Sobre la verdad y el error

II. El valor absoluto de la verdad

Autor: Padre Antonio Orozco-Delclós
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Sumario de la Segunda Parte


El error subjetivista

Incompatibilidad del subjetivismo con la ciencia 

Incompatibilidad del subjetivismo sistemático con un orden social

Objetividad de la verdad

El relativismo

La famosa tesis de "la evolución de la verdad"

El perspectivismo 




Segunda parte: EL ERROR SUBJETIVISTA

Lo que podría llamarse tal vez historia del subjetivismo se remonta, por lo menos, al siglo V a.C. Su primera formulación filosófica o cuasi filosófica- tiene lugar en Atenas, y como autor, a Protágoras. Es famosa la tesis del ánthropos metrón, homo mensura: el hombre como medida de todas las cosas. Con ella quiere decirse que quien decide sobre la verdad de las cosas es el hombre. En el hombre se sitúa el poder de establecer lo que es verdadero o falso y, en consecuencia, lo que es bueno 0 malo. "Yo -dice Protágoras- afirmo que la verdad es como he escrito, que cada uno de nosotros es medida de lo que es y de lo que no es. Y que la diferencia de uno a otro es infinita, ya que para uno se manifiestan y son unas cosas, y para otro, otras diferentes" (Teeteto, 166 d). Es una vieja tesis que comparten muchos de nuestros contemporáneos. En el fondo se presupone que no podemos conocer las cosas tal como son y se reduce la verdad a lo que a uno le parece que es o que no es. La raíz es escéptica -no conocemos las cosas tal como son; no hay verdad en el sentido original de la palabra: como adecuación entre el entendimiento y la realidad-, pero la conclusión es dogmática: el subjetivista se erige en fundador de la verdad, en norma y medida de todas las cosas. En efecto, "lo propio del subjetivismo individual -explica Millán Puelles- es cabalmente el hacer de cada individuo humano la medida de la verdad" (34).

Pero, ¿qué consecuencia se deriva de tales principios? Que o todos tenemos la verdad y nos contradecimos, o que no la tenemos ninguno y "verdad" es una palabra hueca. En definitiva, cada uno habría de decidir lo que es el mundo -la piedra, el árbol, la mesa, el hombre, lo bueno y lo malo-. Este es el atractivo del subjetivismo individual: me permite pensar o sostener lo que me plazca, parapetándome detrás de mi tesis frente a los argumentos "objetivistas" : siempre cabe el recurso de replicar con alusiones a los "condicionamientos" que les impiden comprender "mi" verdad, ya que para ello habrían de estar configurados como yo, lo cual sería de todo punto imposible, pues cada sujeto estaría implantado en una situación intransferible.

A este tipo de subjetivismo individual, cabe oponerle los mismos argumentos -ad absurdum- que al escepticismo radical. Pero además cabe mostrarle la identidad esencial de la naturaleza humana y la posibilidad de entendimiento, no ya tan sólo entre los individuos singulares, sino también entre las diferentes culturas. El subjetivista, en rigor, no toma en serio el diálogo. El habla -el hecho de hablar- es innegable; es un fenómeno universal y basta ponerse a hablar para testificarlo. Y hablar significa al menos tres cosas: la existencia de un yo que comunica algo; la existencia de un tú que acoge lo comunicado y comprende su contenido, que confirma o replica; la existencia de un "ello", lo comunicado, un contenido de significación objetiva. Si lo entendido por uno y por otro fuera un contenido meramente subjetivo no habría posibilidad de entendimiento. Cuando dialogamos, convenimos, al menos, en la realidad (u objetividad) del objeto de nuestra locución. Podemos no estar de acuerdo en la naturaleza precisa del objeto, pero si hablamos, es porque estamos ciertos de que hay objeto o cosa, y de que ésta tiene una determinada naturaleza, sobre la que precisamente queremos aclarar o aclararnos. El diálogo y, todavía más, la discusión son una prueba clamorosa de que estarnos ciertos de que existe una verdad en el objeto, que al tiempo que nos trasciende y nos mide, resulta inteligible para ambos. De lo contrario, todo esfuerzo de convencer sería vano. En la postura intelectual que "consagra la subjetividad y la convierte en el canon supremo de cualquier certeza, ¿no pierde sentido hasta la noción misma de diálogo? ¿No es acaso la incomunicabilidad una de las consecuencias más palmarias de la cultura establecida por el principio de inmanencia? Perdida la función de lo real, cada entendimiento es un mundo cerrado sobre sí mismo, con total independencia de la coherencia formal de sus razonamientos" (35).

En efecto, la incomunicabilidad, el solipsismo, es el resultado coherente del subjetivismo radical. Y no han faltado quienes como Wilhelm Schuppe († 1913) y Schubert Soldern († 1935)- han sostenido esta asombrosa tesis: "lo único real soy yo". A propósito, cuenta Chesterton -en su obra Santo Tomás de Aquino- el caso de uno que escribió en un periódico "para decir que él no aceptaba nada, excepto el solipsismo, añadiendo que se maravillaba de que esa filosofía no fuese más común. Ahora bien; el solipsismo significa sencillamente que un hombre cree en su propia existencia, pero no en otra cosa alguna. Y no se le ocurrió a este simple sofista que si su filosofía era verdadera no habría más filósofos que la profesasen". La experiencia, la vida misma se encarga de desmentir el solipsismo, como el escepticismo, el subjetivismo y tantos otros "ismos".

Algunos, apoyándose en teorías lingüísticas del momento, afirman que ninguna proposición es capaz de expresar una verdad inmutable (por ejemplo, Hans Küng aplica la tesis para negar la infalibilidad de la Iglesia). Parten de una falsa teoría del conocimiento, según la cual, jamás podemos estar en condiciones de formar juicios definitivos e invariables. Es ésta una tesis endeblísima, que se apoya en razones como la siguiente: sobre el movimiento de la tierra respecto al sol, las opiniones y sentencias de los hombres han sufrido evidentes variaciones; por eso, ¿quién puede asegurar que nuestra opinión actual -la tierra es la que gira alrededor del sol- no es todavía impugnable?

