Un psicólogo en el láger

Centenario del nacimiento de Viktor Frankl (1905-1997)

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)   

 

 

El 26 de marzo de 1905, hace 100 años, nacía en Viena Viktor Emil Frankl. Su familia es hebrea, un dato que marcará la existencia de este joven inquieto, amante de la psicología en uno de los momentos en los que brillaban con especial intensidad las enseñanzas de Freud.

Viktor Frankl estrena su juventud con un fuerte compromiso social, con el deseo de luchar por un mundo mejor. Pronto descubre que la pasión de su vida será el estudio del hombre, especialmente en aquello que más nos distingue de los animales: el comportamiento, la vida psíquica.

Freud no convence a Frankl. Tras un tiempo en el que se relaciona con otro gran psicólogo, Adler, Frankl empieza a trabajar por su cuenta. Se interesa, sobre todo, por el problema del suicidio juvenil. Abre un centro para ayudar a los jóvenes a evitar este gesto dramático, para orientarlos en el descubrimiento del sentido de su vida.

Europa vive momentos dramáticos. Alemania queda bajo el control de Hitler desde 1933. Austria es anexionada por los nazis en 1938. El año siguiente, estalla la Segunda Guerra Mundial. Los judíos sufren una persecución diabólica, y los Frankl no consiguen escapar de la tormenta.

En 1942, Viktor Frankl inicia una experiencia que marcará toda su vida: el campo de concentración. Sus experiencias en los campos de muerte quedarán recogidas en una obra que se ha hecho famosa en todo el mundo: “Un psicólogo en el láger” (la traducción española lleva como título “El hombre en busca de sentido”).

Frankl se convierte en un prisionero más, y no por ello deja de ser psicólogo, deja de observar y ofrecer una ayuda. Su vida pende de un hilo: basta el gesto de uno de los jefes para que su destino cambie en pocos segundos. Cuando pasan revisión, un oficial mueve el dedo a derecha o a izquierda. Los que van a una fila terminan en la cámara de gas. Los de la otra, a unas duchas de agua helada que es celebrada con gritos de alegría: la vida, por ahora, sigue adelante.

En esa situación, nace la pregunta: ¿queda algo de libertad en las condiciones inhumanas propias de aquellos campos de concentración? La respuesta es un sí claro, decidido. El barracón, ciertamente, hunde a muchos prisioneros a niveles depresivos indescriptibles. Pero otros conservan una especial fuerza interior, se sobreponen al odio y al absurdo para vencer, con sus convicciones, con la grandeza de su dignidad, las afrentas y humillaciones que imponen carceleros sin escrúpulos.

En palabras de Frankl, “el hombre puede conservar un vestigio de libertad espiritual, de independencia mental, incluso en terribles circunstancias de tensión psíquica y física”. En el láger hay hombres que se mueven de barracón en barracón para llevar un consuelo a los demás, para compartir un pedazo de pan (o de algo parecido a pan), para dar un toque de humanidad en medio de un espacio físico donde todo parece buscar el embrutecimiento de las víctimas (que, en el fondo, era la consecuencia del embrutecimiento de los verdugos).

De esa experiencia surge uno de los núcleos centrales de lo que será la propuesta psicológica de Viktor Frankl (conocida como “logoterapia”): la defensa de la libertad espiritual, una libertad “que no se nos puede arrebatar” y que “hace que la vida tenga sentido y propósito”.

Si esto vale para un campo de concentración, vale también para las mil situaciones de la vida humana. Una enfermedad incurable, la pérdida del trabajo, el fracaso en los estudios, en la vida matrimonial o en la educación de los hijos, no son situaciones que deberían llevar a una desesperación inevitable. Mientras muchos no son capaces de encontrar sentido a los imprevistos de la vida, otros se crecen, descubren la invitación a un nuevo modo de ver y afrontar las cosas.

Una desgracia no puede ser vista sólo como un callejón sin salida, como el corte de alas de un pájaro que vivía únicamente para volar. Una desgracia, en cualquier situación humana, es una invitación a dar una nueva orientación a la existencia, a descubrir que también “sin alas” queda mucho por hacer, o que llega el momento de hacer algo nuevo. El dar la respuesta depende de cada uno, depende del saber descubrir, con el corazón, con la razón, con la ayuda de otros, qué puedo hacer, qué rumbo empieza a tomar la propia existencia a partir de este momento concreto, a partir de este hecho nuevo e imprevisto.

Otra de las enseñanzas de Viktor Frankl consiste en hacer notar cómo muchas vidas normales, que transcurren sin mayores sobresaltos, se desarrollan con poca profundidad, entre el aburrimiento de quien no es capaz de sentirse llamado a dar sentido y valor a todo lo que hace. De este modo, muchos se dejan llevar por la corriente, crecen “pasivamente” como lo hace un árbol hasta que un rayo no lo destruya o la sequía de la desesperanza no seque sus raíces.

También en estos casos la logoterapia se ofrece como una ayuda, como un medio para que la chispa del entusiasmo haga ver que cualquier vida, incluso la que aparentemente parece más monótona, tiene mucho de apasionante, de hermoso, de grande. Hay que abrir los ojos, hay que ver la belleza de lo que hago desde lo más profundo de la conciencia y del corazón.

En este centenario, necesitamos volver a escuchar la voz de Frankl, su ilusión por la vida, su confianza en las energías espirituales que hay escondidas en cada hombre, incluso en el más depravado, en aquel que parece duro como la piedra.

Dos textos de Viktor Frankl pueden servir para terminar este recuerdo de un psicólogo que creyó en las energías escondidas en cada uno de nosotros, en ti y en mí. “Nosotros hemos tenido la oportunidad de conocer al hombre quizá mejor que ninguna otra generación. ¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es”. “Después de todo, el hombre es el ser que ha inventado las cámaras de gas de Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en esas cámaras con la cabeza erguida y el Padrenuestro o el Shema Yisrael en sus labios”.