Sobre la verdad y el error

I. Experiencia del error y existencia de la verdad

Autor: Padre Antonio Orozco-Delclós
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Sumario de la Primera Parte


La experiencia del error. el escepticismo

Existencia de la verdad

¿Qué es la verdad?

El error inmanentista

La rectificación

Crítica del principio de inmanencia




Decimos que "las cosas son tal como son". Con ello queremos reconocer que el ser y el modo de ser de las cosas no dependen de nuestra voluntad o estimación. Las cosas están ahí, por así decir, disfrutando de una naturaleza propia, de un acto de ser igualmente propio, que no se confunde con mi percepción o conocimiento. En otros términos, las cosas poseen su propia verdad. Y cuando hablamos de la verdad de las cosas no hacemos más que reconocer su consistencia e inteligibilidad.

LA EXPERIENCIA DEL ERROR. EL ESCEPTICISMO

El paso del tiempo nos enseña también que no es siempre fácil hacerse con la verdad de todas las cosas; que muchas veces tenemos que conformarnos con verdades parciales; y que otras muchas hemos incurrido en error: nos habíamos precipitado en el juicio, o no habíamos inspeccionado bien la cosa, o quizá la cosa excedía nuestra capacidad de comprensión.

El hombre normal, ante la experiencia del error, se hace cauto, prudente en sus juicios, sin perder, no obstante, el íntimo convencimiento de que permanece radicalmente implantado en la verdad. No desespera de su facultad de entender, ni tampoco niega la verdad que hay en las cosas. No se repliega en sí mismo declarando que él ya tiene "su" verdad y que no necesita mirar al mundo para saber cómo es; o que las cosas son siempre como él las piensa y basta. Eso sería el suicidio de la razón. Lo curioso es que nunca han faltado suicidas con pretensiones de arrastrar a muchos a su triste final. La actitud negativa ante la verdad es muy antigua; se remonta a la Grecia de Protágoras. Los sofistas hicieron tabla rasa del trabajo filosófico precedente y produjeron una honda crisis de desánimo. Los filósofos se contradecían; las opiniones contradictorias se multiplicaban, creando un clima de confusión en el que era muy difícil aclararse acerca de las cuestiones más básicas. Si nosotros diéramos nuestra opinión, decían algunos, no haríamos más que añadir un elemento más a la discordia. Los errores de los sentidos, los sueños, las alucinaciones, los fenómenos a los que dan lugar la embriaguez y la locura, parecían apoyar la tesis escéptica: no podemos conocer la verdad; no podemos alcanzar certeza alguna; hay que abstenerse de juzgar. No era un "yo no sé nada", sino más bien "me abstengo"; en todo caso, "busco". Se trataba de una duda sistemática que suspendía deliberadamente todo asentimiento. Aristóteles alude a aquellos que, radicalizando la postura, no hablaban, se limitaban a mover el dedo meñique : pensaban que pronunciar cualquier palabra era reconocerle un sentido, una referencia a la verdad. Y estaban en lo cierto. No caían, sin embargo en la cuenta de que los movimientos del dedo meñique pueden tener una significación exactamente igual a la de las vibraciones de la laringe. Incluso en ocasiones el lenguaje del gesto es aún más expresivo que las palabras. Aquel agnóstico que fue Albert Camus reconocía que "la única actitud coherente fundada en la no significación sería el silencio, si el silencio, a su vez, careciese de significación. La absurdidad perfecta trata de ser muda" (6). Pero el absurdo es insostenible, y la razón se traiciona cuando lo afirma. Negar que las cosas tengan verdad, inteligibilidad y sentido es, al mismo tiempo, afirmar lo contrario.

Se cuenta la anécdota que sucedió estando 1.-P. Sartre -el filósofo del absurdo- en petit comité, defendiendo con particular vehemencia, argumentando con toda suerte de efectismos dialécticos que la verdad no existía. En esto, una discípula, enardecida por el entusiasmo, exclamó: "¡Qué gran verdad es ésta!" No deja de ser una esperanzadora respuesta. Decía Chesterton que la mayoría de los escépticos fundamentales parecen sobrevivir porque son escépticos inconsecuentes y nada fundamentales. "Si bien es fácil hablar mal de la razón, afortunadamente esto no se puede hacer sino en nombre de la misma razón, la cual, por tanto (...), se hace viva y presente en el mismo acto que pretende negarla. Cualquier condena de la razón que se intente no puede proceder sino de la misma razón que reflexiona y que, por tanto, conduce a una definitiva afirmación de su valor" (7). El que trata de asesinar a la razón, por lo mismo la resucita (8). La duda universal es un imposible que no puede sostenerse ni siquiera como punto de partida teórico del conocimiento filosófico. Las posiciones escépticas, aun las mejor presentadas, acusan un lamentable gesto de pereza mental. Sus motivaciones profundas no son tanto gnoseológicas como psicológicas. Balmes llamaba al escepticismo, "la agonía del espíritu". El escéptico cede ante dificultades mínimas. El escepticismo no es una actitud original, sino una enfermedad del alma, un decaimiento. Y las épocas escépticas son, sin duda, épocas decadentes.

