Líneas teológicas estructurales de los Ejercicios Ignacianos

Autor: Fray Alejandro R. Ferreirós OFMConv

Web: Poesía religiosa y mística cristiana         

 

EL DESIERTO COMO LUGAR DE ENCUENTRO

En la experiencia del pueblo de Israel y de la misma humanidad el desierto tiene múltiples significados. El desierto es el lugar de la esencialidad y de la gratuidad. Allí no se puede ir cargado más que con lo indispensable para la travesía, ya que lo superfluo se transforma en obstáculo y se debe aprender a contar con lo que realmente cuenta y es indispensable para poder atravesarlo ya que casi por definición el desierto no es un lugar para habitar sino necesariamente de paso. El desierto es desierto, dice transitoriedad, período de prueba y de lucha, de preparación e iniciación, de regreso al origen y de lanzamiento a una misión.
Es la imagen del desierto la que reaparecerá cada vez que, en la simbólica de la creación renovada, el pueblo de Dios vuelva a establecer su alianza con Él. Es por eso que el éxodo a través del desierto será paradigma de todo paso de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, del alejamiento al encuentro, de la idolatría a la vivencia de la Alianza como encuentro amoroso y dinámico de una vida personal y social de relación con Dios.
La peregrinación a través del desierto se vuelve símbolo de la vida del creyente en la medida en que la purificación del camino lo prepara para una dimensión nueva de su existencia que comienza al otro lado del recorrido.
En la soledad del desierto, donde no se pueden escuchar otras voces sino la de Dios, el creyente y el pueblo aprende a reconocer la voz de su Señor y a experimentar su providencia. En el desierto no se puede cultivar, se vive de lo que Dios manda. La vida se vuelve experiencia de gratuidad, contacto permanente con la muerte y experiencia incesante de dependencia amorosa del Dios de la vida.
El desierto es también lugar de elección. Desde lo profundo de su libertad el hombre tiene siempre la posibilidad de volverse sobre sus pasos, de probar la nostalgia de las cebollas de Egipto, de retroceder y de rechazar el don de la libertad ofrecida en gratuidad laboriosa. No es por propia iniciativa que el Pueblo de Dios va al desierto. En el inicio, como en la creación, hay un momento de gracia, una invitación a alzarse y caminar desde la decisión de la propia libertad que se pone en marcha, respondiendo a la gracia recibida ya en la propia posibilidad de alzarse. 
En el encuentro, en el cara a cara con Dios de la intimidad probada se prepara la misión, se descubre el sentido de la vida y de la propia historia, se reorientan las propias opciones, se toman las decisiones que forjan el futuro y adiestran a la dinámica de un encuentro incesante que se vuelve adiestramiento para la escucha y el discernimiento de una llamada que se transparenta en las respuestas sucesivas de la vida cotidiana. 
En su múltiple valencia el desierto se nos presenta en la tradición del Antiguo y Nuevo Testamento como el lugar privilegiado y necesariamente transitorio, en el que Dios, por gracia, prepara a su pueblo a través de la purificación que significa el encuentro con su intimidad, purificándolo de obstáculos e impedimentos, adiestrándolo en la dinámica de la escucha y el discernimiento de su voluntad para poder elegir, desde la radicalidad de la propia libertad consolidada en la gracia de la vocación descubierta, la misión a la que está llamado.

EL DESIERTO DE IGNACIO


En la España del S. XVI en la que se sitúa la experiencia de Ignacio de Loyola, el recogimiento y la exploración de los caminos de la interioridad hacen especialmente actual la experiencia del desierto. En la conjunción de la tradición recibida a través de la meditación de la Escritura, la formación teológica y algunas lecturas espirituales con la propia experiencia, tanto en su convalecencia como en Manresa, está la clave de la originalidad del desierto ignaciano. La experiencia del desierto se estructura a partir de una finalidad concreta: desapegar al hombre de las afecciones desordenadas para que pueda ordenar la propia vida según Dios a través de una experiencia espiritual personal. Con gran lucidez señala los medios concretos y adaptados personalmente para lograr este fin, las distintas actividades para cada día a lo largo de las distintas etapas (semanas) del mes de ejercicios con la guía de un experto entrenador que distribuye los ejercicios, según la necesidad del ejercitante y acompaña el discernimiento, permitiendo un entrenamiento en la dinámica del mismo que llevará paulatinamente al ejercitante a poder caminar por sí mismo.
En su forma más pura el desierto ignaciano, sobre la base de lo que hemos señalado anteriormente, se realiza en el retiro, en el silencio, en forma personal de modo que el ejercitante se encuentre tú a Tú con Dios; ya que una de las cosas que deberá aprender es que sólo Dios basta. Cualquier otra cosa que no sea Dios, durante el tiempo del encuentro es prescindible. Por este mismo motivo se reserva el espacio y el tiempo para la participación diaria a la misa y a la liturgia ya que lejos de ser motivo de distracción profundizan el encuentro en su dimensión sacramental. Se debe destacar aquí que el fruto del retiro es obra principalmente de la gracia y ésta nos llega en forma especial por medio de los sacramentos.
Adentrándose en la profundidad del silencio lo que aparentemente era un vacío casi insoportable se comenzará a llenar de una presencia distinta que transformando la propia sensibilidad agudizará los ojos de la Fe para descubrir al totalmente otro como el totalmente cercano. Es allí cuando el desierto se transforma en paraíso. 

