Francisco y el beso al leproso
Autor: Fray Alejandro R. Ferreirós OFMConv
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Un beso cambió tu vida
cuando un Cristo peregrino
se cruzó por tu camino
leproso y en carne viva.
Fue fácil reconocerlo:
sus pies estaban llagados,
su rostro desfigurado
como en la cruz pude verlo.
Sus manos ensangrentadas
quedaron en mi memoria,
crucificada su historia,
en Él estaban clavadas.
Ante quién se vuelve el rostro
por los hombres marginado,
enfermo y abandonado
y su nombre era: Leproso.
Lo reconocí en sus ojos
cuando me miró de frente
cual desafío viviente
desde sus pobres despojos.
No era el Cristo del pesebre
ni el que reinaba en su gloria,
era el Cristo de la historia
y en sus ojos pude verle.
Me llamaba a su presencia
como un juez ante mi vida,
me juzgaban sus heridas,
mi desamor y mi ausencia.
El haberlo despreciado
porque su olor repugnaba,
su vista era muy amarga
y era esclavo del pecado.
El haberlo desterrado
de mi corazón ligero,
de mis fiestas y mi credo,
de mi amor desorientado.
Y ahora aquel Cristo vivo,
el que en la cruz me llamaba,
desde el suelo me miraba
de miseria revestido.
Ante mí se abrió un camino
que no había conocido,
el del cristo mal herido
que sellaba mi destino.
Besé sus manos, sus llagas,
sus pies descalzos, gastados,
su pecho de Amor llagado
y me abrazó su mirada.
Lo abracé reconciliado
y en lágrimas conmovido,
Él me dijo: hermano mío,
soy el Amor flagelado.
Para mí era muy amargo
encontrar a los leprosos.
El Señor me abrió los ojos
para verlo allí encarnado.
Lo amargo volvió dulzura
cuando me llevó entre ellos,
pude ver sus ojos bellos
y me embargó su ternura.
Desde entonces mi locura
se hizo amor crucificado,
leproso resucitado,
marginación y dulzura.
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Era un cáliz, el leproso,
del que el místico bebía
la sangre que le daría
la comunión con su Esposo.