Síntoma inequívoco de decadencia es lo que acontece en bastantes aulas de filosofía, donde lo único que parece interesar es la historia de la filosofía, lo que han dicho los filósofos, o simplemente, tal o cual filósofo. Más que la verdad de las cosas, se expone lo que han dicho acerca de las cosas. Es la versión intelectualizada del "se" cotidiano, de masas: "se dice...", "se comenta...", "se estima...", que pretende imponer un modo impersonal de entender las cosas conveniente para el que lo lanza a la opinión pública. "En realidad -veía Gabriel Marcel-, el se es un pensamiento decaído, un no pensamiento. Pero compruebo que este fantasma está en el horizonte de mi conciencia y la oscurece; me rodea, corro el riesgo de que me rodee por todas partes." Y esto incluso de una manera inconsciente. Por ejemplo: "En la medida en que reflejo mi periódico, sin sospechar siquiera que estoy reflejando tal periódico, participo del se, lo propalo, lo divulgo (esto se traduce en frases tan ingenuas como todo el mundo sabe, no se puede dudar, etcétera)." Lo propio de la persona es huir del se como del aceite hirviente. El se, ciertamente, funda una existencia inauténtica; y lo único que puede introducirnos en el ámbito de la autenticidad es una tenaz resistencia al dominio de ese tiránico impersonal, sea de padres desconocidos o de filiación bien sabida.

El fin de la filosofía, que es también fin natural del entendimiento humano -su gozosa quiescencia- "no es saber lo que los hombres han pensado acerca de las cosas, sino la verdad que hay en ellas" (9). "No pertenece a la perfección de mi entendimiento lo que tú quieras o lo que a ti te parezca conocer, sino sólo lo que hay de verdad en las cosas", escribía Tomás de Aquino (10). Es la negación del servilismo intelectual; la afirmación de la aptitud personal para el conocimiento de las verdades fundamentales; una muestra del vigor intelectual del hombre que sabe acoger todo hallazgo verdadero del pasado, asumirlo con originalidad y elevarse a las más altas cumbres del saber. Un ejemplo para esta época nuestra. Si acudimos a maestros tales como Tomás de Aquino, no es para estancarnos en la repetición de sus enseñanzas, sino para que nos muestren el camino hacia las "cosas mismas", para que nos enseñen a sortear el escollo del tópico, del mito, del sofisma, y desbrozar el campo de las evidencias inmediatas, y elevarnos hacia las verdades últimas, esas que ofrecen para nuestras vidas un sentido claro, adecuado, definitivo.


EXISTENCIA DE LA VERDAD

Frente al escepticismo, afirmamos pues la existencia de la verdad. Es de sobra conocido el argumento -ad absurdum- de Aristóteles, Agustín y Tomás: "Quien niega la existencia de la verdad afirma implícitamente que la verdad existe, pues si la verdad no existiese, sería verdad que ella no existiría ; y si algo es verdadero, es necesario que exista la verdad" (11). No es esto un juego de palabras. Decir que "no hay verdad alguna" es afirmar la conformidad del entendimiento actualmente negante con una desarmonía objetiva, dada por supuesto, entre el conocimiento en general y las cosas: equivale a sostener una afirmación verdadera. Esta reflexión, que reduce al absurdo la posición escéptica, "no se refiere sólo a la existencia de la verdad en absoluto y con independencia de nuestro conocimiento de ella: se refiere también a la posesión por nuestra parte de esa verdad absoluta. Esa misma reflexión puede adoptar esta otra forma: quien niega que la verdad exista en su entendimiento afirma que existe en él, porque si en su entendimiento no existe la verdad, este juicio negativo será verdadero y será una verdad que existe en él. Con todo -añade J. García López-, ni estas mismas reflexiones superan o sustituyen la firme convicción, habitualmente poseída por todos, de que 1a verdad se encuentra de algún modo en nosotros. Es éste un supuesto de inquebrantable firmeza, una luz que no puede apagarse por más tinieblas que amontonemos, y que no podemos dejar de ver, aunque le volvamos la espalda una y mil veces" (12).

¿QUÉ ES LA VERDAD?

Es necesario precisar ahora qué entendemos por verdad. Todos lo sabemos; sabemos qué queremos decir cuando afirmamos "esto es verdad". Queremos decir: "esto es así, tal como lo digo". Estamos diciendo que algo es, y que es esto y no otra cosa, y que mi juicio acerca de ese algo está conforme con lo que en realidad es la cosa. De ahí que se haya hecho clásica la definición de verdad corno adecuación entre lo entendido y la cosa (13) ; éste es el más propio y formal sentido de la palabra "verdad". Con ella significamos una relación de adecuación entre una cosa conocida y lo que hay en quien la conoce. Cuando decimos "este papel (que está ahí sobre la mesa) es blanco", el juicio es verdadero si el papel es blanco, es decir, si la blancura está de algún modo en el papel y no sólo como cierta impresión en el entendimiento. Así, la blancura está verdaderamente en el papel y también, aunque de otro modo, en mi entendimiento adecuado a la cosa de que hablamos. Llamamos pues "verdadero" tanto a la blancura del papel como al juicio del entendimiento que afirma la blancura del papel. Por eso se dice que la verdad es un término analógico, porque tiene diversos sentidos -se dice de las cosas y del entendimiento-, aunque convienen en significar siempre una relación de adecuación o conformidad entre entendimiento y cosa.