UN ENCUENTRO DE LIBERTADES

La gracia de Dios se manifiesta de modos muy diversos y sin embargo se debe afirmar que es siempre El que toma la iniciativa. En la misma experiencia de Ignacio, su primer desierto significativo, la larga y dolorosa convalecencia a causa de una herida de guerra, no fue buscada por él mismo. Podríamos citar ejemplos similares de otros santos que no vienen al caso. Aquí lo importante es destacar que sin buscarlo, Ignacio se encontró con la oportunidad forzada de largas horas de meditación, lectura, introspección y silencio que lo llevaron a un cambio radical en su vida. También el pueblo de Dios fue a gozar de la libertad y soledad del desierto luego de una experiencia traumática que en el mismo desierto ha debido elaborar. El corte brusco con todo tipo de actividad fue la gracia que permitió a Ignacio, junto con la frustración de la invalidez forzada, descubrir la fecundidad del retiro; sobre todo en los nueve meses dedicados en Manresa a una vida espiritual intensísima.
Un hecho eminentemente negativo se vuelve positivo a partir del discernimiento, que cambia la mirada y la valorización de las cosas y los acontecimientos, vistos y experimentados con una luz nueva. Es la decisión de la libertad que secunda la gracia recibida y deseada, la que transforma el desierto en un peregrinar que permita remover los obstáculos que el hombre mismo se crea para recibir gracias aún mayores. 
Aprendiendo a distinguir las distintas mociones interiores el hombre, que es el animal que mejor se engaña a sí mismo, aprenderá a discernir el paso de Dios por su vida, sus insinuaciones, su rostro oculto en la cotidianidad de los acontecimientos. Es necesario insistir en que los ejercicios no son un fin en si mismos sino un entrenamiento para la vida, para descubrir y secundar la voluntad de Dios por medio de una decisión libre y responsable que permita hacer del discernimiento de su voluntad en la propia vida una dinámica constante.

