¿Sirve una ley contra el aborto?

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Reflexión del libro “Abrir ventanas al amor”   

 

            Que ha habido siempre robos y crímenes no es noticia. Que se han sucedido numerosas leyes y normativas para evitarlos tampoco lo es. Y es menos noticia el que, a pesar de todo el aparato legal elaborado durante siglos de historia de muchos pueblos y culturas, siguen habiendo robos, crímenes, violaciones, trampas y otras muchas formas de abuso y de injusticia.

El hecho de que se haya querido (y se pueda seguir queriendo) trabajar por aprobar una normativa contra el aborto puede parecer a algunos inútil, porque también hay quien cree que las leyes punitivas lo son: no impiden que ocurra lo que se desea prohibir. No van a desaparecer los abortos clandestinos por el hecho de que un congreso los declare fuera de la ley, aunque establezca normas para castigar a quienes cometan, promuevan o instiguen el aborto. Pero, igualmente, resulta un optimismo fuera de lugar el creer que la legalización del aborto vaya a eliminar el terrible cáncer del aborto clandestino. Los casos de muchos países que han aprobado el “aborto legal” son una prueba de ello: junto al trabajo “legal” de las clínicas registradas que realizan los abortos a la luz del día siguen existiendo otras instituciones que desarrollan un trabajo paralelo en condiciones de ilegalidad y, no pocas veces, de alto riesgo para la salud de las madres que acuden a ellas.

Entonces, ¿habrá que renunciar a cualquier ley? ¿Será mejor dejar a la libre iniciativa de cada uno un tema tan delicado, en el que son eliminados embriones humanos y pueden resultar muertas o gravemente dañadas, también a nivel psicológico, algunas o muchas de las mujeres que optan por el aborto, por propia voluntad u obligadas por otros?

El Estado no puede renunciar a legislar en lo que se refiere a los derechos más fundamentales de los miembros de la sociedad. El hecho de que una ley justa sea violada no quita la necesidad de perseguir a quien la pisotee, pues en su delito está dañando no sólo a la autoridad, que se siente burlada, sino a los demás: cada delito implica un daño a la sociedad, a un número mayor o menor de miembros de la misma.

Conviene no olvidar que los derechos y deberes cívicos no nacen sólo de los mutuos acuerdos o desacuerdos de los grupos políticos más fuertes. Un derecho existe independientemente del hecho de que sea o no reconocido por la ley. Cuando en Italia o en Alemania, por ejemplo, se emanaron leyes contra los judíos, no por ello los judíos perdieron sus derechos naturales. Las leyes fascistas y nazis eran, simplemente, injustas y, en cuanto tales, no obligaban en conciencia a su aceptación (aunque, por desgracia, muchos se doblegaron ante ellas por miedo a las represalias o por conseguir ganancias sucias o ascensos sociales). En casos como estos conviene recordar aquella famosa sentencia de san Agustín: “Dejada de lado la justicia, ¿qué otra cosa son los reinos sino enormes asociaciones de delincuentes?”

Por eso cualquier estado democrático sabe que debe emanar aquellas leyes que sirvan para proteger los derechos que existen antes y por encima de la misma decisión de los legisladores y gobernantes. Uno de esos derechos es el de la vida de todo ser humano, también del niño antes de nacer. 

La Convención Internacional sobre los Derechos del Niño que aprobó la ONU en 1989, recogió otra declaración anterior (de 1959), en la que se afirmaba explícitamente: “el niño, por su falta de madurez física y mental, necesita protección y cuidados especiales, incluso la debida protección legal, tanto antes como después del nacimiento”. Este “antes” corre peligro si una sociedad tolera, promueve o instiga al aborto.

Una ley justa ayuda, por lo tanto, a proteger un derecho, pero sigue sin impedir los delitos. Para “justificar” la situación de crímenes y de atentados que se vivía en una nación moderna hace no muchos años, el presidente de gobierno de esa nación pronunció en un discurso televisado una frase lapidaria, que dice una verdad de perogrullo que muchas veces olvidamos: “Donde hay alguien que quiere asesinar a otros existe la posibilidad de que se produzca un crimen”. A pesar de que haya leyes que prevean años y años de cárcel para el criminal...

Normalmente un crimen se comete en soledad o con un grupo reducido de personas. Pueden bastar pocos elementos para alcanzar el resultado deseado: un cuchillo, un poco de cianuro, una piedra puntiaguda, un mauser. Un aborto, en cambio, suele practicarse como trabajo “en grupo”: normalmente un médico, una enfermera, algún que otro auxiliar técnico. El reunir a varias personas implica que todas ellas comparten la misma intención y en el mismo momento: eliminar un embrión o un feto. Por ello, el desorden social es mayor, pues si bien existen crímenes pasionales, deben ser muy pocos los abortos “pasionales” (en casos extremos, como cuando una mujer se golpea frenéticamente el vientre para abortar, u otra persona la golpea con rabia, con una enorme posibilidad de producir graves heridas en la misma mujer...). La mayoría, por desgracia, son obra fría de un equipo “técnico” que sigue las distintas etapas con programación precisa y con “higiene” (esperamos) garantizada...

Igualmente, la decisión de un crimen puede tener motivos de muy diversa categoría: desde el placer patológico de ver morir a otro, hasta el deseo de liberar a un pueblo de un cacique opresor. El aborto, en cambio, puede ser decisión libre de la mujer, pero nunca será una decisión tomada a la ligera. Los mismos defensores de la legalización del aborto reconocen que ninguna mujer acepta “alegremente” el recurso al aborto, mientras sí es posible encontrar a homicidas que sonríen felices después de haber eliminado a su rival... El aborto deja un profundo trauma en la madre, y es por ello que algunos, en vez de eliminar la operación abortiva, buscan nuevas formas de conseguir el mismo resultado sin tanto sufrimiento psicológico para la mujer. Buscan, en otras palabras, paliativos que no solucionan el mal radical: en el aborto es eliminado un ser humano inocente, que es, además, el propio hijo, y ello nunca puede ocurrir sin dañar seriamente el corazón de cualquier madre...

Por lo tanto, podemos decir que una ley contra el aborto es señal de un nivel alto de cultura y de progreso, de justicia social y de sensatez política. Pero no será nunca suficiente. Para defender el derecho del no nacido hay que ir a la raíz, hay que eliminar aquellos factores que llevan a una mujer a abortar. De lo contrario, nos quedaríamos en una solución a medias: una ley que no incida en la vida social será una ley inútil, como algunas leyes contra el robo o el asesinato. Pero el hecho de aprobar una ley contra el aborto, ¿no puede ser ya una señal de humanismo, un inicio de un camino mucho más profundo en favor de la mujer embarazada, del niño no nacido? Así lo esperamos, y no sólo por parte de las autoridades públicas: todos estamos llamados a defender la vida. Todos debemos comprometernos para que un día, en un país más justo y más honesto, podamos constatar que el aborto ha dejado de ser un problema, porque cualquier mujer embarazada, por encima de su situación social o de las condiciones en las que se produjo la concepción, por encima de los defectos (o cualidades no deseadas) que pueda tener el embrión, contará con el apoyo de todos, sin condiciones. Nos lo agradecerá cada niño que pueda nacer, pero nos lo agradecerá, sobre todo, cada madre: no hay dicha mayor que la de ofrecer, desde la justicia y desde el amor, el cariño y la protección que merece todo ser humano indefenso y pequeño, que es, principalmente, sencillamente, eso: “mi hijo”.