Ciertamente, la teoría de que la tierra gira alrededor del sol es más bien eso: una teoría, que se admite, sustituyendo a otras que se han dado, porque con ella los cálculos astronómicos se hacen más sencillos dentro de una teoría coherente. Esta es la razón práctica de más peso para admitir tal teoría. Pero no se puede excluir el que llegue a formularse otra, o que se formule de otra manera, si ello llega a tener ventajas. La ciencia positiva no tiene inconveniente en sustituir unas hipótesis de trabajo por otras, cuando se trata de objetos todavía poco conocidos, con fines prácticos. Este modo de operar es impuesto por la complejidad de ciertos objetos y la limitación del conocimiento humano. Ahora bien, sería irrisorio negar por ello la existencia de juicios ciertos, definitivos e invariables, de valor universal. Vayan algunos ejemplos entre mil: el todo es mayor que la parte; los cuerpos se atraen con una fuerza proporcional a sus masas, y tanto mayor cuanto menor es la distancia a que están; el agua químicamente pura es incolora; Juan XXIII murió en 1965 ; robar es injusto; y todos los juicios que son expresión de evidencias inmediatas de la realidad, y todos aquellos a los que se puede llegar a partir de éstos por razonamientos correctos y completos.

Por lo demás, ya hemos observado que la experiencia del error no demuestra que nuestro entendimiento no alcance la verdad de las cosas, sino justamente lo contrario. Si rectificamos es porque nos lo imponen las cosas mismas, y no cabe duda que desde el comienzo de la historia humana, los hombres han dado con verdades fundamentales y las han expresado de un modo inteligible para gentes de cualquier otra época o cultura. Es al menos una superficialidad pensar que la verdad está en función de la cultura de un lugar o de una época. Si así fuera no habría posibilidad de comunicación entre unas y otras. Sin embargo, lo primero que hace el hombre cuando pisa un lugar exótico o descubre restos, signos u objetos de una cultura hasta entonces desconocida, es tratar de desentrañar su significado. La tarea puede ser más o menos ardua, pero al final siempre tiene, básicamente, éxito.

El modo de pensar de Platón, por ejemplo, que vivió hace veinticinco siglos, es idéntico al del hombre de nuestro tiempo. Sabemos lo que quería decir. Encontramos en sus escritos algunos pasajes oscuros de difícil interpretación -no más de los que se suele encontrar en ciertos autores de nuestra época-. Somos capaces de formarnos una idea suficientemente clara de su pensamiento, que se regía por las mismas leyes que el de los hombres de todos los tiempos. Se equivocó en muchas cosas, pero dijo también muchas verdades, que hoy no podemos impugnar. Los primeros principios que la razón descubre siempre y en todas partes, condicionan el despliegue del pensamiento, pero no en el sentido de que lo limiten, sino que lo hacen posible. Primeros principios que derivan del ente real, cuya estructura metafísica es invariable.

INCOMPATIBILIDAD DEL SUBJETIVISMO CON LA CIENCIA

Por lo demás, si todo conocimiento fuera de valor meramente subjetivo -válido tan sólo para un sujeto o determinado grupo de ellos- habría que descalificar toda ciencia, ya que no existe ninguna que no pretenda hablar de lo que las cosas son en sí mismas y que no busque conocimientos válidos universalmente. El científico pretende hallar leyes reconocibles no sólo por él mismo, sino por todos. Incluso la psicología, que sostiene que la conciencia entraña sólo unos modos subjetivos, cree expresar con ello algo distinto de un modo subjetivo de la propia conciencia: habla de lo que ocurre en la conciencia en general como algo verdadero en sí, que desea ver admitido como tal por todo el mundo. Se coloca, por tanto, en el punto de vista de lo absoluto en el mismo momento en el que pretende excluirnos.

INCOMPATIBILIDAD DEL SUBJETIVISMO SISTEMÁTICO CON UN ORDEN SOCIAL

En la práctica, las tesis del subjetivismo llevarían al caos social. No habría modo de fundamentar unos derechos que protegieran a las personas del capricho ajeno. Para evitar el caos que se derivaría -y que se está derivando, porque el subjetivismo está, quizá como nunca, haciendo estragos- se propone el reconocimiento, por parte de todos los hombres, del siguiente principio: Que cada uno se quede con "su" verdad (puesto que se concede que es humano creer que se posee la última verdad), pero al mismo tiempo se debe tener conciencia de que también el otro tiene su verdad, que acaso sea la verdad auténtica. Así se mantendría la tolerancia universal, y podríamos vivir todos en paz; se respetaría la libertad, porque nadie pretendería poseer la verdad absoluta.

Lessing proponía como ejemplo de la actitud que todos deberíamos adoptar la conocida fábula de Nathan, el sabio. Nathan tenía una sortija de alto precio y quería regalarla a sus hijos, que eran tres. Hace dos copias y les da a cada uno un ejemplar. Ellos discuten para llevarse la auténtica, pero no logran averiguar cuál es. Acuden al juez, que tampoco es capaz de distinguirla ni de dirimir la cuestión. No les queda más remedio que resignarse. Cada uno hará "como si" tuviera la auténtica. Según Lessing, tampoco nosotros podemos saber quién tiene la verdad. Si somos tolerantes y amamos al prójimo, experimentaremos la dicha personal y la social de la convivencia.

Esto es muy hermoso, pero es contrario: 1° a la vida (36); 2° a 1a tolerancia universal. En efecto, si no existe ninguna verdad reconocible por todos como trascendente a toda contingencia, queda eliminada ipso facto la primera apelación a la tolerancia. Si insistimos en que todos estamos igualmente lejos de la verdad (o igualmente cerca, que para el caso es lo mismo) y hacemos "como si...", puede aparecer alguno que diga: homo homini lupus, el hombre es un lobo para el hombre; que la raza es el valor más alto, etcétera. ¿Cómo es posible la tolerancia, cuando reconozco que tu verdad -el racismo, por ejemplo- es tan "seguramente" verdad, como mi idea de la igualdad radical de todos los hombres? Esta es la tragedia y la inconsecuencia del principio de tolerancia tal como fue fundamentada por la Ilustración. No cabe justicia sin unos principios verdaderos válidos para todos y para siempre, sin unos hechos que son verdad.