DESCUBRIR LA VOLUNTAD DE DIOS

Buscar, descubrir y abrazar la voluntad de Dios es la base de la dinámica ignaciana. Pero esta búsqueda no se realizaría si el hombre no hubiese sido encontrado de antemano por Dios mismo. Y como en Dios tiene su origen y finalidad, es descubriendo y abrazando la voluntad de Dios que el hombre realizará el pleno sentido de su vida, encontrará su felicidad y caminará en la seguridad de que el camino que recorre, aunque sea en medio de tinieblas desoladoras, lo conduce un final seguro.
Sobre la base del abandono total en la providencia, seguro de que Dios no defrauda, por medio de los ejercicios de discernimiento aprenderá a abandonarse en obediencia confiada a sus preceptos, consejos y mociones. Si bien Dios puede en un determinado momento infundir tanta claridad y certeza acerca de una determinada decisión que hay que tomar, no es lo que ordinariamente sucede. Será por medio del análisis de las consolaciones y desolaciones en los niveles del entendimiento, la voluntad y el sentimiento cómo el ejercitante aprenderá a discernir la voluntad de Dios en su vida. Abierto a las insinuaciones del Espíritu el hombre aprende a caminar en la libertad del desierto en una búsqueda permanente que se vuelve discernimiento cotidiano leyendo a la luz de la fe los acontecimientos. Las dos primeras etapas (semanas de los ejercicios acentúan precisamente el pasaje del moralismo a la dinámica espiritual. La contemplación de los misterios de la vida de Cristo invitará a un seguimiento más cercano e intenso de su persona personalizando la vida cristiana que pasará del ritualismo o de una religiosidad basada en un soporte meramente cultural a una experiencia de gracia que se desenvuelve en la dinámica de la llamada-seguimiento en el Espíritu de Dios.
El descubrimiento y encuentro personal con la voluntad de Dios, que es lo propio del primer tiempo (primera semana) le dará al camino iniciado su dinámica y orientación precisa: la plenitud del hombre estará en descubrir y abrazar la voluntad de Dios hasta llegar a una compenetración de voluntades.
El descubrimiento de Dios como ser personal y amoroso, lo llevará paulatinamente a contemplar con indiferencia todo el resto y a considerar como único y necesario el descubrimiento de su voluntad como proyecto plenificador sobre la propia vida. El resultado será la libertad frente a los bienes creados que serán medios para realizar el proyecto descubierto y nunca fines. El acento de la primera semana será profundamente penitencial: el descubrimiento de Cristo como aquel que pasa por la propia vida en un momento de gracia y revelando la verdad de la propia realidad llama a la libertad de la gracia para vivir una vida en la dinámica del Espíritu.
La contemplación de los misterios de la vida de Cristo en la segunda semana, después de haberse puesto en pié para seguir al maestro, lo hará crecer en familiaridad y el seguimiento se transformará en imitación, compenetración, docilidad al Espíritu y obediencia confiada.
Las semanas tercera y cuarta se centran en el misterio pascual que es el centro de la vida del cristiano renacido a una vida nueva en el Espíritu del maestro. El ejercitante está llamado a ser testigo del resucitado ya que durante los ejercicios ha revivido el proceso del pueblo de Israel y de toda vida cristiana singular: gracia de un Dios hecho hombre que, sufriendo la propia muerte, libera de la esclavitud para llevar a su pueblo al desierto de la libertad, en el que se puede escuchar su voz que habla con y de amor al corazón, para decidirse por Dios desde lo profundo de la propia libertad. La experiencia del resucitado lo vuelve testigo de la vida nueva que ha descubierto y por lo tanto misionero en su propio ambiente. Puede hablar de lo que ha “visto y oído”. 


DIOS, EL HOMBRE Y EL PECADO


Los ejercicios ignacianos, momento privilegiado de experiencia de desierto como posibilidad de encuentro significativo con Dios y consigo mismo para posibilitar el reordenamiento de la vida según Dios y por lo tanto su mejor realización, tienen su origen, no en una teoría abstracta sino en la experiencia fundamental de Manresa a partir de la cual se desarrollará la visión ignaciana de Dios, del hombre y de la relación entre ambos. Tener claridad acerca de quién es Dios y quién soy yo y de la dimensión real de la relación establecida ente ambos es la condición de posibilidad de un cambio de vida que dinamice desde dentro las estructuras antropológicas hacia una realización del yo en una dinámica de relación. 
Sin embargo no basta solamente con conocer la verdad acerca de Dios y del hombre, verdad que no es solamente un dato objetivo sino profundamente experiencial ya que el hombre debe descubrir en su relación concreta con Él quién es, se debe establecer la realidad de la relación que los une o los separa. Es esta la verdad del pecado y de la gracia. Es por eso que la dinámica de los ejercicios debe llevar al ejercitante a hacerse consciente de su verdadera relación con Dios. Superar las ilusiones por medio de una dinámica de discernimiento adecuada será la gran tarea la gran tarea a la que se avocará el ejercitante ayudado por el director para que pueda llegar al momento de la elección con la libertad necesaria en una actitud de indiferencia que le permita elegir lo mejor para la gloria de Dios que coincide con la verdadera glorificación del hombre.