Cuando hablamos de la verdad de las cosas (verdad ontológica), apuntamos al acto por el cual son, y son lo que son, con independencia de que las conozcamos o no. Hay que decir que las cosas todas son conocidas siempre en acto por el entendimiento divino, sin el cual nada podría existir. Dios conoce perfectísimamente todo lo que hay, de modo que todo es de una manera adecuada al conocimiento que Dios tiene de cada cual, y así todas las cosas son como un reflejo del conocimiento de Dios Creador. Y, precisamente en la medida en que son ese reflejo, poseen como una luz inteligible en virtud de la cual pueden ser entendidas por los demás entendimientos. No es que los entendimientos creados les presten la inteligibilidad; la inteligibilidad les viene con el acto de ser, que es siempre don de Dios Creador. Las cosas son ya inteligibles en la medida en que son, y siempre son entendidas por Dios en acto. En cambio, las cosas no siempre han de ser entendidas por los entendimientos creados, y sin embargo son lo que son siempre y cuando sean entendidas de tal modo por Dios. "La verdad de las cosas no depende de la visión del entendimiento humano. Ciertamente hay muchas cosas que no son conocidas por nuestro entendimiento, pero no hay ninguna que el entendimiento divino no conozca en acto (el entendimiento humano simplemente las podría conocer). Por eso en la definición de la "cosa verdadera" puede incluirse la visión en acto del entendimiento divino, pero no la visión del entendimiento humano, a no ser en potencia (...)" (14). Estas puntualizaciones elementales son requeridas por los errores que se han dado sobre el asunto y que más adelante analizaremos. La verdad de las cosas, pues, no incluye el ser conocida actualmente por el entendimiento humano, "porque en este caso no sería verdadero lo que no se ve, y esto es manifiestamente falso respecto a las más escondidas piedrecillas que están en las entrañas de la tierra" (15). Pero la verdad que se predica de las cosas en orden al entendimiento divino les corresponde a ellas inseparablemente, pues no podrían subsistir a no ser por el entendimiento divino, que produce en ellas el ser. Y "aunque no existiese el entendimiento humano, todavía la cosa sería verdadera en orden al entendimiento divino" (16).

Ahora bien, si no entra en la definición de la verdad de las cosas el conocimiento actual del entendimiento humano, sí está de alguna manera incluido el conocimiento potencial, porque no es accidental a las cosas la aptitud de ofrecer a nuestro entendimiento la posibilidad de formar un concepto verdadero de ellas. Esta aptitud o luminosidad conviene tanto a las cosas como su propio ser. Así como cualquier cosa que resulta de un diseño humano posee, por virtud de su mismo origen, la cualidad de ser algo inteligible o comprensible -en principio- por cualquier observador, de igual modo la comprensión de las cosas naturales se basa en la condición creatural, es decir, en el hecho de haber sido concebidas por el Creador, de quien proceden per modum scientiae et intellectus: son un fruto de la ciencia y del entendimiento divinos (17). De ahí que todo 10 que hay en las cosas sea de alguna manera inteligible. Lo absolutamente incognoscible es una existencia inexistente. El mundo es inteligible "por haber sido creativamente pensado y diseñado por Dios" (18).

De este modo queda claro que: "las cosas que son algo positivo fuera de la mente poseen en sí algo por lo cual pueden llamarse verdaderas" (19). Se puede hablar propiamente de la verdad de las cosas. Es más "el ente ni siquiera puede concebirse sin lo verdadero" (20). Todas las cosas, por consiguiente, son verdaderas y no falsas. Lo que puede ser verdadero o falso es el juicio; no las cosas, que sólo pueden ser verdaderas. Aunque no debe decirse que las cosas son la verdad, sí que todas tienen verdad; son verdaderas, aunque sólo las inteligentes puedan tener conciencia de tal propiedad.

Pues bien, es evidente que la verdad del entendimiento creado se funda en la verdad de las cosas y no al revés. El entendimiento creado no es fundador de la verdad en ningún sentido. Sólo tiene sentido llamar verdadero a nuestro entendimiento una vez que, abierto a la verdad de las cosas, las conoce, y las conoce tal como son; es decir, cuando forma de ellas una estimación conforme a la realidad. Si se desentendiera de las cosas tal como son, o no pudiera alcanzarlas, a lo sumo no haría más que "pensar pensamientos" o "sentir sensaciones". No habría adecuación más que del pensamiento consigo mismo. No habría siquiera conocimiento, sino acaso impresiones, imágenes, que serían una mera secreción de la subjetividad solitaria. No habría verdad, a no ser que se llamara así -como ha hecho la filosofía de raíz kantiana- a ésa adecuación, con poco sentido, del pensamiento consigo mismo. Pero la noción común de verdad implica la relación entendimiento-cosas, la apertura del mundo a mi subjetividad: un mundo irreductible al pensamiento, es decir, un mundo de entes reales, subsistentes en sí y no en la propia subjetividad. Esto es pensar en términos del realismo, actitud filosófica natural y de sentido común.

EL ERROR INMANENTISTA

No obstante, algunos han puesto en entredicho la verdad conocida con toda naturalidad por el buen sentido. Se han preguntado si podría ser que lo que llamamos entes reales, cosas, o realidad, no fueran más que productos del sujeto, como una mera alucinación o "sueño coherente"; o -evitando las denominaciones que suenan a falso- una formidable construcción de la subjetividad. En tal caso las cosas serían inmanentes al pensamiento, es decir, que toda su consistencia estribaría en el hecho de ser pensadas (o sentidas); su ser se agotaría en el ser pensado. Es la negación de la trascendencia del conocimiento, de que lo que conocemos esté más allá de lo que podríamos llamar fronteras de nuestra subjetividad o ser pensante. Es el inmanentismo gnoseológico, originado, para los tiempos modernos, por Descartes.

Descartes se planteó la hipótesis del "sueño coherente". En el párrafo cuarto de la primera de sus Meditaciones, decía : "veo con claridad que no hay indicios ciertos por los que yo pueda distinguir la vigilia del sueño". Así resucitó las absurdas hipótesis del viejo escepticismo. Pero mientras los antiguos escépticos desconfiaban de la capacidad de la razón humana para conocer la verdad y por ello dudaban de toda evidencia, la duda cartesiana procede de una confianza ilimitada en el poder de la razón. Descartes quiere dudar de toda experiencia, por inmediata que resulte, porque está seguro de que la razón -su razón- es capaz de demostrarlo todo. Despreciando los sentidos y exaltando desmesuradamente la razón, exige que todo juicio sea fruto de una demostración racional. Esto es típico del racionalismo: despreciar toda noticia que no tenga su origen en la razón, incluso la misma existencia del mundo extrasubjetivo, de ese mundo que está ahí y que podemos señalar con el dedo. Con gran optimismo, Descartes pergeñó una demostración que ahora no es preciso exponer. Basta pensar que la existencia del mundo no es la conclusión de una demostración racional; que no se deriva necesariamente de ningún principio racional, sino de la libre voluntad del Creador. Por ello, la existencia de las cosas creadas es absolutamente indemostrable por vía de razonamiento. Se requiere en primer lugar la experiencia (conocimiento experimental), que tiene como punto de partida el dato de la percepción sensorial.

