Sobre el hombre y el mono

Autor: Padre Antonio Orozco-Delclós
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EL POSITIVISMO O EL MITO DEL CIENTÍFICO SABELOTODO 

El éxito que en los últimos siglos ha tenido la ciencia positiva —es decir, la que se basa exclusivamente en la observación de los fenómenos sensibles y la experimentación— ha propiciado, aunque no por necesidad lógica, sino por extrapolación arbitraria, una mentalidad positivista que reduce gratuitamente todo el saber cierto y posible al que pueda ser verificado de algún modo en el laboratorio, al tiempo que propende a negar la existencia de todo lo que no sea material y técnicamente controlable.

No pocas personalidades del mundo de la ciencia natural han incurrido en ese error, el mismo que llevó al primer astronauta ruso a proclamar la inexistencia de Dios, fundado en el hecho de que durante su viaje espacial no «vio» a Dios por ningún lado. Es también el caso conocido del médico que después de practicar una autopsia declara que el alma humana no existe, puesto que no la ha encontrado por ninguna parte del cuerpo. Se trata de un modo tremendamente ingenuo de encarar las cuestiones fundamentales sobre el ser humano, casi inexplicable cuando se encuentra en personas de probada capacidad intelectual. Recuerdan éstas entonces al famoso caso de los científicos del tiempo de Pastear, que se burlaban de los microbios —cuya existencia nociva afirmaba el ilustre médico galo—, por la sencilla razón de que no los veían o eran muy pequeños. Esto puede ayudar al perentorio derribo del mito, muy extendido, del «científico sabelotodo» (que por saber mucho de una cosa, presume, y se presume, de que todo lo sabe).

EL ERROR POSITIVISTA

Cabe preguntar: ¿Se ha demostrado que sólo es real y verdadero lo material y experimentable? ¿Tiene la ciencia positiva el monopolio de la verdad? Los famosos microbios de Pastear demuestran que no. Y también los ciegos, porque ellos no ven el sol y sin embargo todos sabemos que existe. En realidad la mentalidad positivista —del cientismo en general—, es muy poco científica, pues, como es bien sabido, la ciencia habla cada vez más de realidades que nadie ha visto, como por ejemplo ciertas partículas elementales constitutivas de la materia, conocidas sólo por deducción de fórmulas matemáticas y confirmadas únicamente por sus efectos. ¿Quién no es capaz de darse cuenta de que podemos conocer las causas por medio de sus efectos? ¿Quién, en su sano juicio, podrá negar que el cuadro «Las Meninas» es efecto de «algún» Velázquez, y que, puesto que existe el famoso cuadro, ha de haber existido forzosamente el gran pintor?

PRINCIPIOS INCUESTIONABLES

Para afirmarlo sin lugar a dudas, basta saber que todo lo que llega a ser tiene una causa, y que nadie da lo que no tiene (dos principios inquebrantables de la humana razón). Y para afirmar la existencia del alma humana espiritual basta entender:

que el obrar sigue al ser. Lo cual significa: a) que todo ser es activo, operativo (que de todo ser fluye alguna acción u operación); y b) que las obras o acciones son de naturaleza proporcionada al ser que las produce. Es decir, que una naturaleza determinada no puede dar más de lo que por naturaleza ya posee: la piedra no puede gritar; un alcornoque no puede correr; un cocodrilo no puede dictar una conferencia sobre la estructura del átomo ni sobre la espiritualidad del alma.

Más que la figura o la anatomía, lo que revela la naturaleza de las cosas es su operación, sus obras. Por eso, desde la naturaleza del obrar se puede concluir en la naturaleza del ser que obra. Por la naturaleza de las operaciones humanas podemos conocer lo que el hombre es. Y si vemos —como es el caso— que algunas de sus operaciones exceden con suficiente amplitud y evidencia las posibilidades de la materia, habremos de concluir rigurosamente que existe en el hombre un componente de naturaleza superior e irreductible a la materia, proporcionado a la índole de las operaciones que ostenta (al que llamamos espíritu).

Es rigurosamente demostrable que el hombre es un ser compuesto de alma espiritual (inmortal) y cuerpo (material). Sin embargo, el materialismo sigue siendo un error cada día más difundido, obturador del pensamiento y del conocimiento sobre el hombre. Un error que según el premio Nobel John Eccles constituye una superstición. Un error que crea mitos fantásticos, como el que supone que el hombre entero no es más que un hijo ilustre del simio y, en consecuencia, que es un ser reductible a materia, a «cosa», aunque muy evolucionada.

Ciertamente la semejanza anatómica que el ser humano guarda con el chimpancé es admirable. Incluso en ocasiones se ven personas por la calle que se diría que acaban de descender de los árboles: tal es el parecido de su rostro con la cara del simio. Las semejanzas parecen extraordinarias. ¿Cómo negarse a reconocer a los monos como nuestros auténticos progenitores? ¿No vemos en ellos —sobre todo en determinadas secuencias cinematográficas o televisivas— posturas, gestos, expresiones de trazas increíblemente humanas? ¿No demuestra ello que «el hombre viene del mono»?

Ahora bien, cuando al presunto simio le preguntamos la hora y nos la dice, comenzamos a descubrir asombrosas diferencias. Una buena teoría de la evolución puede explicar hipotéticamente el origen de las semejanzas entre el hombre y el mono. Lo que nunca explicará en modo alguno es las enormes desemejanzas. Por eso, la evolución —aunque se demostrase cierta— siempre resultará insuficiente para dar razón de lo específicamente humano.

Si la secuencia de imágenes —que se presenta en libros de texto, fascículos, revistas de masas, programas de televisión, etcétera—, que comienza en los primates inferiores y acaba en el hombre «hecho y derecho», demostrase que lo representado en la última escena es realmente efecto real y verdadero de la anterior, y esta de su anterior, y así sucesivamente, quedaría también «demostrado» que todos los filmes y telefilmes habidos y por haber representan historias reales y verdaderamente sucedidas. Lo cual es obviamente absurdo.