El Dios de Ignacio

Los ejercicios disponen al hombre para encontrar la voluntad de Dios. Hay un elemento esencial en los mismos que es la motivación, el deseo. La condición para el éxito de los ejercicios está en la voluntad motivada correctamente. A los ejercicios no se va a descansar, a pasear, a aprender algo de religión o a escuchar un buen predicador, se va a discernir y encontrar la voluntad de Dios sobre la propia vida. De aquí la importancia del principio y fundamento y de tener la claridad necesaria acerca de la propia imagen de Dios. Puede ser que esta imagen esté equivocada y haya que corregirla.
Para Ignacio Dios es infinita bondad e infinita majestad. Podemos decir que si la majestad asusta al hombre pecador por su grandeza trascendente, la bondad es su corrector ya que lo hace cercano no por igualdad sino por condescendencia amorosa. El Dios de Ignacio es un Dios que sale al encuentro del hombre, del que brota todo lo bueno desde el primer momento de la creación y que, al ser el creador que nos ha dado la vida lo único que desea es que la tengamos en abundancia y ciertamente que el hombre tendrá vida en abundancia solamente en una relación con Dios plena. Él está cerca del hombre y es fundamentalmente providente, nos conoce y lo que es importante: se nos comunica, se nos manifiesta. Dios es revelación.
Es un Dios que se compadece al ver el alejamiento del hombre y manda a su Hijo para reestablecer esta relación. Los misterios de la vida de Cristo que son la base de la meditación de los ejercicios son la prueba de una amor condescendiente que ha querido compartir la indigencia del hombre para revelarle el camino de su verdadera vocación a la vida plena que puede encontrar solamente en una relación con Dios plena y ordenada. Esta relación plenamente ordenada no es ciertamente una obra de la sola voluntad humana sino de la gracia a la que el hombre se debe abrir removiendo los obstáculos, afecciones de todo tipo, que impiden y entorpecen su trabajo en el alma y el ejercicio libre de la voluntad humana. Esta acción del Hijo se continúa en su Iglesia y en el vicario de Cristo, que son los canales ordinarios de la gracia, los lugares privilegiados del encuentro salvífico con la fuerza de su Espíritu. Este Espíritu, que infunde en el hombre la caridad le da también el don de la discreción, para que guiado por él pueda discernir sus mociones e inspiraciones en cada momento. Los ejercicios son entonces una escuela experimental de vida según el Espíritu para poder entrar en una dinámica existencial de encuentro permanente con un Dios, que permanentemente sale al encuentro del hombre haciendo de su vida una historia de salvación: encontrando a Dios en todas las cosas.

El hombre 

El primer fruto del encuentro con Dios es reconocer la verdad acerca de uno mismo. Esto es lo que sucedió a Ignacio en su experiencia de Manresa y lo que proyectará admirablemente en sus ejercicios que son la demostración de la profundidad psicológica de su penetración teológica del misterio del hombre en su relación con Dios.
Antes que nada el hombre es un ser en relación que solamente encontrará su plenitud en una relación amorosa con el Dios que lo ha creado (principio y fundamento). El hombre es un compuesto de un alma inmortal y un cuerpo corruptible. Por lo tanto según una ley jerárquica, el cuerpo deberá ser subordinado al espíritu y puesto a su servicio para alcanzar el fin. Es el sentido del entrenamiento de los ejercicios que parten de la conciencia del desorden existente que bloquea toda la dinámica espiritual. No hay en él una visión negativa de la sensualidad y de las pasiones sino realista. Más allá de ver los peligros ve en esta dimensión de la persona la gran potencialidad que en ella se esconde para ponerla al servicio de un fin más alto. Es por eso que no se habla de destruir sino de ordenar, redireccionar, encauzar. La sensualidad podrá ser reprimida cuando nos inclina al pecado o por deseo de mortificación para unirse a la cruz de Cristo. Pero hay que tener en cuenta que para Ignacio la mortificación es solamente un medio y nunca un fin en sí misma. El cuerpo tiene que ser respetado y encauzado ya que maltratarlo injustamente puede ser un sacrilegio por ser templo de Dios. Es también canal de expresión de su unión con Dios con relación al apostolado.
Lo que el hombre recibe por medio de los sentidos y sensaciones lo debe poner al servicio de las facultades superiores que ayudadas por la fe y la acción del Espíritu Santo en el alma abren al hombre al conocimiento y realización de los valores superiores. El uso frecuente de sentir y ver en el vocabulario ignaciano referido a los fenómenos espirituales, las “inteligencias espirituales”, nos hablan de la elevación de los sentidos a la posibilidad de experimentar la cercanía de la presencia del misterio que el hombre percibe y conoce solamente por analogía pero con una clara conciencia de presencia objetiva.
La aplicación de los sentidos a los misterios de la vida de Cristo y la posibilidad de la memoria de hacerlos presentes a la imaginación abren a la comprensión de la trama de la salvación y sobre todo a la posibilidad de la iluminación divina que lleve a “gustar interiormente” el contenido de los mismos. Esta dimensión debe ser acentuada adecuadamente, ya que lo que ayuda al discípulo no es la acumulación de datos en el intelecto, sino el ardor del corazón. Si los misterios no llegan a tocar la conciencia afectiva del sujeto, no pueden tener verdadera influencia en la vida del mismo.
Este encuentro tendrá repercusiones psicosomáticas como manifestación de la dinámica interior: lágrimas, sensaciones de calor o frío, y otro tipo de manifestaciones. No deben ser buscados por si mismos los dones extraordinarios para evitar afecciones desordenadas a lo que no es esencial. De este modo se manifiesta un optimismo antropológico fundamental, ya que el hombre puede, con la ayuda de la gracia y las virtudes y dones infusos por el Espíritu, no solo vencerse a sí mismo reordenando su bagaje tendencial sino canalizar sus pasiones y su potencial afectivo hacia los valores del Reino: no se trata de renunciar al amor sino de reorientar toda la potencialidad de las pasiones según el plan de Dios. El modo concreto como puede el hombre reconocer esta voluntad de Dios en su vida es por medio del discernimiento de espíritus, con el uso adecuado de sus facultades naturales guiadas por la enseñanza de la Iglesia y la prudencia o, en caso de que se produzcan, secundando las claras inspiraciones en las que el Señor no deja dudas a cerca de su voluntad.
Todo este dinamismo espiritual está dirigido a la acción, a la práctica concreta de las virtudes y al anuncio de la Buena Noticia. Para esto no se deberán descuidar los medios humanos que son los instrumentos concretos que Dios da para secundar su acción en el mundo con la clara conciencia de que es él el verdadero protagonista. La característica de la acción será la caridad discreta que informa la prudencia en la regulación de las distintas actividades.
El camino ignaciano contempla al hombre en su situación existencial concreta, siempre dirigido hacia la superación de sí mismo ya que fue creado a imagen del Hijo y redimido para gozar de la gloria. Por medio de una dinámica de escucha y discernimiento camina en la realización de la voluntad de Dios en su vida conformándose a la actitud obediente del Verbo encarnado. Esta circularidad amorosa y obediencial transforma su vida en un proceso pascual de muerte a todo lo que lo aleja de Dios y despertar a la verdadera vida que se manifiesta en el seguimiento concreto. La contemplación de Dios en todas las cosas los transformará en un místico que en una dinámica de encuentro descubre el rostro del amor eterno que se revela desvelándose en la misma historia.