Es evidente que para que las leyes sean justas, han de ser leyes verdaderas: expresión de un auténtico deber ser. Pero, ¿qué puede exigir un deber ser si no es el ser real de las cosas? Si se sostiene que no hay modo de conocer qué son las cosas y en qué consiste la naturaleza humana; si no conocemos la verdad (de las cosas) y al mismo tiempo es ineludible dictar leyes, ¿en nombre de quién pueden dictarse? La pregunta no es quién eso poco importa ahora-, sino en nombre de quién o de qué. El subjetivismo no puede dar respuesta a estas cuestiones y se muestra así incapaz de aportar algo positivo a un orden social en el que se respete la subjetividad -la conciencia- de todos los ciudadanos. El subjetivismo, al pretender que cada uno no puede hacer más que tener "su" verdad -no "la" verdad-, está pretendiendo que cada uno tenga su norma, su ley. Pero esto, en la práctica, es el caos. Tampoco la mayoría de votos resuelve el problema de la verdad o bondad de las leyes si no hay un criterio objetivo. ¿Puede pensarse seriamente que lo verdadero y lo bueno es el resultado de la suma de las opiniones de unos individuos ineptos para conocer por su cuenta lo que es verdadero y lo que es bueno? ¿Qué garantiza que la mayoría siempre tenga razón? Las leyes de tal origen, ¿no habrían de entenderse, además, como una forma de violencia sobre los que no estuvieran de acuerdo, aunque fueran minoría? ¿En nombre de quién una mayoría puede imponerse a una minoría? Sólo, acaso, en nombre de la naturaleza de las cosas, es decir de la verdad que trasciende las impresiones subjetivas, que está por encima de la voluntad de los hombres, aun de los que constituyen mayoría: en último análisis, en nombre de Dios, creador de la naturaleza y de sus leyes.

Pero todo esto escapa al subjetivismo de cualquier signo, a toda filosofía basada en el principio de inmanencia, que, por lo mismo, se muestra incapaz de fundar un orden social en el que imperen la justicia, la verdad, la libertad, el bien. El inmanentismo sólo puede fundar tiranías: de uno, de unos pocos o de muchos.

La mayoría de votos es útil, seguramente, para resolver determinados problemas que admiten diversas soluciones: no para decidir sobre la verdad y el bien. La verdad está en las cosas, y en el entendimiento siempre que se adecue a la verdad de las cosas. Y las cosas -también el hombre- son lo que son, con independencia de apetitos o deseos humanos. Afortunadamente, cuando se ama la verdad no es difícil hallarla, al menos en sus aspectos más fundamentales.
Como dice Millán Fuelles, "el subjetivismo sólo es viable mientras no se percibe su latente y fundamental contrasentido: el de construir una teoría que se opone precisamente a las condiciones generales, tanto objetivas como subjetivas, de la posibilidad de cualquier teoría general" (37). Pues bien, la crítica del subjetivismo pone de manifiesto que hay algo cuya verdad no depende de los seres humanos que la piensan, ni de la forma según la cual llegan a pensarlo. Es decir, la verdad no es esencialmente relativa al sujeto; no depende de él, ni de sus funciones, ni de sus posibles modificaciones.

El error del subjetivismo, por lo demás, no se explica únicamente por la capacidad humana de errar. En la práctica se manifiesta como "una cierta manera de hacer autosuficiente nuestro ser, aunque ello no se perciba por completo ni acontezca en virtud de una intención explícita y directa. Eritis sicut dii: he aquí lo que el subjetivismo nos promete" (38). Es una desviación de nuestra tendencia natural al Absoluto, consecuencia de la caída original. Es como un intento monstruoso de suplantar a Dios, la voluntad de decidir sobre lo verdadero y lo falso, sobre el bien y el mal. Con el agravante de que ni siquiera Dios decide en rigor el bien y el mal: porque es el Sumo Bien, sin mezcla de mal alguno, sólo puede obrar el bien, de manera que cuando crea un ser de naturaleza determinada, no puede disponer para él nada que no sea realmente bueno más allá de las apariencias. Dios decide crear o no crear, está en su poder todo lo posible, pero necesariamente hace bien todo lo que hace. Y Dios ha creado el entendimiento para la verdad, para conocer las cosas como son, de modo que, a partir de ellas, podamos remontarnos hasta El, y desde El volvamos a mirar las cosas con nueva luz, y las veamos todavía con mayor claridad, con mayor hondura. Sólo la libertad -que sí es un gran bien, inseparable de la espiritualidad del alma-, por no ser la libertad del Ser perfecto, puede impedir al hombre el acceso a las verdades fundamentales. En último análisis, todo error -en éstas- procede de una voluntad que se ha hecho mala a sí misma, por el mal uso de su libertad.

OBJETIVIDAD DE LA VERDAD

Las expresiones "verdad para mi", "verdad para ti", no tienen sentido más que en ciertas ocasiones del lenguaje impropio. Si la verdad es juicio conforme a la realidad, y la realidad es lo que mide el valor de verdad que un juicio tiene, entonces sucede que el juicio es verdadero si, en efecto, el juicio se ajusta a la realidad y falso si no se adecua a ella. Si el juicio del sujeto A es contradictorio con el del sujeto B, sucede que o ambos están en el error o yerra uno de ellos. También es posible que dos sujetos digan verdad acerca de una misma cosa, sin coincidir en el juicio, porque la ven bajo diversos ángulos o aspectos. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando digo: este objeto es convexo; y otro, que mira por el lado opuesto, dice: es cóncavo. Ambos tenernos razón; ambos decimos verdad, y ambas verdades -por ser verdad- no son excluyentes, sino complementarias, la una de la otra. Esto pasa a menudo, y pone de relieve la necesidad de ver las cosas desde todos los ángulos asequibles, para formar de ellas más cabal concepto. Las verdades no se oponen entre sí, se complementan y son susceptibles de integrarse en una verdad más completa y expresiva de lo que las cosas sean. Pero nótese bien que no puede decirse del que ha dicho alguna verdad parcial que haya dicho una "verdad a medias" o una "media verdad", como si en ningún caso se hubiera obtenido conocimiento verdadero. Suponemos que cada juicio expresa lo que la cosa es bajo distintos aspectos. Por ello, cada juicio dice una verdad "entera", y valga la redundancia, porque decir de una verdad que es "entera" no es más que redundar en lo dicho con la palabra verdad, puesto que una verdad, si lo es, o es "enteramente" verdad o, por el contrario, no es verdad en modo alguno. La verdad no es divisible como la cantidad -no es cantidad-. En cambio, sí es susceptible de un conocimiento más o menos exhaustivo, más o menos total o más o menos parcial, según la complejidad del objeto conocido y la agudeza del entendimiento que lo contempla.