Tomás de Aquino, al rebatir los sofismas de los escépticos, replicó también a la exigencia racionalista: "Quieren estos sofistas que todas las cosas puedan establecerse a base de razones demostrativas. Es evidente que pretendían tener algo como principio, que fuese como una regla para discernir entre lo sano y lo enfermo, entre el que está despierto y el que duerme. Y no se contentaban con tener de algún modo esa norma, sino que pretendían que les fuese probada con una demostración (...). Su dolencia, es decir, su enfermedad mental, consiste en buscar una razón demostrativa de cosas en las que no cabe demostración. Porque el principio de la demostración no es la demostración: de ese principio no cabe demostración. Y eso deben aceptarlo fácilmente, ya que la razón demostrativa demuestra que no se pueden demostrar todas las cosas, porque eso sería proceder al infinito" (21).

En efecto, todo proceso demostrativo presupone el conocimiento cierto de unos primeros principios, tales como el de (no) contradicción: "una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto"; el de identidad: "toda cosa es idéntica a sí misma"; el de razón suficiente: "nada es sin razón suficiente", etcétera. Son juicios acerca de la realidad, inmediatos y evidentes, poseídos de modo habitual por todos los hombres. La adhesión a estos primeros principios es, de alguna manera, natural y no habría modo de razonar sin tenerlos por supuesto: ¿cómo podríamos hacerlo sin tener previamente la certeza de que una cosa es ella misma y no otra, y de que siendo lo que es no puede ser al mismo tiempo su contraria?, ¿y cómo podríamos demostrarlo si toda demostración presupone tal certeza? De ahí que su conocimiento sea natural e inmediato al conocimiento del ente (22). Así -dice Tomás de Aquino- conviene al hombre que al conocer qué es el todo y qué es la parte, inmediatamente conozca que el todo siempre es mayor que la parte; aunque lo que sea el todo y lo que sea la parte no pueda conocerlo sino a partir de los datos de los sentidos, en los que comienza todo nuestro conocimiento (22 bis). A partir de los sentidos conocemos que las cosas percibidas son, conocemos su acto de ser, y obtenemos -sin demostración- los primeros principios que a toda demostración sirven de base. Así también, la certeza de que lo percibido es real y no una mera construcción de la mente, estriba no en una demostración, sino tanto en la evidencia del acto de ser de las cosas como en la naturaleza misma del acto de nuestro conocimiento. Buscar una demostración sería inútil y vano. Sin embargo, nada más cierto que el mundo está ahí, que es lo que es, y que seguiría siéndolo igualmente aunque yo no existiera.

Pues bien, los filósofos poscartesianos que aceptaron la actitud racionalista (afán de demostrarlo todo al modo matemático), cayeron en la cuenta de la inconsistencia de la demostración de Descartes acerca de la existencia del mundo. Y, al no resultar demostrable, decidieron... ¡ su inexistencia! En otros términos decidieron que la trascendencia del mundo es sólo aparente, una mera ilusión, una consecuencia "poco científica". El ser de las cosas consistiría en ser pensadas, y basta. Así se entiende que Hegel, por ejemplo, diga: "ser es pensar" o "ser es ser pensado", y "pensar es ser". Berkeley había dicho: "ser es lo mismo que ser percibido"; y para Marx, ser, en último análisis, es sentir o ser sentido. Lo que nosotros llamamos ente real, porque le concedemos una subsistencia propia independiente de nuestra subjetividad, el inmanentismo lo entiende como ser pensado.

El inmanentismo se ramifica en dos grandes líneas. La que considera que las cosas son en cuanto son pensadas por los sujetos particulares: la subjetividad personal se convierte así en la fuente de todo lo que es, en la fuente de toda verdad y de todo bien; es el endiosamiento del yo que todo lo engloba. Y la otra línea, que sostiene que todas las cosas no son más que pensamientos de un gran sujeto impersonal, que sería lo englobante panteísticamente, el Absoluto de Hegel, respecto al cual cada cosa y cada sujeto no serían más que momentos de su evolución, modificaciones del "Todo", que Marx llamará Materia; con ello, la personalidad -en el sentido fuerte- queda anulada, y se abre paso a los totalitarismos nazis o comunistas (23).

Es preciso notar que gran parte de la filosofía moderna y contemporánea se inspira y arranca de los principios que acabamos de apuntar. El marxismo, por ejemplo, es su versión materialista. Lo más grave es que han creado, a base de slogans sugerentes, una cultura, un modo de pensar de espaldas al sentido común, del que es difícil escapar enteramente, porque se encuentran alentados por la tendencia subjetivista que a todos tienta.

Que el ser de los entes no sea más que ser conocido es una pretensión antigua que no pasó inadvertida a Aristóteles ni a Tomás de Aquino. Tomás, en su comentario al libro De generatione et corruptione, habla de esos tales que así "corno pensaban que los animales viven y son en cuanto sienten en acto o pueden sentir, así también pensaban que las cosas son en cuanto son sentidas o pueden ser sentidas como si el sentido fuese una perfección de las cosas sensibles (como si el hecho de que alguien viera un árbol fuera una perfección del árbol), del mismo modo que es una perfección del que siente. Y así, de alguna manera, acabaron por destruir la verdad de las cosas. Pues como quiera que algo se dice verdadero en cuanto es, si el ser de las cosas consistiese en ser sentido, no habría ninguna verdad en las cosas, sino sólo en el que siente. Pero no es verdad que no haya verdad en las cosas" (24). Las cosas poseen una consistencia en sí, con independencia de que sean o no conocidas. Basta que las conozca Dios, sin que se identifiquen tampoco en este caso el acto de ser de la criatura y el acto divino de conocimiento.