El pecado que los separa

Contemplar la realidad de Dios y del hombre, concretamente en el Dios encarnado, Jesucristo, lleva al hombre a descubrir la realidad del pecado en su verdadera dimensión, no visto desde el hombre ya que la realidad podría estar distorsionada, sino desde Dios mismo. El pecado se revela entonces en su verdadera magnitud como lo que separa al hombre de su verdadera realización como ser creado por y para el Amor. Pidiendo la gracia de poder ver la realidad tal como es esta realidad deberá conmover profundamente su conciencia afectiva y transformarse en vergüenza y compunción. Sin embargo el proceso de conversión y reordenamiento de la vida deberá colocar su centro en el amor y no en el temor ya que el pecado se contemplará a la luz de la vocación primordial del hombre y de su imagen y proyecto de hijo de Dios en Cristo que está llamado a vivir en la dimensión del Espíritu como templo de la trinidad. Es en la perspectiva de la Inhabitación trinitaria que el ejercitante descubre no solo su vocación sino la verdadera magnitud del pecado que la obstaculiza. 
El ejercitante debe revivir la experiencia de Pablo para que los ejercicios se vuelvan para él una experiencia fundante como lo fue la experiencia de Damasco. Es el amor y la afición a Cristo que deben ocupar el lugar de la afición al pecado y esto no se logra por un acto de voluntarismo sino llegando a la raíz afectiva que fundamenta las motivaciones del actuar por obra de la gracia. Es el descubrimiento del amor del Padre manifestado en el Hijo entregado por amor al ejercitante, lo que llenará con creces el vacío que el pecado deja.

Cristo, el gran Misterio a contemplar

A través del trabajo de la primera semana (confusión, contrición, conversión, confesión) el ejercitante está preparado para comenzar el proceso de identificación con Cristo. Esta identificación se produce por medio de la meditación de los misterios de su vida contemplados, no como hechos históricos de un pasado irrelevante sino como la permanencia, por medio del Espíritu Santo de la acción salvífica del Padre en la historia. La contemplación de la llamada se vuelve tarea en la medida en que la identificación con Cristo lo lleva a plantearse el sentido de su vida, su misión en el mundo: ¿qué debo hacer por Cristo?
Sin embargo este hacer no es simplemente un hacer cosas sino un transformarse interiormente según Cristo. La meditación produce un proceso de compenetración por el cual los misterios llegan a ser no solamente connaturales al ejercitante sino actuales en su vida. El llegar a ser otro Cristo es llegar a vivir el misterio y sentido de su vida y misión en el hoy de la historia en un proceso de configuración cuasi sacramental. Dado que los misterios de la vida de Cristo tienen una fuerza cuasi sacramental presentifican en el mismo ejercitante la acción que el Espíritu realiza en su misma vida. 
La segunda semana comienza un camino, sobre el esquema dinámico de la “lectio divina”, que actualiza el sentido espiritual de la Escritura en un movimiento de transformación en Cristo.
En el creyente se revive el misterio de la encarnación, la Palabra se vuelve experiencia histórica por la eficacia meta histórica de los misterios contemplados. El camino de la divinización del hombre pasa por la dinámica de la compenetración con el misterio (y cada uno de los misterios) de la vida de Cristo que es camino, verdad y vida.
LA COMPENETRACIÓN EXISTENCIAL CON EL MISTERIO PASCUAL