Un conocimiento exhaustivo de las cosas sólo está en Dios, Creador de todas ellas. Nosotros hemos de conformarnos con un conocimiento imperfecto, limitado. Cuenta Tomás de Aquino, con su buen humor no siempre reconocido, que en cierta ocasión encerraron a un sabio para que averiguara la esencia de una mosca y al cabo de treinta años aún no había dado con la respuesta. Tampoco ésta es razón para desesperar. Podemos conocer muchas verdades de la mosca que -por serlo- no hará nunca falta revisar con el paso del tiempo, aunque los tiempos nos deparen descubrimientos espectaculares sobre la mosca. Las verdades que ahora tenemos sobre la mosca, si son verdad, son irreformables. Las nuevas verdades que podemos obtener no anularán -podemos estar bien seguros de ello- las verdades que ahora poseemos. En todo caso, las iluminarán. Cada verdad es como una nueva luz. Sin luz y mediante el tacto podemos tener una noción cuantitativa de un determinado objeto; si se enciende una luz descubrimos quizá sus colores maravillosos. La nueva luz no anula el conocimiento que teníamos del objeto: lo enriquece.

EL RELATIVISMO

Las consideraciones precedentes nos permiten adentrarnos con seguridad en el terreno de las teorías relativistas. Relativismo no es decir que aquel objeto es por un lado cóncavo y por el otro convexo. Esto es realismo. Relativismo sería afirmar que por el mismo lado, aquel objeto es simultáneamente cóncavo o convexo, según lo mire yo u otro individuo. Lo cual supone una teoría del conocimiento en la que se niegue la posibilidad y el hecho de conocer las cosas como son; supone el prejuicio de pensar que las cosas que a mí se me pueden presentar cóncavas, a otro se le pueden presentar convexas. Lo cual implica que las cosas no son de suyo veraces, sino engañosas, falsas. Quiere esto decir que nuestras facultades cognoscitivas no alcanzan las cosas en sí, sino en apariencias o fenómenos que serían algo distinto de las cosas mismas, es decir, que habría que reducir el objeto de conocimiento a meras modificaciones del sujeto que representarían no se sabe qué. Pero sobre este error ya hemos hablado páginas atrás.

El relativismo es una de las formas más radicales de negar la verdad de las cosas y nuestra facultad de conocerla. Es una tentación fácil en la que, desde Protágoras, han ido cayendo muchos.

Augusto Comte, por ejemplo, a los 19 años escribía: "todo es relativo, he aquí el único principio absoluto"; y también más tarde: "todo es relativo, sobre todo al tiempo". Es corno el gran principio del relativismo radical, que altera sustancialmente la noción de verdad. La verdad pasa a ser algo que deviene con el fluir del tiempo, también la "verdad de las cosas", puesto que se supone que todo cambia, que nada hay estable. Aquí han de caer forzosamente todos los materialismos. No es que se niegue siempre la existencia de la verdad, así formalmente; es que se concibe como cambiante la estructura misma de la realidad -como la de la razón- y, por ello, no podría dar lugar a conocimientos universales y necesarios sino que, por el contrario, todo conocimiento tendría una validez limitada en el espacio y en el tiempo. No caben -según esto- juicios universales y necesarios para todo entendimiento.

El relativismo niega, pues, la inmutabilidad de la verdad y afirma su carácter mudable, en función -por lo general- del momento histórico-cultural en que se halla el sujeto cognoscente. El relativismo se deja deslumbrar por el fenómeno de la evolución de las culturas, que interpreta, con frecuencia, al modo de la posible evolución biológica, y pierde de vista todo lo permanente.
No es doctrina nueva, ni del siglo pasado. Dice Santo Tomás que "los primeros filósofos que investigaron la naturaleza de las cosas pensaron que nada existía en el mundo sino los cuerpos. Y como veían que todos los cuerpos eran móviles y los creían en continuo fluir, opinaron que ninguna certeza podíamos tener acerca de la verdad de las cosas; pues lo que está en continuo fluir no puede ser aprehendido con certeza, ya que desaparece antes de que sea juzgado por la mente. Así, Heráclito, como refiere Aristóteles, decía que "no es posible tocar dos veces el agua de un río en movimiento" (39).

El relativista contemporáneo sigue creyendo, como el viejo Heráclito, en el devenir absoluto: todo cambia, nada es (permanente). Aun -nos dirán- aquello que parece estable se halla en estado de cambio. Según el materialismo dialéctico, lo estable no es más que una abstracción. Heráclito decía que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río, porque el segundo baño ya sería en un río distinto, no serían las mismas aguas. Pues bien, desde esa movilidad de las cosas, pretenden concluir que no cabe afirmar nada con validez intemporal, pues lo que ayer era, hoy ya no es, y lo que hoy es, no será mañana: todo cambia, todo fluye... No caen en la cuenta, los que se aferran al cómodo relativismo, que la abstracción injustificada es la operada tanto por Heráclito como por las versiones modernas de tan antiguo error: separan del todo una parte; se detienen a contemplar la parte -el árbol- y la parte les impide ver el todo -el bosque-. el fluir de las aguas les impide ver el río, que es mucho más que agua fluyente: el río es también cauce y orillas, que constituyen con el manantial un todo tan estable que, secularmente, el río ha sido el medio para fijar lo que a los hombres interesa tanto que esté fijo: las fronteras de las naciones, los lindes de las propiedades agrícolas. En rigor, hay que decir, más allá de la metáfora, que "todo movimiento supone algo inmóvil: cuando es la cualidad lo que se muda, permanece la sustancia inmóvil, y cuando lo es la forma sustancial, permanece invariable la materia. Aun en las realidades mudables existen relaciones inmutables. Así, aunque Sócrates no esté siempre sentado, mientras lo está, permanece en determinado lugar. Por eso nada impide que haya una ciencia inmutable de cosas mudables" (40). Tan necesario es admitir el sujeto permanente a través del cambio, como el cambio mismo efectuado en ese sujeto. Las dos cosas, la permanencia y la mudanza, vienen implicadas en el concepto de cambio. Cuando la permanencia falta, no se produce un cambio mayor -un "cambio más cambio"-, sino un fenómeno distinto: la sustitución, que no es cambio alguno: el sujeto primero sería eliminado aniquilado- y se habría puesto en su lugar otra que vendría a ser una nueva creación. Lo cual es inadmisible para el relativismo y menos si es materialista.

El movimiento mismo puede ser, pues, objeto de ciencia, si es movimiento real en sujeto real permanente. Podemos estudiar las leyes de los movimientos y advertir que, para que el movimiento sea posible, se requiere un Primer Motor Inmóvil, el que llamarnos Dios, como prueba Tomás de Aquino en la primera de sus vías para demostrar la existencia de Dios (41).