Ya se ve que las explicaciones del conocimiento y de la realidad que puede ofrecer el inmanentismo son artificiosas, barrocas, antinaturales, violentas, de todo punto inadmisibles. Aun el poco versado en cuestiones filosóficas puede sospechar que las afirmaciones procedentes de la filosofía de la inmanencia, si tienen algún parecido con la realidad, será pura coincidencia; que su lenguaje tendrá que ser interpretado en una clave totalmente distinta de la del lenguaje común. Y si -desde tales presupuestos- se nos habla de "libertad", por ejemplo, habrá que traducir, seguramente, por "determinismo histórico"; y si lo que se dice es "personalidad", habrá que entender más bien que se trata al hombre, a lo sumo, como un ilustre simio, que se desvanecerá un día por completo en una especie de nebulosa cósmica -el Absoluto, quizá en aquella noche donde, al decir de Schelling, refiriéndose a Hegel, "todos los gatos son pardos".

La filosofía inmanentista es una filosofía tremendamente difícil; cuando uno se adentra en ella ha de someterse a un proceso de adaptación de la retina mental: es como entrar en un cuarto oscuro, en el que se puede llegar con el tiempo a ver lo que contiene, pero en confuso, porque todas las cosas que en él se encuentran son en sí confusas; hay que dejar a un lado el sentido común, para entender algo. De ahí que el neomarxismo o eurocomunismo, al tratar de imponerse por la vía intelectual, ha de esforzarse primero -como está haciendo ahora- en crear un nuevo "sentido común", para el que dos más dos no siempre sean cuatro, sino tres y medio o cinco, según los casos, y que incluso puedan ser tres y medio o cinco simultáneamente, como acontece en aquella novela de George Orwell, 1984.

Se explica que el pensador español Jaime Balmes exclamara: "Si para ser filósofo tengo que dejar de ser hombre, renuncio a la filosofía y me quedo con la humanidad". Afortunadamente, para ser filósofo, no hay que plantearse el dilema. Basta con mirar las cosas, reconocerlas como son -incluido el hecho de que son- y sacar, con la razón, las consecuencias pertinentes.

Vamos, pues, a intentar descubrir el error inmanentista en su escondrijo. Pero antes de apuntar al error original, despejemos algunos interrogantes propuestos -como hemos tenido ya ocasión de ver- por los antiguos escépticos. No es que merezca mucho la pena detenerse en ellos por su valor en sí, sino más bien porque su discusión puede aportar luz que ponga de relieve la validez de la actitud natural, espontánea y justa, del realismo.

Volvamos a la hipótesis del "sueño coherente". A pesar de lo que parecía también a Descartes, hay una diferencia muy clara entre la vigilia y el sueño, que se nos ofrece precisamente en la experiencia del sueño. En él, la conciencia está enteramente sometida a la imagen, y cualquier reflexión sobre la imagen quiebra el sueño, equivale a su supresión. Cualquier persona normal, si bien es cierto que cuando sueña no sabe que sueña -no goza entonces de capacidad reflexiva-, sabe perfectamente cuándo está despierto, y esto sin necesidad de acudir (si se nos permite la alusión) a la prueba del pellizco. Si fingimos por un momento que soñamos -que, por ejemplo, este libro que tengo delante es soñado-, advertimos inmediata y claramente que la ficción es absurda; tan absurda como admitir que pudiera ser que yo no existiese, proposición ésta que para el mismo Descartes resultaba impensable.

A propósito, podría contar la anécdota de aquel universitario que me manifestaba su natural inquietud "filosófica", diciendo que él algunas veces se preguntaba si realmente existía. Es obvio que esto, si se hace seriamente, no es un signo de especial aptitud para los estudios filosóficos, sino síntoma inequívoco de que uno se encuentra mal. Si se coge a tiempo, es posible que con algunos fármacos la cuestión quede cerrada definitivamente. Lo mismo cabe decir de la pregunta: ¿existe el mundo? El buen filósofo replicará: es una cuestión estúpida, es una pregunta vana.

Ahora bien, podernos hallar alguna comprobación de la indestructible certeza que tenemos de la realidad en sí, de que no se reduce a un sueño o a un puro error. Algo así como la prueba del nueve. Sin que esto quiera decir que la argumentación que describiremos sirva para consolidar la evidencia de lo real: sirve más bien para demostrar la incongruencia de cualquier teoría que suponga la verdad de las cosas como algo meramente subjetivo. En efecto, si se puede hablar con algún sentido de lo ensoñado y lo no ensoñado, de ilusión y realidad, es porque podemos comparar ambas cosas; es porque el sueño y la ilusión no son posibles más que en el marco de la verdadera realidad, es decir, de un mundo real. Dice Millán Puelles : "La posibilidad de tomar por real a lo que no es más que un puro ente de razón no justifica que se considere a la idea de lo real como la de una forma meramente subjetiva, pues si ésa fuera la índole de lo real, no sería posible, sino necesario, aplicarla a todo ente de razón y justo como expresiva de la índole de ésta. Es decir: no sería posible que el ente de razón apareciese como puro ente de razón" (25). Del mismo modo cabe decir que si el universo no fuera más que "un sueño coherente", la ilusión, o la afección, vendría a ser tan real, que la misma idea de sueño 0 de ilusión nos resultaría totalmente extraña; ni siquiera hablaríamos de ello. Esto comprueba que la subjetividad -el conocimiento- alcanza lo real. Por lo demás, si somos víctimas de un sueño, de una alucinación o de un error, siempre nos cabe, mediante la reflexión, atender a las cosas mismas, que -de ordinario- se ofrecen tal como son a nuestra mirada.