LA TERCERA SEMANA: LA PASIÓN.

Una vez que el ejercitante ha superado la etapa purificativa descubriendo la voluntad de Dios en su vida como el camino para llegar a su verdadera plenitud y en la etapa iluminativa se ha decidido a favor de esa voluntad aceptando la santidad como su vocación y sentido de su vida vivida como un camino a realizar con Cristo, la tercera etapa da un paso hacia delante: deberá descubrir su vida ordinaria como el lugar en el que experimentará la experiencia de san Pablo “ya no soy yo el que vivo sino que es Cristo que vive en mí”. 
Aunque para algunos en la tercera semana se puede continuar la vía iluminativa, confirmando o completando la elección, en realidad, si la elección ya ha sido realizada, la contemplación-compenetración en la pasión de Jesucristo abre al ejercitante a la experiencia de la vida unitiva que deberá prolongarse durante toda su existencia. En este sentido se debe aclarar que los ejercicios no son la cima de la unión mística sino el abrirse a una experiencia de conformación-compenetración con el misterio de Cristo que se irá desarrollando en el camino de la vida ordinaria. Esta compenetración con el misterio pascual tiene su momento privilegiado en la participación a la eucaristía (especialmente diaria) como expresión de la pascua de Cristo que se continúa en la historia encarnándose en la vida cotidiana del ejercitante.
La clave de la tercera etapa es la identificación con Cristo identificando la propia vocación con la suya y reactualizando su misterio en la propia vida. Después de haberse dedicado a amar y seguir a Cristo llega ahora el momento de la identificación con Él en su pasión y muerte (tercera semana) para poder hacerlo también en su resurrección (cuarta semana). Por esto mismo la gracia solicitada ahora en la oración es la de adhesión y unificación afectiva y efectiva son el Maestro. En definitiva el ejercitante deberá descubrir que en realidad es Cristo el que continúa su pasión en la historia, en sus propios dolores y cruces para poder resucitar esa misma historia ya que la plenitud del misterio pascual es la resurrección gloriosa de cada uno de nosotros.
Si en la antigüedad los cristianos vivían el martirio con un sentido sacramental contemplando que Cristo era el que estaba muriendo nuevamente en el mártir, análogamente el ejercitante podrá ir descubriendo en la meditación de los misterios de la pasión, voluntariamente sufrida por el Señor a favor y en lugar suyo, que es Cristo que revive sus dolores en los suyos y que en él, su pasión se continúa en la historia. Este es el sentido profundo del dolor que redime al mundo y al que el cristiano se asocia misteriosa y sacramentalmente.
Si el amor desordenado es el obstáculo principal para poder discernir la voluntad de Dios en la propia vida, el principal estorbo para llevarla a la práctica es la propia sensualidad, comodidad y componendas mundanas. De ahí que la contemplación de la pasión, considerando que el seguimiento comportará revivirla en la propia vida, será la mejor ayuda para que este seguimiento sea una realidad. Las burlas, persecuciones y contrariedades (por la causa de Cristo) deberán ser incluso deseadas ya que es solamente en el sufrimiento debido a la elección realizada que ésta se manifiesta auténtica. Se trata de penetrar más a fondo en el misterio de Cristo Redentor que voluntariamente se sacrificó por nuestros pecados. Este último elemento es muy importante para que el ejercitante no contemple como un espectador el misterio sino como alguien implicado directamente como la causa del mismo: Cristo murió por mí, por mi causa, por mi culpa y en mi lugar. Del mismo modo que el Señor dijo a las mujeres de Jerusalén “no lloren por mí sino por ustedes y por sus hijos” estas palabras van dirigidas al ejercitante que no debe contemplar el sufrimiento de un hombre desligando toda su responsabilidad sino al que por su causa y en su lugar sufre. Deberá llegar a comprender la medida del amor de Cristo por él que ha llegado hasta tal límite de amor. La contemplación lo llevará a la identificación afectiva con Él y a la voluntad personal de incorporación a Él en la continuación de su misterio en la Iglesia.
Si hacer propio el misterio de Cristo es la finalidad de la tercera semana, la unión afectiva lo llevará a preguntarse ¿qué debe hacer y padecer por Él? De este modo se debe evitar caer en todo episodio anecdótico para centrarse en lo esencial llegando a considerar los obstáculos que derivan del seguimiento como la participación propia al misterio pascual de Cristo. 
La etapa comienza con la contemplación de la cena y los misterios de la Eucaristía y el lavado de los pies. Esto tiene una radical importancia ya que todo el misterio pascual que se despliega a partir de la cena está ya contenido en la misma de un modo misterioso y sacramental. Esto ayudará a comprender la Eucaristía como centro de la propia vida a partir de la que se despliega el misterio de Cristo en mí. Es por eso que la Eucaristía es centro y cúlmen de la vida cristiana. El lavado de los pies indica la actitud desconcertante del maestro como prototipo de un nuevo estilo de vida capaz de mostrar al mundo centrado en la idolatría del poder los criterios de Dios-Amor.
Se deberá contemplar en Cristo su voluntad de ofrecimiento por obediencia al Padre y por amor a nosotros. No es un simple acto de solidaridad con el sufrimiento humano, lo que transformaría el misterio pascual en un misterio antropocéntrico y no teológico, sino el sacrificio de satisfacción por nuestros pecados, querido por el Padre para la reconciliación de la humanidad y abrazado por Jesús voluntariamente.
En esta especie de divinidad escondida, se deberá ver el suplicio más profundo de Cristo como símbolo de lo que causa el pecado en el alma: la ausencia de Dios que lleva al abismo del dolor, la humillación, la soledad y el abandono más completo.
La compenetración con su pasión dará también la medida de la posibilidad de vencer el pecado y la muerte en la propia vida, ya que si hemos muerto con Él resucitaremos con Él. Perderse en la muerte de Cristo será recuperarse en el misterio de su victoria sobre la muerte y el pecado que ya no se alzan como la última palabra sobre la existencia del hombre.
La participación en la pasión permitirá la participación en su gozo y gloria. Él será en adelante el motivo de nuestra esperanza ya que continúa presente en nuestra vida ordinaria venciendo las muertes de todos los días hasta que vuelva. En la Iglesia el cristiano descubre la fuente del Espíritu del resucitado que le brinda la posibilidad de vivir una vida pascual como misterio de muerte y resurrección que en la historia continúa la pascua de Cristo. La esperanza se funda en que la victoria del Cordero ya se ha realizado y es el tema de la cuarta semana.