Aunque todo lo conocido empíricamente se mudara sin cesar y no halláramos nada estable en el mundo de nuestras percepciones, habríamos de afirmar al menos tres cosas: l° la existencia del movimiento; 2° la existencia del Ser inmutable; 3° la existencia de la Verdad absoluta. El devenir, cualquiera que sea su amplitud real, no puede ponerse como fundamento del relativismo : por el contrario, el conocimiento del devenir nos conduce al conocimiento de la verdad del devenir y al conocimiento del Ser inmutable, Verdad suprema, plenitud de Ser, Acto puro. Si se comienza siendo metafísico, es decir, pronunciándose sobre lo que es la realidad -como hace el relativismo, aunque se proclame antimetafísico : la realidad es devenir, afirma-, no hay más remedio que acabar, en consecuencia, negando el relativismo : reconocer la verdad absoluta.

LA FAMOSA TESIS DE "LA EVOLUCIÓN DE LA VERDAD"

La tesis de "la evolución de la verdad", que tanto alentó Hegel, sólo es concebible alterando sustancialmente la noción de verdad, tal como aquí la estamos contemplando. ¿Qué sentido puede tener la afirmación de que la verdad evoluciona? Sólo puede pretender tal aserto que el objeto de referencia de mi juicio evolucione sin cesar. Seguirnos, en el fondo, con el caso de Heráclito y vale lo que hemos dicho anteriormente. Pero además, cabe añadir que bastaría que, por un solo instante, un objeto ocupara el campo de mi conocimiento para poder formular juicios valederos universalmente. Si yo digo "este papel existe" y si en aquel "ahora" en que hablé, aquel papel existía, siempre será verdad que entonces existía el papel. Podemos decir que es una verdad universalmente válida, aunque no sea universalmente conocida. Si la verdad es concordancia de un juicio con lo real existente, basta que un juicio actual concuerde con la correspondiente realidad actual, para que sea siempre verdadero y goce de cierto valor absoluto.

Por muy cambiante que sea una realidad -por mucho que pueda "evolucionar", si es que puede- nunca lo es tanto que no permita hacer sobre ella juicios de valor universal. Tomás de Aquino así lo explicaba: "Que Sócrates esté sentado no es un hecho necesario; pero que esté sentado mientras lo está, eso sí es necesario. Y esto puede ser tomado como verdad cierta" (42). No será seguramente una verdad conocida por todos, pero de algún modo es una verdad para todos, por cuanto todos podrían conocerla si estuvieran ante Sócrates en el momento que está o estuvo sentado. Y para mostrar la posibilidad de la ciencia, incluida la metafísica, que exige juicios universales y necesarios, dice que "los seres contingentes pueden ser considerados de dos maneras: Una, en cuanto contingentes; otra, en cuanto que en ellos se encuentra cierta necesidad, pues nada hay tan contingente que no tenga en sí alguna necesidad. Por ejemplo, el hecho de que Sócrates corra es en sí mismo contingente ; pero la relación de la carrera al movimiento es necesaria, pues, si Sócrates corre, es necesario que se mueva" (43). Las cosas contingentes -aquellas que pueden ser o no ser- no admiten ciencia, puesto que la ciencia exige juicios universales y necesarios, mientras que los hechos contingentes, en cuanto tales, son particulares y contingentes. Pero esas cosas en cuanto que son, sí admiten -y fundan- ciencia, pues en ellas se encierra cierta necesidad, la necesidad de ser -mientras son- tal como son; y mientras de tal modo son, mantienen relaciones necesarias con muchas otras cosas. Y como el intelecto goza de capacidad abstractiva para entender las formas universales de las cosas, es posible la ciencia, incluso acerca de cosas contingentes. Y así dice Santo Tomás: "si se consideran las razones universales de las cosas que pueden ser objeto de ciencia, todas las ciencias tienen como objeto lo necesario. Pero, si se consideran las cosas en sí mismas, unas ciencias tienen por objeto lo necesario, y otras, lo contingente" (44).

En definitiva: en la medida en que las cosas son, y son conocidas tal como son, podemos formar sobre ellas juicios verdaderos, universales y necesarios, valederos, por consiguiente, para cualquier entendimiento de cualquier tiempo o lugar. La contingencia, el cambio, la evolución, la temporalidad, no son obstáculo para la ciencia, y mucho menos para la ciencia metafísica, que indaga las cosas precisamente en cuanto que son.

Pero también le cabe a la hipótesis evolucionista la pretensión de que no sólo cambie la naturaleza de las cosas -objetos de conocimiento- de un modo incesante (aunque fuera así, ya hemos viso que cabría no obstante formular juicios con valor absoluto), sino que cambie también la inteligencia, la misma facultad intelectual, de modo que, con el cambio o evolución, necesariamente resultara un conocimiento distinto de la misma cosa en las diversas etapas del cambio. Esta es una tesis característica del historicismo.

Ante todo hay que decir que la hipótesis historicista es del todo gratuita; carece de fundamento experimental, científico, filosófico y mucho menos teológico. No se conforme con los hechos conocidos negar que los humanos tengan una naturaleza común, con inteligencia esencialmente igual. La diversidad de personalidades y culturas humanas son posibles -y posibles de ser así clasificadas- por esa común naturaleza que constituye a cada hombre como animal racional. El hombre "se hace", de acuerdo. Pero no se hace cualquier cosa. Se hace desde una realidad dada, a partir de unas facultades dadas también con la naturaleza humana, que superan las del simple animal. El hombre es libre, pero su libertad tiene limites: límites no bien conocidos, ciertamente, pero es bien sabido que los límites existen, impuestos por diversos elementos, como su corporalidad, por ejemplo. Puede dominar su corporalidad, hasta cierto punto, porque es libre; pero no puede despojarse de su corporalidad, porque sólo es libre hasta cierto punto. Su libertad no es ni la espontaneidad del animal ni la absoluta libertad divina. El hombre es un compuesto de espíritu y materia. Y esto define una naturaleza: un principio fijo de comportamiento, que no es lo mismo -en el decir de Millán Puelles- que un principio de comportamiento fijo. Naturaleza y libertad, en el hombre, no se contradicen. A1 contrario, la libertad se asienta en una naturaleza, en un ser bien definido, inteligente, capaz de descubrir más de un camino para alcanzar los fines, más allá de sus "instintos animales". Esto supone ver más allá de lo que aparece, más allá de la imagen sensible que solicita las apetencias de un momento, y poder resistirse a ella, en busca o espera de algo que se sabe que es mejor, más bueno, más verdadero. Todo esto quiere decir que el hombre conoce, desde que actúa su inteligencia, al ente en cuanto ente; que tiene la noción de ente; que está abierto a todo ente; que no está determinado por éste o aquél, sino por el bien universal, irrestricto. Y desde el momento en que se conoce el ente en cuanto ente, se conoce lo verdadero y se es capaz de conocimiento metafísico. Este conocimiento lo tiene ya el niño cuando despierta al uso de razón. Y lo tuvieron los primeros humanos, por muy rudimentaria que pudiera ser su inteligencia.

