Pecado

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

Un niño coge entre sus manos un diamante. Sus papás sonríen. Tras la lluvia de reflejos del cristal se esconde un regalo precioso, fruto de muchos años de trabajo. El niño se acerca a unas brasas, deposita el precioso objeto, y... en pocos instantes se pierden, en los aires de la casa, unos cuantos miles de dólares...

Un adulto coge entre sus manos lo más precioso que ha recibido de Dios: la libertad. Mira, entre los cuartos de su corazón, dónde esconderla. Olvida a su Padre y opta. Entre las calles camina, sombrío, quien, con su pecado, ha dejado de amar por un puñado de barro hueco.

El pecado es una realidad que nos acompaña, que nos sigue, que nos acorrala. El pecado salta a cada esquina, se agazapa en cada zapato, se insinúa en una computadora o en una azada, en una tarde triste de invierno o entre las palmeras de una playa tropical.

El pecado muerde y huye y traiciona. El pecador queda allí, con la herida, sin recibir el consuelo de quien prometía un gozo pasajero. Tras un trago engañosamente dulce se esconde la acidez de la mentira.

No hay psicólogo que pueda perdonar un pecado. No hay pastillas contra el remordimiento. No hay un bálsamo que cierre una herida del espíritu. El pecado nos pone desnudos, ante Dios y ante nuestra conciencia, con toda nuestra pequeñez, nuestra miseria y nuestra nada.

Y, de repente, lo que ningún hombre puede hacer, Dios lo hizo. El Padre de los cielos, ofendido por la culpa, desciende, acoge, perdona, ama. No puede dejar a quienes le dejamos por un puñado de cenizas. No puede abandonar a los hijos de sus sueños. Hijos errabundos, tristes, pecadores, pero hijos.

El pecado no es, por tanto, el último acto de nuestra historia. El corazón que optó por su egoísmo puede alzar los ojos y mirar al Crucificado, al Dios de los brazos abiertos y de la sangre al pecho. Puede llorar con amargura, como Pedro, por no haber sabido amar a su mejor Maestro. Porque Dios es bueno, puede esperar que un día, quizás hoy, quizás en la esquina de una calle, las manos de un sacerdote tracen, al viento, una cruz, mientras en sus labios escapan palabras que sólo un Dios pudo haber dicho: “Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”.