CUARTA SEMANA: LA RESURRECCIÓN.

Sólo quien ha hecho suyos los sufrimientos del Salvador podrá hacer suyo el gozo de la Resurrección. Es importante tener en cuenta que también aquí el ejercitante se deberá compenetrar con el misterio y no vivirlo desde afuera, como un espectador ya que no se deberá alegrar del triunfo de otra persona sino sentir como suyos el gozo y la alegría del Cristo resucitado. Toda la ambientación ayudará a vivir este clima de alegría pascual para contemplar cómo la resurrección de Cristo es un acontecimiento que abarca el universo entero que canta liberado de la muerte. 
En la oración se pedirá especialmente alegrarse y gozarse intensamente en la gloria y el gozo de Cristo resucitado y triunfante. 
Del mismo modo que podríamos comparar el misterio pascual con un drama en tres actos de los que el primero es el Jueves santo-última cena en la que todo está contenido sacramentalmente como en un prólogo, el segundo es el Viernes santo con la Pasión y el tercero la explosión de vida de un final inesperado, glorioso y triunfante, esta analogía se aplicará a la propia vida que ya no se ve como tragedia que se cierra con la muerte sino como un drama que culmina en explosión de gloria aunque el desenlace final se contemple solamente en el misterio de la esperanza. Es la contemplación del resucitado el fundamento de esta esperanza como virtud teologal, que supera la tragicidad del presente para abrirlo a la realidad de Dios. Del mismo modo que la última palabra sobre la pasión de Cristo es la vida resucitada y gloriosa esta palabra también será la última en mi pasión o en la pasión que el mismo Cristo vive en mí; este es el fundamento de la esperanza que no defrauda.
Las apariciones de Cristo resucitado a los apóstoles ayudarán a descubrir la presencia del Resucitado en medio de la comunidad como cumplimiento de su promesa: “yo estaré con ustedes hasta el fin de los siglos” y apoyo confortante en el camino de la vida como camino de éxodo hacia la pascua definitiva que llegará con la muerte. La alegría que brota aquí se consolida en la convicción y supera todo sentimentalismo superficial y pasajero.
La potencia de la Divinidad que parecía esconderse en la derrota de la muerte y el sufrimiento incomprensibles, se despliega ahora en el triunfo definitivo sobre el mal y el pecado. Es la presencia de Cristo vencedor de la muerte la que colma ahora el alma del ejercitante para llenarlo de su paz, el don pascual por excelencia que brota de la convicción de la victoria sobre la muerte y todos sus derivados.