Los primeros humanos, muy elementalmente quizá, conocieron las cosas como son. Nosotros quizá sabemos más cosas. Pero en un diálogo con ellos, si fuera posible, llegaríamos a entendernos con buena voluntad. Nosotros podríamos enseñarles muchas cosas, pero seguramente ellos tendrían también algo que decirnos.

En el transcurso de los siglos, el saber humano no ha cesado de precisarse, profundizarse, prolongarse. Pero la orientación ha sido siempre la misma; los caminos recorridos en el pasado no cambian. El sabio crea útiles nuevos para cumplir una tarea antigua. La inteligencia permanece fiel a sí misma a través de sus diversos itinerarios: afirmaciones del sentido común, teorías científicas o sistemas filosóficos. La obra de Meyerson, De l"explication dans les sciences, concluye con un capítulo titulado "La unidad de la razón humana", cuyas últimas palabras son un resumen de la vasta tarea del autor: "Todo nos permite creer en la unidad esencial de nuestra razón; más aún, todo nos ordena a afirmarla... Cede incesantemente, pero es para orientarse de nuevo inmediatamente, formulando sus exigencias, siempre las mismas, a las que nunca renuncia y a las que no ha renunciado en el pasado... La razón humana es verdaderamente una: todo el mundo, siempre y en toda circunstancia, ha razonado y razona según un modo esencialmente invariable" (45).

"¿Qué hubiera sido -se pregunta Lakebrink-, por ejemplo, de la historia de la humanidad, a pesar de toda la libertad de nuestra autodecisión, si la atemporal forma específica de la humanitas no conservara la unidad y la continuidad de la historia? Sólo porque la esencia intemporal del hombre permanece inalterada dentro de la singularidad y la contingencia de la existencia histórica, somos capaces de leer hoy en el ayer y, al revés, lo pasado en el presente. Por eso la historia es siempre más que el ensamblaje atomizado de autodecisiones instantáneas, y seguramente es más que la simple nueva chispa del acontecimiento (HEIDEGGER), que de una manera misteriosa une al hombre y al ser en su unidad esencial" (46).

Pero al margen de las conclusiones obtenidas por inducción o por observación de los fenómenos humanos, cabe una consideración metafísica del espíritu humano. La metafísica, en efecto, descubre con claridad la espiritualidad del alma humana, al comprobar que sus operaciones específicas -conocimiento intelectual, abierto a toda la realidad, incluida la espiritual, y volición libre, capaz de extenderse a todo bien, incluso al bien no corpóreo- son espirituales. El alma humana es a la vez alma y espíritu; alma, en cuanto anima y vivifica a un cuerpo; espíritu en cuanto lo trasciende y puede existir y obrar separada de él. El alma humana puede obrar con independencia del cuerpo. El entender y el querer son las operaciones que permanecen al corromperse el cuerpo humano(47). La independencia en el obrar del alma respecto al cuerpo es comprensible desde el momento en que se ve que el alma tampoco depende del cuerpo en cuanto al ser (48). Sin embargo, "como el entender del alma humana precisa de potencias que obran mediante órganos corpóreos, es decir, de la imaginación y del sentido, por esto mismo se comprende que naturalmente se une al cuerpo para completar la especie humana" (49). Ahora bien, el alma humana se une al cuerpo de la única manera en que puede hacerlo, sin dejar de ser lo que es por naturaleza, por creación de Dios: espíritu. Y un ser espiritual no está compuesto de partes, como la sustancia corpórea; no tiene cantidad, sólo composición de esencia y acto de ser. Por ello no puede mudar sustancialmente. Cierto que, al ser una sustancia incompleta que se compone con el cuerpo, está sujeta a ciertos cambios accidentales. Se inserta en el cuerpo, vive en el tiempo, conoce, razona, desea, quiere, ama... (50) ; y así puede ir perfeccionándose, pero nunca alterar su esencia, que, como tal, es inmutable. Un cambio sustancial supondría su aniquilación y una nueva creación. Ya no sería cambio, sino sustitución, sin razón de ser. El espíritu no evoluciona. La mente humana, facultad espiritual, tampoco puede hacerlo (51). Le cabe, sí, una operación más o menos perfecta, en la medida en que depende en su operación actual de los órganos corporales. Pero esto nos permite ya plantear la cuestión de un modo más oportuno.

El planteamiento correcto del tema, una vez sabido que el espíritu no puede evolucionar, en sentido estricto, se encuentra en la cuestión 85, artículo 7, de la 1ª parte de la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino. Allí se pregunta "si uno puede entender la misma cosa mejor que otro". En ella se contienen unas palabras de San Agustín que resuelven de pasada el tema de la historicidad de la verdad por el lado del entendimiento. Dice así: "el que conoce una cosa de modo distinto a como es, no la conoce". Es obvio: Si nuestros antepasados conocieron las cosas como no son, no las conocieron de ninguna manera; no conocieron, en modo alguno. La afirmación resultaría muy grave, puesto que equivaldría a negarles la condición humana. Sólo hay dos alternativas: o concedemos a todos los hombres la aptitud de conocer las cosas como son -que es lo sensato-, o negamos a todos tal aptitud; lo cual sería pura y simplemente insostenible escepticismo. Es forzoso reconocer que todos los hombres, en el ejercicio de su capacidad intelectual alcanzan -aunque sea con errores accidentales- la verdad de las cosas. No tenemos derecho a mirar a nuestros antepasados por encima del hombro y pensar que sólo entendemos nosotros, y que sólo nosotros somos los inteligentes. Ellos conocieron verdades y cayeron en errores, corno nosotras. Y puede suceder que ciertas verdades por ellos conocidas no las hayamos captado, por diversísimas razones: prejuicios de época, superficialidad, o por los condicionamientos que impone una conducta de espaldas al verdadero bien.

