Admoniciones

Funesta

Autor: Camilo Valverde Mudarra 

 

 

Y envió a decapitar a Juan en la cárcel 
(Mt 14,10). 

Herodes mandó decapitar al Bautista. Era Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y Perea. Se prendó de su cuñada Herodías, repudió a su mujer legítima y concertó la unión ilegal y llevar también a Salomé. El hecho suscitó el escándalo; el adulterio iba contra la Ley, al prohibir estas uniones incestuosas (Lev 18,16; 20,21).La repulsa popular contra el sensual e hipócrita Herodes, zorra lo llama Jesucristo (Lc 13,32), se personalizó en Juan que insistente clamó contra tal adulterio. Herodes le temía por su prestigio y por temor al pueblo y Herodías "lo odiaba y quería matarlo" (Mc 6,19), por cuyo consejo la hija, Salomé, pidió su cabeza. Josefo dice que fue muerto en Maqueronte. Algo semejante hizo Jerjes y el caso de Cicerón lo cuentan Catón y PLutarco. Jezabel actúa con odio feroz contra Elías (1Re 18,2). La historicidad del asesinato del Bautista es incuestionable. 

La psicología de la maldad de Herodías por Juan explica su aversión obsesiva por la conciencia de su pecado contumaz y el desprecio por la vida humana; se decapita a un hombre, que reconocen como justo y santo profeta, por juramento y diversión de unos magnates ricos que se refocilan en el lujo y el placer (Mc 6,21).

La muerte, al principio, se consideraba de un modo sereno, como el término natural de la vida del hombre. La exis­tencia de Israel, entroncada en la Alianza, tenía un valor social, más que individual: la vida personal proseguía en la de sus des­cendientes; de ahí que la muerte individual preocupase menos. Después la muerte llegó a tener la consideración de castigo, como una consecuencia del pecado (Rom 5,12; 6,23; 1 Cor 15, 21-22), como una obra de Satán (Jn 8,44; Act 2,14), puesto que Dios fue creador sólo de la vida, no de la muerte. Pero Jesucristo, muriendo en la cruz para redimir a todos los hombres (Mt 20,28; Mc 10,45; Lc 22,27), ha venci­do a la muerte, al pecado, a Satán. Con su resurrección ha logrado la victoria obtiene el triunfo definitiva y última sobre tales poderes. El cristiano muere con Cristo en el bautismo (Rom 6,3-5) y se incorpora a la existencia gloriosa de Jesucristo resucitado. La muerte, en lugar de ser una derrota, es un tránsito a la vida con Jesús triunfante y vencedor en su gloria. 

Jesús salva al hombre de la muerte, "¡Hombres de poca fe!, ¿por qué teméis? (Mt 8,26; Mc 4,40). La fe libera al ser humano de la zozobra existencial que lo agobia y lo atenaza en lo más profundo de su alma, ante la muerte. Se vive en Cristo y se muere crucificado con Él; así la muerte ya no es un mero hecho biológico sino un suceso crístico; es posible exclamar con San Pablo: "Para mí la vida es Cristo y la muerte, mi ganancia" (Flp 1,21).