LA RECTIFICACIÓN

Precisamente el hecho de que la subjetividad se reconozca a sí misma como el lugar de las apariencias, de los errores o juicios falsos, indica que no se limita a ser víctima de ellos, porque se sabe medida por algo que no es ella misma, es decir, que se halla en contacto con una realidad rectificarte, con la que puede autocotejarse. "El hecho de la rectificación es ante todo un acto por el que la subjetividad se trasciende entrando en relación con algo transubjetivo" (26).

El descubrimiento del error es un momento particularmente agudo para afirmarse en la convicción habitualmente poseída : estamos afectados por algo real, transubjetivo. En la rectificación, la subjetividad se hace cargo tanto de si misma como de algo otro, que está ahí fuera, diciéndome: "aquí estoy siendo, no como tú pensabas, sino como realmente soy". Esta experiencia -yo diría que cotidiana- manifiesta claramente la apertura de la subjetividad a todo un mundo que le trasciende en el más riguroso sentido de la palabra: algo que se funda en un acto de ser distinto, que subsiste de por sí, y que, sin embargo, es alcanzado por el conocimiento permaneciendo siempre intacto. En resumen, en el hecho de la rectificación, la subjetividad muestra que lo real transubjetivo existe en oposición a la irrealidad (ontológica) de la apariencia.

Por ahí se echa de ver también la falsedad de la tesis fenomenista. El fenomenismo sostiene que no conocemos más que "fenómenos"; es decir, que nuestro conocimiento no alcanzaría más que un manto de apariencias, bajo el cual existiría quizá la auténtica realidad, siempre inaccesible para nosotros. Pero los fenómenos, o no son nada, o son una mera afección del sujeto, o son algo (real) de las cosas mismas. En este último caso forman parte de las cosas mismas, son también realidad: no son el "manto" que cubre la realidad, sino sus aspectos cognoscibles que nos descubren las cosas tal como son en sí (27). Si se entendiera por fenómeno una mera afección del sujeto, por lo mismo que hemos considerado, sería un error pensar que la subjetividad sólo alcanza los fenómenos; habríamos de reconocer que el conocimiento traspasa las propias afecciones para alcanzar las cosas mismas.

"El mismo hecho de sufrir una apariencia solamente es posible en cuanto cabe tomar como real algo que no lo es. Tal posibilidad es el modo deficiente o negativo del poder radical de abrirse a la realidad. La privación, el fallo, se dan, por tanto, en algo que por esencia está bien orientado. Son posibles tan sólo sobre la base de una orientación al ser, conservada aun en medio de la mayor aberración posible" (28). "Por eso sabemos lo que quiere decir que algo sea realmente así y que, en cambio, algo sólo sea así en apariencia; por eso, en determinados casos de anomalía, podemos atribuir la realidad a algo que es sólo apariencia; y por eso tiene algún sentido la expresión errores de los sentidos. Lo difícil no es explicar la objetividad del dato sensible y las posibilidades de los errores, sino explicar cualquier cosa si se niega -por hipótesis, pues no hay otro modo de hacerlo- aquella objetividad" (29). Se ve claro, pues, que si lo único que alcanzaran nuestras facultades cognoscitivas fueran apariencias, o productos de las mismas, no se entendería ni habría modo de explicar por qué hablamos de errores. En cuanto apariencias o productos del sujeto, todo fenómeno de conciencia sería igualmente verdad, pues no habría punto de comparación posible con otra realidad mensurante.

Recuerdo lo sucedido en una película que llevaba por título Un taxi para Tobruk. Representaba la aventura de una patrulla en el desierto africano, durante la segunda guerra mundial. Los hombres caminaban lentamente, sedientos, desfallecidos, con pocas esperanzas de sobrevivir. Uno de ellos oye una música y piensa que es una alucinación, preludio de una muerte próxima. Su compañero replica que también él está ya muy grave, pues también oye música. Caminan un trecho con esta convicción, hasta que caen en la cuenta de que ambos oyen la misma melodía, que por tanto no era un producto de su fantasía, sino sonido real, transubjetivo, no un mero contenido de conciencia de uno u otro; era una melodía que podían tararear juntos, coincidiendo sin previo ensayo. Aquella melodía no era una extracción azarosa o patológica de contenidos internos.

Nuestra subjetividad, pues, se halla abierta, esencialmente abierta, a la verdad de las cosas, al mundo real, que es un mundo que nos excede, que nos trasciende, que está ahí, fuera de nuestra subjetividad, pero -he ahí el misterio del conocer- lo captamos en su realidad, aprehendemos su acto de ser irreductible a lo mental. Las cosas que conocemos, son, y comprendemos certeramente que son tal como son. Nuestro entendimiento no es creador, ni constructor de la realidad; es sencillamente -nada más y nada menos- conocedor.