Cabe pensar, no obstante, que con el paso del tiempo, lo mudable en el hombre -la corporalidad- haya mejorado sus cualidades, se haya desarrollado más y mejor. No hay inconveniente en admitir esta hipótesis, aunque no debemos perder de vista que Platón demostró tener una inteligencia más poderosa que la de ranchos de nosotros, la mayoría. No obstante cabe la posibilidad de un mejoramiento de las disposiciones corporales, de tal modo que permitan una mayor capacidad cognoscitiva, intelectual.

"Y en este sentido puede uno entender la misma cosa mejor que otro, por cuanto es superior su vigor intelectual; como en la visión corporal ve mejor el objeto aquel que posee una facultad más perfecta, con mejor capacidad visiva" (52). Ahora bien, si cuando decirnos que alguien conoce una cosa más que otro, queremos decir con el "más" que el segundo no conoce las cosas como son, caemos en una confusión, "porque, si la entendiese distinta a como es, o entendiese que es mejor o peor, se engañaría y no lo entendería, como arguye San Agustín" (53). "Quien entiende, en aquello que entiende, no puede errar"(54).

En resumen, suponiendo que el hombre evolucionara todo lo que le es posible, nunca llegaría -como quería Nietzsche- a ser un hombre enteramente distinto (ya no sería hombre); no conocería las cosas de un modo radicalmente diverso a como las vemos nosotros; las conocerla de modo más perfecto: vería "más" en las cosas, pero ese "más" no anularía nuestros conocimientos verdaderos, sino que los confirmaría con una nueva luz. Y puesto que la verdad y el bien coinciden en las cosas, podría conocer mejor el bien; pero las cosas buenas seguirían siendo buenas, y las malas, malas.

Es hora ya de quebrar el mito historicista. Cualquiera que fuera el momento en que el primer hombre apareció en el mundo, ese hombre era esencialmente igual a nosotros. Quizá su capacidad intelectual era muy rudimentaria, pero por rudimentaria que fuese, su entendimiento era apto para el conocimiento metafísico de la realidad. Donde hay entendimiento hay aptitud y ordenación a la verdad, y el conocimiento de la verdad más insignificante implica ya el conocimiento de la Verdad primera, luz poderosa para entender en profundidad las cosas que forman el entorno de la persona y su ordenación al último fin.

Lejos de lo que supone el historicismo, la verdad no está sujeta a condiciones históricas, aunque lo esté el conocimiento humano de la verdad. Es cierto que en una determinada época, pueden resaltar más algunas verdades; pueden resultar más inteligibles determinados aspectos, mientras que otros quedan como ocultos, inéditos. En ello juega un papel decisivo la afectividad. Hay verdades que resultan simpáticas, agradables en cierto momento, y se estudian más y se hacen más patentes. En cambio, otras, que son igualmente verdad, contrarían actitudes, hábitos arraigados, y no se está fácilmente dispuesto a reconocerlas. Así pueden ser olvidadas e incluso suplantadas por errores.

Pero lo que una vez fue verdad no puede quedar anulado por una nueva verdad; no puede pasar a ser un error. Sólo el error es del todo subjetivo y se halla históricamente condicionado y a merced de la mudanza de las situaciones.

No hay pues "historicidad de la verdad"; lo que es propiamente histórico es el conocimiento de la verdad, tanto por parte del hombre como del conjunto de la humanidad. El hombre no nace sabio, ha de ir por pasos en el conocimiento de la verdad. Por lo demás, el hombre vive en sociedad, y casi sin pretenderlo va trasvasando sus descubrimientos a un depósito común que permite avanzar al conjunto de la humanidad hacia niveles más altos de sabiduría, sin necesidad de que cada uno haya de comenzar desde cero, en la búsqueda tanto de las verdades últimas como de las que constituyen el objeto de las ciencias particulares. Si cada hombre, o cada generación, hubiera de comenzar desde cero, seguiríamos aún en los tiempos de Adán y Eva. Sin embargo, lo que acabamos de ver -esa necesidad del transcurso del tiempo para alcanzar cada vez síntesis más altas desde las cuales puedan contemplarse con mayor lucidez las verdades particulares, no supone que el conocimiento parcial de las cosas o de las relaciones que las vinculan entre sí no sea propiamente verdadero. No debemos esperar al fin de los tiempos para dar con certeza un asentimiento. El juicio adecuado a una parte mínima de un ente ínfimo en un instante fugaz es ya un juicio verdadero con valor supratemporal, pues siempre podrá decirse que aquella cosa, bajo ese aspecto determinado, es o fue así. Además, los juicios verdaderos sobre las cosas que no dejarán de ser nunca podrán sostenerse siempre bajo la forma presente; lo cual sucede con todos nuestros conocimientos verdaderos acerca de Dios, y de las naturalezas humana y angélicas, que poseen una naturaleza o sustancia inalterable.

Verdad no es sólo -como pretendía Hegel- la verdad total. J.-P. Sartre, fiel a Hegel, afirma también la estricta identidad entre Verdad e Historia: habría una sola verdad, un único sentido de la historia y no "verdades", "historias". La verdad única y total "se haría" en la historia y estaría pasando ahora por el marxismo -que sería la "verdad" de hoy-, en esta fase de la evolución del ser, que, para Sartre, coincide con la del conocer (ratio) y que constituye el proceso que llama "Razón Dialéctica". Sartre reduce todo a devenir, corno el viejo Heráclito, como Hegel, como la "izquierda hegeliana" del materialismo dialéctico. Sartre magnifica la historia como tal y todo lo disuelve en ella; la sustancia singular se esfuma: es natural que esta concepción desemboque en el nihilismo más completo. Sartre adapta el marxismo por esta razón: la verdad, que es cambiante, la tiene siempre el grupo que domina, mientras domina, hasta que llega otro, con "otra verdad" superadora de la anterior (55). Esta tesis, del más radical relativismo historicista, permite asumir todas las doctrinas y justificar todos los crímenes habidos en la historia; aceptar a la vez lo que realistamente se llama verdad y lo que se llama error, el bien y el mal, el ser y el no-ser. En estas circunstancias sería mejor no hablar de verdad o de bien, de error o maldad, porque todo se confunde con "la Historia".

Pero aun fuera de ese absurdo contexto sartreano marxista, tampoco puede restringirse el concepto de verdad a la verdad total, que no tendría lugar más que en Dios, único Ser que conoce exhaustivamente a Sí mismo y a todo lo demás, en una visión única y eterna. Ciertamente Dios es la Verdad. Pero también hay verdad en las cosas creadas por Dios, pues son, y son "tal como son", inteligibles, capaces de causar una verdadera aprehensión de ellas mismas. Los entendimientos creados participan también del ser hasta el punto de la espiritualidad, y pueden hacerse, en alguna medida, con la verdad de las cosas. No sólo hay Verdad, hay también verdades. No sólo hay Entendimiento, también hay entendimientos.