CONTEMPLACIÓN PARA ALCANZAR AMOR: EL PASO A LA VIDA DIARIA.

Podríamos decir que la “contemplación para alcanzar amor” con la que se cierran los ejercicios es la concretización existencial y experimental del “Principio y fundamento con que se abren”, es el cúlmen de los mismos y el paso a la vida de todos los días en la que lo vivido en los ejercicios se volverá itinerario espiritual.
El misterio del Cristo viviente en mí, descubierto y experimentado a lo largo de los ejercicios, se traduce, en la vida diaria, en la “vida en Cristo”, el descubrimiento de la dimensión pascual de la propia existencia inhabitada del amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo otorgado como don del Resucitado.
El ejercitante podrá descubrir y proyectar su vida como “vida en el amor” ordenándola para “amar y servir a Dios en todas las cosas”. La vida cristiana no será una fuga mundi sino la contemplación de la creación como expresión del amor de Dios y el camino que se puede recorrer para glorificarlo haciéndolo todo por él y en él. Si el ejercitante se ha identificado con Cristo, éste no era un monje del desierto sino que vivía una vida con la que cualquiera se puede identificar. Identificado con Cristo y habiendo recibido su Espíritu, el cristiano puede vivir su vida con los mismos sentimientos de Cristo. La religión supera el ritualismo y el miedo para vivir la dinámica amorosa de la entrega recíproca y de la unión de voluntades con el mismo Dios en la vida ordinaria (matrimonio espiritual) como meta en esta vida y anticipación del cielo.
En la oración el ejercitante pedirá el conocimiento interno de todos los bienes recibidos del Señor para que, reconociéndolo pueda amarlo y servirlo.
Se realiza en cuatro momentos: el primero es utilizar la memoria para recordar los beneficios recibidos en la creación, redención, dones particulares, descubriendo todo lo que el Señor ha hecho por mí, cuánto me ha dado y desea darme aún. Descubrirá la propia historia como un continuo don de amor divino. Ante semejante donación podrá, como respuesta donarse a su vez totalmente a Dios, intelecto, voluntad, memoria, bienes y proyectos. Descubrirá que esta donación concretizada en un amor operante es, en realidad, una restitución pequeña de todo lo recibido.
El segundo contemplará cómo Dios habita y está presente en las criaturas dando el ser, haciéndolas ser lo que son y dinamizando interiormente su vida y existencia y del mismo modo en el hombre, fundando su entendimiento, voluntad y haciéndolo templo y morada suya creado a su imagen. Como dice San Juan de la Cruz, quedará herido de amor y deseará reconocerlo y amarlo en todas ellas.
El tercer punto es contemplar cómo todo sucede para el bien de los que aman al Señor y cómo Él trabaja en la historia conduciéndola con su providencia y acción amorosa para mi salvación más allá de lo que pueda entender. Sentirá el deseo de corresponderle con un amor activo reorientando toda su vida y actividades hacia Él.
El cuarto punto es descubrir que todos los bienes y dones vienen de Dios y que todo lo que puede llegar a atraerme en definitiva es la llamada que recibo de Dios mismo como Bien supremo. Es Él el que atrae en realidad detrás de las cosas y el mismo que ha colocado en mi interior la santa insatisfacción que logrará saciarse solamente en Él. Todo lo que descubrirá de bueno y loable en su vida le servirá para agradecer y volverse una alabanza viviente del Dios vivo.
Cuando ha llegado a esta contemplación el ejercitante ha ya abrazado la voluntad de Dios en su vida ayudado por la oración mental y vocal, el examen de conciencia y el discernimiento; se ha despojado de afecciones desordenadas voluntarias por medio de un proceso de purificación y transformación tratando de identificarse en todo con Cristo; con generosidad desea servirlo y alabarlo colaborando en su Reino y vive en la Iglesia, dócil al Espíritu Santo para amarlo y servirlo en todas las cosas.