CRÍTICA DEL PRINCIPIO DE INMANENCIA

Sin embargo, el inmanentismo gnoseológico se niega a aceptar este hecho; concibe la subjetividad como algo enclaustrado en sí mismo, hermético, sin ventanas. Kant, por ejemplo, recogiendo la herencia cartesiana, afirma en su Crítica de la razón pura: "Es evidente que no podemos sentir fuera, sino dentro de nosotros simplemente, y toda conciencia de nosotros mismos no nos proporciona, por consiguiente, más que nuestras propias determinaciones". Hume, anteriormente, había dicho que "la filosofía más elemental nos enseña que nada puede estar presente en nuestro espíritu si no es una imagen o una percepción". Quizá la expresión más feliz de esta teoría es la siguiente: "Un más allá del pensamiento ni siquiera puede pensarse". Este es el llamado por Le Roy "el gran principio de la inmanencia". "Un fuera y un más allá del pensamiento -explicaba- es, por definición, algo absolutamente impensable de cualquier grado o título que sea. Se trata de una imposibilidad radical." Según esta teoría del conocimiento, puesto que lo conocido -en la medida en que es conocido- está "dentro" de nuestra subjetividad -pues de otro modo no tendríamos noticia alguna de ello-, el conocimiento no alcanza otra cosa que lo que está "dentro", es decir la pura subjetividad o un producto de ella. Por eso Brunschvicg dice: "El conocimiento constituye un mundo que es para nosotros el mundo. Más allá no hay nada. Una cosa que estuviese más allá del conocimiento sería por definición lo inaccesible, lo incognoscible, es decir, que equivaldría para nosotros a la nada". Según Brunschvicg, la misma noción de percepción de algo exterior es una contradicción in terminis. En consecuencia el idealismo -cumbre del racionalismo-, por sorprendente que pueda parecer, acaba negando toda realidad independiente del sujeto. Y aunque se hable de objeto con un cierto índice de exterioridad, se sitúa plenamente dentro de las fronteras del sujeto, que viene a ser el englobante de todo lo pensado; por tanto, de todo "el mundo". Para el idealismo puro, aunque el sentimiento de un mundo exterior parezca natural, no es más que una ingenua ilusión, un "milagro psicológico".

Es preciso reconocer que el principio de inmanencia anuncia una verdad de Pero Grullo: algo que esté más allá del pensamiento ni siquiera puede pensarse, del mismo modo que el hombre no puede saltar más allá de su propia sombra. Lo que está fuera del alcance de mis facultades cognoscitivas no es, para mí, cognoscible; y sólo puedo conocer a través de las sensaciones o conceptos que están en mí; lo que yo no conozco es "como si" no existiera "para mí". Son aserciones innegables que tienen toda la potencia, pero también la trivialidad de una afirmación banal, de la cual el inmanentismo saca una conclusión grávida en consecuencias: que no conocemos las cosas, sino sólo nuestras propias afecciones y no tenemos manera de saber si representan las cosas como son en sí mismas; que hay que dudar o incluso negar -en la radicalización del inmanentismo- que haya cosas en sí. Esto es volver las espaldas a la realidad, al sentido común, a las certezas espontáneas. E1 filósofo, desde luego, ha de reflexionar sobre ellas, dilucidarlas, rectificarlas si fuera menester, pera en modo alguno negarlas.

El principio de inmanencia no demuestra nada de lo que pretende. Lo que hace es jugar con unos términos metafóricos, inadecuados para expresar el maravilloso fenómeno del conocimiento. Juega con las palabras "dentro" y "fuera", "más acá" y "más allá", como si la subjetividad o el entendimiento fuera una esfera compacta, y, ¡en nombre de la impenetrabilidad de los cuerpos!, niega que pueda "entrar" en ella nada que no sea un producto de ella misma. Esto es materializar el hecho del conocimiento, que precisamente consiste en un proceso de "desmaterialización" de lo material, para extraer -dejando intacta la materia- lo que de sensible e inteligible hay en las cosas. Realmente es difícil explicar el fenómeno del conocimiento, porque hay un punta misterioso. Pero si lo hay -en contra de lo que hace todo racionalismo-, es preciso reconocerlo y no cerrar los ojos ante él. Hay un momento en el que se llega al "no la toquéis, que así es la rosa". Así es el hecho del conocimiento: misterioso, pero hecho innegable.

El hecho es que conocemos, y que conocemos a través de sensaciones y conceptos, pero el conocimiento no se atora en ellos, sino que a través de ellos alcanza las cosas mismas. La filosofía perenne -que arranca de Aristóteles y va siendo depurada y enriquecida al pasar por la mente preclara de Tomás de Aquino- ha analizado con rigor el fenómeno cognoscitivo. No es lugar para exponerlo, sino para recordarlo. El caso es que mientras el inmanentismo no ha demostrado nada (su postura, más que obedecer a razones, radica en un acto de voluntad), Tomás de Aquino ofrece cabal respuesta a toda pregunta sobre el tema. Leamos en el artículo 2° de la cuestión 85 de la primera parte de la Summa Theologica: "Hubo quienes opinaron que nuestras facultades cognoscitivas no conocen más que las propias afecciones; que el sentido, por ejemplo, no conoce más que la alteración de su órgano. Y, en este supuesto, el entendimiento no entendería más que su propia modificación, es decir, la especie inteligible (otros hablarían de imagen o ideas) recibida en él. Y según esto, son estas especies el objeto de su intelección" (30). Dice Santo Tomás que esta teoría es manifiestamente falsa por dos razones.

La primera razón que aduce el de Aquino se refiere a la vanidad en que incurrirían las diversas ciencias. "Si, pues, entendiésemos solamente las especies existentes en el alma, se seguiría que ninguna ciencia versaría sobre las realidades exteriores al alma, sino sólo sobre las especies inteligibles que hay en ella, al modo como los platónicos afirmaban que las ciencias versan sobre las ideas" y no sobre las cosas sensibles (31). Esta razón le parece a Tomás de suficiente peso para mantener la afirmación del común sentido: conocemos las cosas mismas, tal como son; nuestra subjetividad no se halla enclaustrada en sí misma, sino esencialmente abierta a las cosas, al mundo que subsiste, aunque yo no me pare a pensar en él y que, sin embargo, yo puedo conocer en su entraña.