El hecho de que mi concepto de "mesa", por ejemplo, no abarque todo lo que esta mesa es, no quiere decir que mi concepto sea falso, porque todo lo que contiene mi concepto de mesa, corresponde a lo que hay en "esta" mesa. Nunca un concepto humano puede representar todo lo que realmente contiene la cosa. El concepto es siempre "universal", predicable de una pluralidad de individuos. Las condiciones individuantes de las cosas no escapan a la intuición, pero sí al concepto. Esto quiere decir, sencillamente, que el conocimiento humano no es divino, es limitado. Una cosa es la adecuación imperfecta del conocimiento con la realidad y otra distinta la falibilidad; lo primero es consecuencia de la limitación; lo segundo, del error.

Relativismo e historicismo tienden a confundir el conocimiento imperfecto con el conocimiento falso, o con el conocimiento sólo verdadero para el sujeto cognoscente. Pero como escribió Bergson : "una cosa es un conocimiento relativo y otra muy distinta un conocimiento limitado. El primero altera la naturaleza de su objeto; el segundo lo deja intacto, se limita a captar únicamente una parte. Creo que nuestro conocimiento de lo real es limitado, reas no relativo: incluso el limite podrá retroceder indefinidamente" (56).

No debe confundirse progreso en el conocimiento de la realidad y evolución de la verdad. El progreso no anula, ilumina las verdades anteriormente conocidas; la pretendida evolución las destruiría.

EL PERSPECTIVISMO

Desde luego, hemos de tener en cuenta que la realidad es "polifacética", y que no poderlos abarcarla de un solo golpe de vista. Esto ha sido mal asumido por otra teoría del conocimiento, en el fondo escéptica, pero presentada al modo del relativismo histórico: la perspectivista, sustentada extremosamente por Nietzsche: "Hay una multiplicidad de ojos -dice en una de sus obras-... y por ello una multiplicidad de verdades, y por ello no hay verdad ninguna". Nietzsche sustituía la teoría del conocimiento por una "teoría perspectivista de los afectos". Llega a decir que las verdades "objetivas" son meras convenciones: "un ejército en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos ; en otras palabras, una suma de relaciones humanas". Dice Nietzsche que sólo por olvido puede el hombre llegar a imaginarse que posee una verdad en sentido objetivo, verdad que sería tan sólo "el planto que encubre instintos e impulsos de naturaleza muy distinta".

Hay que reconocer que el filósofo alemán lleva a las últimas consecuencias el relativismo, hasta alcanzar el fondo de radical escepticismo que entraña.

Pues bien, el carácter "perspectivo" del conocimiento humano no conduce necesariamente al relativismo, a no ser que se entienda mal. Porque el hombre tiene también conocimiento de la perspectiva como tal. Prueba de ello es que la hacemos tema de nuestra reflexión. En consecuencia, la controlamos y la superamos. Vemos un hombre a lo lejos; su tamaño aparece corlo el de una hormiga; pero no se nos ocurre decir que su tamaño real es el de una hormiga; somos conscientes de que se trata de un efecto de la distancia sobre nuestra retina (57). Lo mismo pasa con objetos de otra índole: al saber que conocemos sucesivamente aspectos de la realidad (aspectos reales), sabemos que nuestros juicios son tan verdaderos como susceptibles de ser enriquecidos (no anulados) por otros que vayan surgiendo al compás de nuestras indagaciones.

Es evidente que el conocimiento humano -sobre todo el conocimiento sensitivo- es "perspectivo" : ha de proceder con frecuencia a base de "inspecciones" múltiples, mediante las cuales va congo dando vueltas en torno a su objeto y captando sucesivamente "aspectos" de las cosas, penetrando así más hondamente en las esencias. "Circunspección", podríamos llamar a tal modo de proceder, que nos conduce al descubrimiento de la verdad esencial, objetiva (58).

El "perspectivismo", en cambio, desespera de alcanzar la verdad por dos razones: lª subestimar el valor de las diversas "inspecciones" por las cuales obtenemos datos de las cosas, como el color, el sabor, la dimensión, etcétera, que ya ofrecen verdades de la cosa; incluso si un enunciado es verdadero sólo bajo cierto punto de vista, algo hay en él de pura y simplemente verdadero. 2ª No atender a la capacidad de la mente para integrar a partir de múltiples "inspecciones" un concepto verdadero y suficientemente completo de las cosas.

Precisamente la posibilidad del "perspectivismo" supone la posibilidad -normalmente actuada- de caer en la cuenta del carácter perspectivo del conocimiento humano, con lo cual el hombre se torna "circunspecto". "Circunspección" es la actitud del sabio, que observa el objeto desde distintos ángulos, trascendiendo con ello toda perspectiva, obteniendo verdades cada vez más hondas.

Por lo demás, el espíritu humano es capaz de situarse en las más diversas perspectivas. No está enteramente inmerso en su circunstancia ó situación original. De lo cual ofrece una buena muestra el ingenio de los grandes de la literatura universal, que han sabido situarse en la "perspectiva" de los más diversos personajes, en los que personas reales de tiempo y lugares muy distintos se han visto retratadas. Toda persona normal es capaz de trascender en suficiente medida su propia situación, para comprender la realidad tal como es. Y esto ocurre porque el espíritu -también el humano-, aunque vive en la historia, está al propio tiempo más allá de la historia. "El alma humana está situada en el confín de los cuerpos y de las sustancias incorpóreas, como en el horizonte que existe entre la eternidad y el tiempo" (59). El alma humana emerge sobre la materia (60) y conserva siempre una cierta trascendencia sobre las categorías de espacio y tiempo; se ha dicho que es como una eternidad incoada. Y se ha escrito certeramente que "en lo sumo del alma humana hay un punto espiritual misterioso: aquel donde se realiza el acto de pensar y querer, de juzgar y decidir, de afirmar y de amar, el acto por el cual el hombre se abre al ser. Allí el espíritu toma conciencia de sí, por estar misteriosamente presente en él, como centro inefable de emanación, más allá de lo objetivable y lo intencional, más allá del tiempo" (61).

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Del libro editado bajo el título LA LIBERTAD EN EL PENSAMIENTO, por Ed. Rialp, Madrid 1977. ISBN: 84-321-1921-O.