El adiós de Clara

Autor: Fray Alejandro R Ferreirós OFMConv

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Los frailes lo acompañaron 
toda la noche cantando 
y en bosque, salmodiando, 
su gratitud le entregaron. 

Llegaron de todas partes 
a los santos funerales 
del santo que en los altares 
del corazón fue a quedarse. 

Traían ramos de olivo, 
cirios y antorchas pascuales, 
instrumentos musicales 
y ornamentos de oro vivo. 

Francisco entraba en la gloria 
de su Señor bien amado, 
el que lo había abrazado 
en la cruz de la victoria. 

Jerusalén lo esperaba 
y ya sus puertas se abrían 
al Santo de la alegría 
que a Pobreza desposara. 

La procesión se encamina 
hacia su ciudad querida, 
pecadora redimida 
por el Sol que la ilumina. 

San Damián en su camino, 
estación obligatoria, 
para encender la memoria 
en que plantara su olivo. 

Las damas pobres esperan, 
entre llantos y alabanzas, 
despedir con esperanza 
al Francisco que veneran. 

Y abierto el sagrario santo 
que su cuerpo contenía, 
comulgar con él podían 
envolviéndolo en su canto. 

Clara lo mira empañada 
en un llanto dulce y calmo 
como si cantara un salmo 
al Padre que tanto amaba. 

Están todas desoladas 
en su pobreza y miseria 
porque se quedó la tierra 
sin el sol que la abrigaba. 

-¿A quién iremos, Francisco, 
tan solas y abandonadas? 
Quedamos desconsoladas 
aquellas que te hemos visto. 

Tú eres padre de los pobres 
y amante de la pobreza. 
Tú eres nuestra fortaleza 
y ayuda en las tentaciones. 

Si vienen tribulaciones 
¿en quién nos apoyaremos? 
Oh, Padre, ¿a quién iremos 
en nuestras desolaciones? 

Y quién será nuestro faro 
en las noches del invierno 
que el acecho del averno 
desenmascare alumbrando. 

Porque amarga es la partida, 
la separación tremenda, 
huérfana queda tu tienda, 
tus hijos sin su comida. 

Recordaba sus visitas 
que en san Damián esperaba, 
su palabra dulce y clara 
como la miel exquisita. 

Su amor y su cortesía, 
su presencia delicada, 
su mirada iluminada 
en Aquel que era su vida. 

Recordaba aquel incendio 
de Amor divino en el bosque, 
encendidos en el toque 
del Espíritu de fuego. 

Lo veía predicando 
en las plazas a su Amado, 
como jilguero encantado 
que en su Amor iba volando. 

Lo veía cosechando 
el trigo en campos dorados, 
por el sol iluminado, 
alegre y siempre cantando. 

Lo contemplaba lavando 
las llagas de los leprosos, 
las heridas del Esposo 
que en su cuerpo iban sangrando. 

Hablando con las alondras, 
embelesado en sus trinos, 
transido de amor divino 
como hoguera entre las sombras. 

Lo recordaba cantando 
por aquellas callejuelas, 
como dulce primavera 
que el pan iba mendigando. 

Un juglar del paraíso, 
un trovador que ilumina, 
una simple mandolina 
que tocaba el que la hizo. 

Su amor por Dama Pobreza 
de la que fue fiel esposo, 
en quién hallaba su gozo 
recostando su cabeza. 

Lo escuchaba salmodiando 
en aquella noche santa 
en que el velo se levanta 
y se ve participando. 

Recordaba, Clara, el tiempo 
del crecimiento y la siembra 
de sus flores predilectas 
y sembradas por el viento. 

Eran tantos monasterios 
ya extendidos por el mundo, 
tantos jardines fecundos 
en frutos de Amor primero. 

La plantita predilecta 
que Francisco había plantado 
ya se había transformado 
en un campo de azucenas. 

Semillas en tierra buena, 
su palabra y sus consejos 
han hallado ya el espejo 
en que su luz se refleja. 

Eran tiendas del encuentro 
en que el Pastor apacienta 
el rebaño que sustenta 
con maná como alimento. 

Ciudades fortificadas 
por un Amor indecible, 
donde el cielo ya es visible 
porque están enamoradas. 

Como Francisco y sus hijos 
tan pobres como la nada, 
viven su entrega confiada 
en Aquel que las bendijo. 

Un mismo Pastor las guía 
hacia corrientes de agua 
en que beben la esperanza 
de ver su rostro algún día. 

Son cenáculos vivientes 
del Espíritu divino 
en que se bebe el buen vino 
del Evangelio en su fuente. 

Son los brazos levantados 
de la Iglesia hacia su cielo 
implorando su consuelo 
para tantos desterrados. 

Y son los ojos clavados 
en la hondura del misterio 
que se vuelve cautiverio 
de un Amor ilusionado. 

Manantiales de agua pura 
en que su Espíritu y vida 
se vuelven Eucaristía 
y acción de gracias segura. 

Pero no podía su llanto 
empañar la fiel certeza 
de la gloria y la realeza 
que le esperaban al santo. 

Si los ángeles cantaban 
la luz de una nueva estrella 
y las alondras tan bellas 
en su triunfo se alegraban... 

Podían, los que lloraban, 
confortarse en el consuelo 
de que las puertas del cielo, 
a Francisco, se entregaban. 

Y eran sus llagas el signo 
de predilección divina 
que como gemas genuinas 
sellaban su amor por Cristo. 

Besarlas era un consuelo, 
un privilegio, un milagro 
que llevaba a venerarlo 
como estaba haciendo el cielo. 

San Damián, cuna y origen, 
Iglesia reconstruida, 
de sangre y Amor herida 
Morada del Dios que elige. 

Brilla en sus piedras Francisco 
pues se han vuelto piedras vivas, 
refugio de la alegría 
del Padre que es otro Cristo.