Santo Tomás, como teólogo y filósofo realista, concedía a la ciencia experimental todo su justo valor. Por un lado, la ciencia utiliza conceptos elaborados por el espíritu, con éxitos innegables. El científico prevé los acontecimientos, en parte, al menos, y en muchas ocasiones llega a dominarlos. La experiencia confirma o elimina las hipótesis elaboradas. Todo ello es prueba fehaciente de que el sistema de representaciones puesto en juego por la ciencia no es una construcción arbitraria del espíritu humano, sino una fiel representación de la realidad. Por otro lado, la historia de las ciencias ofrece el relato de los esfuerzos que ha costado o está costando a la inteligencia humana, a golpes de ingeniosa tenacidad, una realidad que se le resiste. Las proposiciones científicas van encerrando su objeto en fórmulas cada vez más exactas, en medidas cada vez más precisas. Y, sin embargo, subsiste siempre un margen de realidad inexplorada, cada vez más amplia. Si el científico fuera creador de su ciencia, no admitiría, seguramente, tanto enigma, tanto misterio. De ser verdadera la tesis idealista, ¿ofrecería el objeto esa resistencia a la penetración de la inteligencia? Los volcanes, los terremotos, los incendios, etcétera, ¿serían admisibles en lugares habitados? La ciencia -pero también la vida misma- se encarga de desmentir el idealismo. La "dureza" de las cosas, por decirlo así, y de ciertos acontecimientos, al toparnos con ella, nos vuelve a la realidad, al realismo. Decía Gale -el poeta, personaje de Chesterton-: "Demos gracias a Dios por la dura piedra; demos gracias a Dios por los duros hechos; demos gracias a Dios por los espinos y las rocas, y los desiertos y los largos años. Por lo menos sé que no soy ni lo mejor ni lo más fuerte del mundo. Por lo menos ahora sé que no lo he soñado todo" (en El poeta y los lunáticos).

Pero hay todavía una razón más profunda para sostener que el conocimiento traspasa -trasciende- los estrechos límites de la subjetividad; es la segunda que aporta Tomás de Aquino en el lugar que señalábamos hace un momento. De ser verdad que sólo conocemos "especies", ideas, sensaciones o conceptos, "se seguiría el error de los antiguos que afirmaban que omne quod videtur est verum, que es verdad todo lo que aparece (que es verdadero todo lo aparente). De este modo resultaría que las cosas más contradictorias serían simultáneamente verdaderas" (32). Si la potencia cognoscitiva sólo puede juzgar de una impresión subjetiva (su propia impresión), todos los juicios resultarían verdaderos. Y Tomás de Aquino toma un ejemplo asequible a todos: "si el gusto no siente sino su propia impresión, cuando alguien tiene el gusto sano y juzga que la miel es dulce, formará un juicio verdadero; pero de igual modo juzgaría con verdad el que, por tener el gusto estragado, afirmase que la miel es amarga, pues ambos juzgan en conformidad con la afección de su gusto. De donde se seguiría que todas las opiniones serían igualmente verdaderas" (33). Quedaría sacrificado con ello el primer principio de la razón, que está en la base de todo razonamiento, de toda argumentación: que una cosa no puede ser y no ser simultáneamente; no podríamos afirmar ni negar nada; nos veríamos reducidos a la posición del más craso escepticismo. Porque a base de afirmar que todo es verdad (que todo lo que aparece en la conciencia es verdad) se concluye inmediatamente que nada es verdad ni es mentira. El hecho, la experiencia del error y de la rectificación, quedaría sin explicar. Ciertamente el error más grave es el de querer eliminar el error del campo de la conciencia humana, gran tentación de nuestros días. La llamada "filosofía moderna", basada en el principio de la inmanencia, ha exacerbado la proclividad del hombre a hacer de su subjetividad -como Protágoras- la medida de todas las cosas, la fuente decisoria de la verdad. Pero así la verdad se esfuma, y con ella toda posibilidad de diálogo -de entendimiento entre unos y otros-, toda norma de comportamiento. Porque si no se sabe si hay verdad o dónde está la verdad, tampoco hay bien ni mal, o no se sabe dónde está lo bueno y lo malo, que para el caso es lo mismo.

No es de extrañar que en el marxismo, heredero del más puro inmanentismo -aunque esto pase oculto a la inmensa mayoría de sus simpatizantes-, no exista ninguna norma inmutable. Dentro del marxismo se puede sostener -siempre que lo dicte el Partido- que hay que echarse a la calle con metralletas y tanques o que conviene más presentar un semblante candoroso; se puede firmar un pacto y romperlo acto seguido. Todo cabe simultáneamente, porque no hay para el marxismo ni verdad ni mentira, ni bien ni mal, ni buenos ni malos; hay tan sólo un objetivo: un paraíso imaginario y futuro, en el que todos serían iguales, porque, en rigor, todo se confunde con todo -no hay personas, sino individuos- en esa Humanidad impersonal en que nos diluiríamos. Lejos de lo que algunos piensan, los grandes y diversos sistemas inmanentistas -racionalismo, idealismo, existencialismo, materialismo dialéctico- están llenos de contradicciones internas, porque han admitido en su seno -como algo racional- la misma contradicción, el absurdo. La razón humana no puede encontrar satisfacción en ellos. En el fondo, se trata de opciones sentimentales, voluntaristas, que tienen su raíz más que en un "yo lo veo así", en un "yo lo siento así", o, más bien aún, "yo lo quiero así". Son opciones, por tanto, que proceden de una deformación ética, de una elección incondicionada del propio yo, por encima de los condicionamientos que la realidad no deja de imponer con evidencia. En rigor, son posturas tímidas, medrosas ante la realidad. Y toda timidez encierra un orgullo, la soberbia afirmación de sí como centro del universo, como presunta libertad sin límites. Ya se comprende que, de este modo, tanto las personas singulares corno las sociedades imbuidas de este espíritu han de acabar en graves desórdenes.

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Del libro editado bajo el título LA LIBERTAD EN EL PENSAMIENTO, por Ed. Rialp, Madrid 1977.
ISBN: 84-321-1921-O.