa inundación que configura su intensa vida interior que baña todo su pensamiento y conducta. Actúa siempre en el cauce del Evangelio, obra siempre "en conciencia" y nunca "por interés", pues, en ese impulso, consiste la energía incontenible de la mística. Estar y vivir el amor es su vida, en la experiencia amorosa, cuando es auténtica, lo divino y lo humano se funden y se confunden en algo que trasciende y desconcierta.

El místico, como los locos y como los niños, está en la verdad; dice siempre la verdad, porque el amor que lleva dentro se traduce en libertad. Jesús les dijo: “Si vosotros permanecéis en mi doctrina, sois de veras discípulos míos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31). Esto explica que, con frecuencia, los verdaderos místicos son, al mismo tiempo, seres entrañables y queridos, molestos y temibles, en determinados círculos, instituciones, ámbitos, o espacios humanos. En todo caso, el verdadero místico, como ocurrió con Jesús, siempre desconcierta al observador y puede ser que escandalice al ajeno y distraído.

En la actualidad, en estos momentos azarosos, lo religioso, lo místico está en desuso, no priva, se desecha, tiene poco arrastre. Significa el auge del materialismo y el laicismo; y, tristemente, quiere ello decir que el común de los cristianos no entiende bien el cristianismo. Ya, hace tiempo, dijo el famoso teólogo Karl Rahner que "el cristiano del siglo XXI será místico o no será cristiano". Y, ciertamente, acertó, porque la situación, que nos envuelve, arrastra al hombre hacia la vorágine del hedonismo y lo hunde en su remolino de manera que, hoy sólo interesa el dios Machón, el bienestar y el consumo; todo lo demás queda en la nebulosa del relativismo, en que se impone el desinterés y el dejar hacer en el “qué más da” de la pasividad, adobado por la impronta agresiva, ante lo más mínimo y la feroz violencia corrosiva. Una sociedad instalada en la satisfacción inmediata, refugiada en el relajo de la seguridad y volcada en la ambición del poseer, en el desvarío del dinero, de las mil ofertas es un erial inculto propenso a ser barbechado por los intereses económicos, políticos, sociales y advenedizos de turno. La sociedad que impune se deja arrebatar los valores esenciales de la tradición, la religión y la ética acaba quedando desechada, cual mujerzuela, en la cuneta de la cesión y la claudicación.

El hombre, la gente en general, ha de reaccionar ante los raptores de su identidad. Todo ese latrocinio es tan fuerte, que debe impulsarlo a luchar contra las fuerzas que lo debilitan y anulan. La religión proporciona una gran consistencia anímica, fortalece la voluntad y afirma la determinación personal, aunque sólo fuese eso, ya merece la pena. El Evangelio de Jesucristo ofrece todo un programa de vida recta, de firme decisión y fuerte personalidad; el que no vive su propia experiencia interior se encuentra desprovisto, de manera que su vida queda al arbitrio de los que le mandan y zarandean al son de sus ambiciones. La doctrina de Cristo no esclaviza, libera de muchas ataduras y provee las armas para defenderse y mantener la independencia. Vivir y entregarse a Jesucristo, inunda de fe, esperanza y caridad; es la energía interior, que impele, se sobrepone a la debilidad, vence todo lo hostil y domina con certeza y resolución, para sembrar y cosechar la justicia  y la paz en este mundo.