Francisco y el Papa

Autor: Fray Alejandro R. Ferreirós OFMConv

Web:

 

El Evangelio en sus labios, 
en su mente y en su vida, 
sólo por él ya se guía 
y se transforma en un sabio. 

Francisco reconstruía 
con piedras y con cuidado 
un templo ya abandonado 
que su alma alegraría. 

Mientras tanto Dios movía 
los jóvenes corazones 
a dejar sus ambiciones 
y seguir su profecía. 

Eran ellos piedras vivas 
de un templo glorioso y santo, 
el que el Espíritu Santo 
reformar se proponía. 

La construcción comenzada: 
una pequeña capilla 
era sólo la semilla 
de lo que Dios preparaba. 

Y el buen Dios amalgamaba 
con un Amor puro y santo 
un edificio de santos 
que a su Hijo regalaba. 

Ángel, con su cortesía, 
tan gentil y caballero. 
Bernardo, fiel compañero 
que en su fe lo emularía. 

Silvestre, un contemplativo, 
León, tan simple y tan puro, 
Maseo bello y seguro, 
Pedro, Felipe y Egidio. 

Junípero y su paciencia, 
Juan de Lodi, recio y fuerte, 
Rogelio y su amor ardiente, 
Lúcido, siempre en alerta. 

Doce columnas de fuego, 
doce lámparas que ardían 
y en templo se encendían 
de Francisco y su secreto. 

Doce apóstoles de Cristo 
que desde la cruz hablaba 
cuando sus ojos miraban 
con corazón puro y limpio. 

Doce rostros tan distintos 
que un mismo Señor convoca, 
doce hermanos que lo evocan 
y en ellos presente un Cristo. 

La fraternidad primera, 
su nostalgia de inocencia, 
su vida de penitencia, 
un brote de primavera. 

Doce almas rescatadas 
del vano orgullo del mundo, 
mendigos y vagabundos 
y en sus ojos, la esperanza. 

El Señor te ha dado hermanos, 
Francisco, debes cuidarlos, 
frágiles, debes guardarlos, 
mostrarles un Dios cercano. 

Es tan grande su entusiasmo, 
la ilusión que hay en sus ojos, 
el ímpetu de su arrojo, 
la pureza de sus labios. 

Tú quieres estar seguro, 
irás ante el señor Papa, 
le contarás lo que pasa 
y confirmará tu rumbo. 

Marcha Francisco hacia Roma, 
los primeros compañeros, 
heraldos y pregoneros, 
de un sol nuevo que se asoma. 

El Papa va a recibirlos, 
son solamente un puñado 
de jóvenes que han dejado 
todo por causa de Cristo. 

Van descalzos, sin caballos, 
entre sayal y cilicio, 
el Evangelio es su oficio, 
lo anuncian entusiasmados. 

Por las noches se retiran 
al bosque y a su penumbra, 
allí sólo los alumbra 
la oración en que confían. 

Por comida unos mendrugos 
de pan simple y compartido, 
beben el agua del río 
y los viste un suave yugo. 

Roma fiel, ciudad abierta 
al mundo y sus tentaciones 
y a todas las corrupciones 
del enemigo que acecha. 

Entra la luz en el templo 
lo purifica en su fuego, 
entra el ángel mensajero, 
el profeta de los tiempos. 

El Papa, desconcertado 
ve cumplir la profecía 
que en sus sueños recibía 
al ver, de Dios, al enviado. 

Reconoce en él el hombre 
que sostenía la Iglesia 
tan sólo con su pobreza 
y de Jesús lleva el nombre. 

Papa Inocencio bendice 
al pobre de pies descalzos 
que Jesús lleva en los brazos 
y una aurora el predice. 

El cedro robusto y fuerte 
casi alto como el cielo 
se abaja y besa en el suelo 
los pies de un lirio silvestre. 

Vuelen, hijos, a los montes 
cual golondrinas viajeras 
y siembren la primavera 
de Cristo en el horizonte. 

Prediquen en los poblados 
en el campo, en las ciudades, 
en las universidades 
en talleres y mercados. 

Sin bolsas y sin callado 
lleven a Cristo a los pobres 
y díganles a los hombres 
que el Amor ya no es amado. 

Yo te bendigo, Francisco 
a ti y a todos tus hermanos 
y a todos los ciudadanos 
del cielo que me has traído. 

Multiplique el Dios bendito 
en número tus seguidores 
y sean anunciadores 
de la Buena Nueva en Cristo. 

Que como estrellas del cielo 
o la arena de los mares 
sean muchos los lugares 
que bendigan en su vuelo. 

Dios pensará en la cosecha, 
tú siembra en el campo a Cristo, 
sembrador eres, Francisco, 
tus hermanos son su tierra.