Una sonrisa que vale más que todo el oro del mundo

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Reflexión del libro “Abrir ventanas al amor”   

 

A una persona que quiera cazar jabalís se le puede recordar que el insecticida no es un buen instrumento para lograr eficazmente sus objetivos: el jabalí es un animal de proporciones y movimientos muy diferentes a los que caracterizan a los mosquitos y hormigas de nuestras casas... Esta verdad es conocida por cualquier persona que tenga dos dedos de frente, y más si se ha dedicado por muchos años a cazar jabalís...

Igualmente debería ocurrir en el mundo de los laboratorios: cada experto en un campo de la experimentación debe ser consciente de las diferencias que existen entre un nivel de trabajo (como puede ser el trasplante de órganos de un muerto a un vivo) y otro (la operación para sanar una deficiencia cardíaca). Debería ser claro, pues, para un científico que lo sea de verdad, que es diferente congelar una célula humana (como puede ser el óvulo o el esperma) que congelar un ser vivo completo (como es el caso del zigoto_embrión en sus primeros momentos de vida). Y hablar de estos temas es hablar de todo aquello que se refiere a la fecundación “in vitro” y a las distintas técnicas de reproducción asistida. Por lo visto, en este campo se dan extrañas confusiones que, gracias a Dios, no ocurren cuando se trata de encontrar la mejor escopeta a la hora de cazar un jabalí.

Así, uno se encuentra en entrevistas científicas que se habla de “congelación de embriones” (o pre_embriones) y “congelación de óvulos” sin que se note claramente la no pequeña diferencia que existe entre estos dos tipos de congelaciones. Además, algunos hablan con gran naturalidad del “derecho de los padres a establecer por escrito qué se va a hacer con los embriones congelados”, como si se tratase de decidir si queremos desguazar el carro viejo o venderlo a un establecimiento de carros usados... Desde luego, cada familia puede hacer lo que quiera con el helado de fresas que ha preparado la abuelita, pero cuando hablamos de embriones la cosa debería ser un poco más seria. 

Queda en pie, nadie lo niega, el derecho de los científicos a trabajar con células con gran libertad de investigación. Gracias a ello han ayudado al progreso de la medicina y a la curación de muchas enfermedades que antes llevaban a la tumba a millones de personas. Pero ni el científico, ni el padre o la madre, ni ningún dictador, llámese Hitler o Stalin, tienen derecho alguno para someter a sus juicios la vida de los hombres que dependen de ellos. Si en los laboratorios de algunos Centros de Ginecología y Obstetricia tenemos ya embriones humanos congelados, cuya vida (o muerte) dependerá del arbitrio de los padres o de otras personas, aunque sean técnicos venidos de los mejores laboratorios del mundo, nos encontraremos con una situación que no puede dejar indiferente a ningún país civilizado: el hombre, aunque tenga un día de vida y se mueva con dificultad en un “terreno de cultivo” para embriones, siempre debe ser defendido por todos los miembros de la sociedad. Si puede ser lícito congelar óvulos o espermas en vistas a la ayuda del buen éxito del acto sexual, no es igualmente lícito congelar varios embriones concebidos en laboratorio para luego decidir, en un pequeño “consejo de guerra”, quiénes y cuándo van a nacer y quiénes serán destinados a una congelación sin fin, si es que no acaban en un cubo de la basura...

Poco a poco cada nación puede entrar en una etapa de mayor desarrollo, y la tecnología no es ajena a los logros y esperanzas que todos los ciudadanos ponen continuamente en el futuro. Pero urge tener claro el sentido auténtico del progreso y el valor de toda vida humana desde el primer instante de su concepción (como no deja de repetir el Papa Juan Pablo II). De lo contrario, corremos el riesgo de regresar a situaciones de crueldad que son signo de perversión, egoísmo y vacío moral. 

La vida de cada nuevo ciudadano no puede quedar abandonada al arbitrio de los padres, ni de los científicos, ni de las autoridades públicas. Son los padres los primeros que deben respetar al hijo que han concebido y defender su existencia frente a cualquier manipulación, congelación o intervención dañina. Pero si, por una monstruosidad de egoísmo, ellos llegasen a despreciar el fruto de su amor, todos debemos sentirnos solidarios con los nuevos individuos humanos, para defenderlos, acogerlos y darles el amor que se merecen. El científico, por su parte, puede “asistir a la reproducción”, pero nunca suplirla con el poder de unas técnicas que a veces quieren sustituir el amor de los padres y de la familia como el único lugar donde venimos al mundo. Es el Estado civilizado, moderno, justo, el que garantiza a cada uno de sus ciudadanos el nacer dentro del marco del amor familiar y del respeto que todo hombre merece desde el primer instante de su vida.

También es bueno tener presente que no todo sistema de ayuda para superar la esterilidad debe recibir un mismo juicio ético. Hay sistemas, como el de la fecundación “in vitro” (FIVET), que reúne una serie de inconvenientes y desviaciones morales tan grandes, que ha sido condenado incluso por numerosos expertos (científicos, moralistas y personas de distintas confesiones religiosas) de Europa y de América. Basta con recordar que, en esta técnica, se preparan de modo “rutinario” varios zigotos (se fecundan varios óvulos) y ello implica que “sobran” algunos (¿y es civilizado un pueblo en el cual hay hombres considerados como “sobrantes” o desecho residual de una sofisticada técnica?) Otros sistemas, cuya explicación puede ser más o menos sencilla según las distintas técnicas que se usen, están adquiriendo una amplia difusión en algunos de los países más avanzados, y por ahora presentan menos riesgos para la vida del futuro miembro de la familia humana, aunque todavía conviene seguir perfeccionando las técnicas para evitar un cierto porcentaje de abortos naturales. 

El mundo entero se prepara para un tercer milenio lleno de expectativas y esperanzas. Cada nación camina con la mirada puesta en el futuro, y debe saber dar un sentido moral correcto a las distintas posibilidades que la medicina moderna nos ofrece. El principio fundamental no puede ser distinto que el del respeto al hombre, desde el inicio de su concepción hasta el último suspiro en su agonía. Y cada embrión que llegue para compartir nuestro suelo patrio (que, de un modo natural y justo, viene acogido por el seno de su madre) debe sentirse protegido y amado por todos. La mejor bienvenida que le podemos ofrecer es la del amor fiel y enriquecedor de los padres, y la del respeto y cuidado de la nación. Él se lo merece, y un día, cuando lea en los libros de historia las discusiones y las dudas de los hombres de finales del siglo XX e inicio de un nuevo siglo acerca de la bioética, nos dará las gracias por haberle respetado y amado. Su sonrisa valdrá más que todo el oro del mundo, porque será la mejor garantía de que lo que con él hicimos sabrá hacerlo él también con sus hijos y nietos, es decir, con el futuro de nuestro pueblo.